Todo pasa...
Por
Martín Caparrós
Él
sabía de estas cosas.
El
mayor mafioso de la historia del fútbol argentino, el señor Julio Grondona,
a quien la
dictadura militar nombró presidente de la asociación del fútbol en 1979 y todos
los demás gobiernos mantuvieron hasta que se murió en 2014,
llevaba
en el dedo anular de la mano izquierda un anillo que decía “Todo pasa”.
La
frase tiene, por lo menos, dos lecturas:
El
alivio —que él debía buscar— de que nada dura para siempre…
La
tristeza –que no debía– de que nada dura para siempre.
Hoy
la tristeza brilló brutal, penosa.
Se
termina el tiempo más glorioso que conocí en el fútbol:
El
gran Barcelona ya es pasado.
Cayeron
peleando.
Que
es un modo de decir, también, que no cayeron jugando.
Arremetían,
empujaban, rebotaban, lo intentaban a trancas y barrancas:
Nada.
Los
medios, los hinchas, las personas llevaban una semana hablando del milagro:
El
Barcelona necesitaba otra vez un milagro.
Por
algo los milagros no suceden en la vida real…
Solo
en el fútbol, el espacio de la fantasía.
Pero
por algo los milagros son milagros: porque no llegan cada miércoles.
Este
miércoles el Barcelona tenía que hacer tres o cuatro goles y no pudo hacer ni
uno.
Cero…
Mejor dicho: no
pudo acertar ni un tiro entre los tres palos en 90 minutos de ataque.
Al
fin, el Barcelona jugó 180 minutos contra la Juventus sin meterle ni un gol.
Y
lo peor: por momentos daba la impresión
de que podría haber jugado otros tantos con el mismo resultado.
Su
decadencia se mostraba en su impotencia:
Vueltas
y vueltas alrededor del área contraria sin poder perforar, sin crear peligro
verdadero, revoleando centros desde lejos.
O,
mejor, se veía que ahora el Barcelona juega a dos o tres toques.
Ese equipo en el
que los jugadores eran piezas de un reloj que funcionaba al primer toque, ya
no existe.
Su
secreto era poder hacer en menos movimientos —en menos tiempo— lo que a los
otros les tardaba más.
Su
secreto era engañar al tiempo, pero el tiempo se ha vengado con creces.
Y
esta tarde el tiempo corría y no pasaba nada: todo había pasado.
El
mejor equipo de la historia se había vuelto un amasijo de voluntades desvaídas.
Debe
ser raro ser Luis Enrique: debe ser raro ser el tipo que se cargó una obra de
arte.
No
digo que necesariamente sea su culpa.
Yo
creo que sí, pero quizá no.
Lo
cierto es que, bajo su mando, el Barcelona pasó de serlo a ser este rejunte:
Un
grupo de muchachos más o menos desesperados que esperaban la salvación de
alguno de sus héroes.
Y
los héroes andaban mustios, desarmados.
La
discusión arreciará, estos días, como quien debate el sexo de los ángeles:
¿Bajan
los jugadores porque baja el equipo o baja el equipo porque bajan los
jugadores?
Esta
tarde algunos jugadores no alcanzaron el nivel de sí mismos:
Iniesta
estaba trompicón; Suárez, ausente; Busquets, confuso; Messi, triste.
Hoy
Messi fracasó como ha fracasado, es cierto, en otros partidos decisivos.
Hoy
Neymar —como suele pasar últimamente— fue el mejor jugador del Barcelona, el
más peligroso, el más decisivo, muy por encima de su diez.
Pero
el fracaso de Messi es, también, un canto a la gloria de Messi:
Cuando
él era el mejor, el Barça lo ganaba todo y ahora no.
Enfrente,
para más inri, el pulpo turinés: su habilidad para reubicarse en la cancha y
tapar todos los huecos en cuanto los huecos se producen;
el
mejor exponente de esta sabiduría sorprendente de los italianos para convertir
cualquier partido de fútbol en un pantano enmarañado, sábanas húmedas, la
pesadilla recurrente, el tiempo que se escapa.
Y
que se terminaba.
El
partido se acababa, el tiempo se acababa.
El
Barcelona lo intentaba ya sin convicción, y su técnico dio una última lección
de patetismo:
Su
cambio cuando faltaban diez minutos y tres goles fue meter al pobre Mascherano
para que Piqué pudiera irse al ataque.
Ya
nada de eso parecía importar o, mejor:
Ya nada de eso
podía ser importante.
El
Camp Nou, que nunca fue estridente en las victorias, era ejemplar en la
derrota:
Miles
y miles de banderas, los cantos de 100.000 personas que despedían al mejor
equipo que tendrán en su vida.
Y
enfrente ese puñado de italianos.
Nadie
sabe festejar un cero a cero como los italianos:
Con
júbilo, con gracia, con entusiasmo verdadero.
En
un rincón del campo, allá arriba, casi perdidos, a punto de salir volando, dos
mil turineses cantaban como locos porque su equipo había conseguido congelar el
fútbol, deshacerlo, devolverlo al estadio anterior de los milagros.
Es
el fondo, o el último escalón antes del fondo.
La
decadencia del Barcelona, es cierto, lleva meses.
Le
queda, como último manotazo del ahogado, el próximo domingo, su clásico contra
el Real Madrid.
El
martes, el Madrid había ganado como suele ganar el Madrid:
Cuando
ya parecía que perdía.
Con
la ayuda de un árbitro —a menudo—, con la suerte de cara —muchas veces—,
con
el mérito de alguno de sus jugadores —tantas otras—, el Madrid gana.
El
martes dejó fuera a los alemanes del Bayern y a sus últimos fantasmas…
El
domingo puede ganar también la Liga.
Alguien
dijo hace poco que no es fácil ganar como el Madrid, jugando a nada.
Que
el equipo de Luis Enrique lo intentó pero no tiene los años de experiencia en
ese noble arte que su rival sí tiene.
Este
domingo, contra esos expertos, el Barça tendrá su última posibilidad de pelear
contra el cruel paso del tiempo: De volver a la vida, de gritar que, si todo
pasa, algunas cosas no terminan de pasar.
No
creo que pase, pero en el fútbol, por suerte, nadie sabe.
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