Por
Gisela Kozak Rovero *
Miles
de manifestantes tomaron las calles de Venezuela para manifestar su descontento
con el gobierno. Las fuerzas de seguridad reprimieron la protesta con balas de
goma y gas lacrimógeno.
Credit Meridith Kohut para The New York Times
CARACAS
— En la víspera de la megamarcha convocada para el 19 de abril por la Mesa de
la Unidad Democrática (MUD) —coalición de los partidos de oposición en
Venezuela— el presidente Nicolás Maduro amenazó a los opositores con
detenciones y enjuiciamientos en tribunales militares.
Maduro
ordenó que las fuerzas armadas estuvieran en la calle, no solo la Policía
Nacional Bolivariana y la Guardia Nacional, una medida propia de un estado de
conmoción generalizada.
También
prohibió la entrada de la marcha opositora en el municipio Libertador de
Caracas, sede de los poderes públicos.
Para
ilustrar esta arbitrariedad imaginemos que los estadounidenses no pudieran
protestar en el National Mall de Washington o los mexicanos en el Zócalo en
Ciudad de México.
Sin
embargo, cientos de miles de venezolanos marchamos en todo el país para exigir
la restitución de la democracia.
Ayer,
en medio de una brutal represión y nubes de gas lacrimógeno, no cundió
precisamente el temor.
Vi
a jóvenes, mujeres y varones, enfrentando a las fuerzas de seguridad del Estado
—contando apenas con su agilidad, máscaras y guantes— mientras corrían entre
las largas filas de la marcha gigantesca y eran aplaudidos como héroes.
La multitud los
protegió con su presencia, se quedó cerca de ellos, pero la represión escaló
velozmente hasta el punto de que en plena autopista Francisco Fajardo los
protestantes tuvieron que atravesar el río Guaire, una corriente de aguas
putrefactas que atraviesa Caracas, para escapar de los ataques de las fuerzas
represoras.
La
marcha de Caracas no cumplió la meta de llegar a la Defensoría del Pueblo para
exigirle a Tarek William Saab, su máxima autoridad, un pronunciamiento sobre
las violaciones constantes del gobierno a la constitución.
Pero
sin duda fue electrizante.
Una masa
compacta fluía, retrocedía y volvía de nuevo mientras los jóvenes se exponían
en primera línea ante las fuerzas de seguridad.
La
protesta adoptó una suerte de orden espontáneo, cuya finalidad era resistir con
riesgo de las propias vida y seguridad.
Este
riesgo es una característica clave de la nueva ola de protestas en Venezuela a
raíz de la usurpación de las funciones de la Asamblea Nacional por parte del
Tribunal Supremo de Justicia a principios de abril.
La lucha
pacífica ha cambiado de forma.
Si
antes consistía en marchar y volver a las casas, ahora le pone directamente el
cuerpo a los represores.
Estos
actos de coraje, sobre todo de los muchachos más jóvenes, han implicado
torturas, detenciones y al menos siete muertes.
Es
un cambio que satisface una aspiración heroica pero cuyo impacto real está por
verse.
Sin
duda, esta nueva oleada de protestas recuerda la de 2014 conocida como “La
salida”, pero el escenario es distinto.
El
respaldo de la MUD a estas protestas nacionales subraya el contraste con las de
2014.
Mientras
que La Salida generó una crisis en la coalición entre las organizaciones que
apoyaban la demanda de un pacto de transición y Asamblea Constituyente y
quienes apostaban por la acumulación de fuerzas, ahora los diputados, líderes,
alcaldes y gobernadores se han puesto a la vanguardia de las marchas.
Ya
no se trata de manifestar el descontento de quienes perdieron las elecciones en
2012 y 2013, sino de expresar la frustración de la mayoría del electorado ante
las penurias y la escalada dictatorial que abarca, como se notó el día de ayer,
el silenciamiento de las televisoras nacionales y la censura en la televisión
por suscripción, como sucedió ayer con la suspensión de los canales Todo
Noticias de Argentina, El Tiempo de Colombia y Antena 3 de España.
Existe
una nueva alineación de los partidos, los gremios, las organizaciones no
gubernamentales (asumidas como actores políticos ante la gravedad de la crisis)
y la gente de a pie que protesta con un solo objetivo:
Recuperar la
democracia.
Este
objetivo es acompañado por organismos internacionales y numerosos gobiernos
antes silentes, como el de Colombia que ayer se pronunció firmemente sobre la
situación venezolana.
Quienes se
movilizan se unen como ciudadanía para actuar ante un chavismo derrotado
electoralmente en las elecciones parlamentarias de 2015.
En
definitiva, se ha pasado del apaciguamiento a la resistencia.
La
lucha pacífica ya no se confunde con no arriesgarse; quienes se rebelan no
tienen otra arma que su cuerpo pero ya no se conforman con protestar en lugares
seguros como ocurría con las barricadas de 2014.
Para
que tenga sentido esta protesta popular con su saldo trágico, la MUD debe
aprovechar las fisuras dentro del alto gobierno: la fiscal general de la
República, Luisa Ortega Díaz se manifestó en contra de la anulación del
parlamento.
Hay
que seguir interpelando a los sectores disidentes del chavismo para sumar
esfuerzos en torno al objetivo común que es lograr elecciones transparentes,
con observadores internacionales y en las que se permita la libre escogencia de
los candidatos opositores, como Henrique Capriles y Leopoldo López, sometidos
arbitrariamente a inhabilitaciones políticas.
Las fuerzas
armadas deben negarse a reprimir y a hacerse cómplices de políticas del poder
ejecutivo que incluyen armar a bandas civiles para amedrentar a la oposición.
En
este marco, el apoyo internacional es un factor de presión que eleva los costos
del camino dictatorial.
Pero no hay nada
que sustituya la resistencia activa y pacífica de la población y la guía del
liderazgo coherente con una estrategia.
Gisela
Kozak Rovero es escritora y profesora de la Universidad Central de Venezuela.
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