Por
Federico Andahazi
Era
mujer, en la época en que ser mujer era una condena.
Era
negra, cuando ser negra significaba ser esclava.
Era
pobre, cuando ser pobre era la moneda más frecuente entre los que no tenían una
sola moneda ni para comer.
Fue
soldado cuando ser soldado significaba dejar el cuerpo en el campo de batalla,
aún cuando sobreviviera.
Fue
sepultada por el olvido cuando en el panteón del los héroes no entraban las
mujeres, ni los negros, ni los pobres, ni los soldados.
Y
ella fue todo eso junto.
Y
a pesar de todo, Belgrano la declaró la madre de la Patria.
Pero por lo
visto, esta patria todavía no puede aceptar que su madre sea negra y pobre.
Todos
sabemos quién es el Padre de Patria; ni hace falta mencionarlo.
¿Pero es posible
que la mayoría de este pueblo desconozca quién es la madre?
Se llamaba María
Remedios del Valle y era parda.
Parda,
sí, aquella categoría aún vigente entre los que creen, insisto, todavía hoy, en
que el color de la piel es una cuestión de casta.
Algunos
dicen que era afro argentina.
Yo
prefiero decir que era negra.
Tenía
una mirada compasiva que podía volverse fiera como la de las hembras cuando ven
peligrar la cría;
los
ojos tan, negros que no se distinguía la pupila del iris, siempre estaban
alerta.
Tenía
la frente alta, orgullosa, rematada en un pelo mota que formaba un halo como el
de las santas, pero no dorado al hoja, sino dibujado con carbonilla.
María
Remedios nació en Santa María de los Buenos Aires un día incierto de 1766, ya
que la historia ni siquiera tuvo el decoro de preservar la fecha exacta.
Se
propuso defender este suelo acaso para soñar con una patria que nunca tuvo.
Combatió
junto al Tercio de Andaluces, uno de los varios grupos de milicianos que
expulsó a los ingleses durante las segundas invasiones.
Luego
de la Revolución de Mayo, marchó al Alto Perú con el Ejército del Norte.
Con
su marido y sus dos hijos, uno de ellos adoptado, se incorporó al Regimiento de
Artillería de la Patria.
Volvió
sola.
En el campo de
batalla quedó toda su familia.
No
sobrevivieron su esposo ni sus hijos.
Ni
siquiera los nombres para recordarlos como corresponde.
Lejos
de rendirse ante el rigor de la existencia, ahora tenía tres motivos más para
seguir luchando.
Le
suplicó a Manuel Belgrano que le permitiera participar en la batalla de
Tucumán.
Atado
a la disciplina y a los reglamentos militares, Belgrano al principio se negó.
Pero
esa voz firme y esa mirada aguerrida se impuso y finalmente, desde la
retaguardia, llegó al frente de batalla codo a codo con los soldados.
Fue un triunfo
decisivo en la lucha por la Independencia.
Belgrano
pasa revista de la tropa en formación y al llegar a ella, se detiene, le tiende
la mano y la nombra capitana de su
ejército y Madre de la Patria.
La
Negra Remedios Acompañó a Belgrano en la victoria pero, sobre todo, en la
derrota.
Cuando
fue derrotado en Vilcapugio, María de los Remedios del Valle combatió, recibió
una bala y, herida, fue tomada prisionera.
Apresada,
ayudó a escapar a los jefes patriotas.
No
le salió gratis:
Durante
nueve días recibió el azote público…
La
piel negra se tiñó con la sangre roja y le quedó ese estigma para siempre como
un trofeo de guerra.
Consiguió
escapar y se unió a las tropas de Güemes.
Una
anciana indigente, busca cobijo en la recova del Cabildo, un lugar de paseo
terminada la guerra por la Independencia, ya en tiempos menos convulsionados.
La
anciana extiende su palma blanca para recibir la limosna de los viandantes.
Una
palma blanca y vacía que contrasta con los ojos negros en los que no se
distingue la pupila del iris.
Alguien
se detiene y cree ver en esa vieja negra, pobre de toda pobreza a una antigua
conocida.
El
hombre es el general Viamonte.:
«¡Usted
es la Capitana, la que nos acompañó al Alto Perú, es una heroína!», exclama
emocionado el ahora diputado.
La
negra Remedios Del Valle, que mal podía esconder las cicatrices en el brazo, le
cuenta cuántas veces había llamado a la puerta de su casa para saludarlo, pero
el personal doméstico la había echado como a una pordiosera.
En
estos días en los que tenemos que escuchar a otra señora, una que se dice
perseguida y no sabe cómo justificar sus cuentas en dólares y en pesos, sus
plazos fijos y sus cajas de seguridad, quiero recordar que esta patria ya tiene
una madre
Una
madre que enterró a su amor y a sus hijos en el campo de batalla, una madre que
no tenía nada, que era negra, que era pobre y que tenía las palmas de las manos
blancas como lo son las palmas de los negros: claras.
Y
sobre todo, vacías...
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