Enrique Guillermo Avogadro
“La gota horada la piedra no por su fuerza
sino por su constancia”. Ovidio
Dado la escasez de temas puntuales durante
esta semana, salvo la gira de SS Francisco a Chile y Perú, a la cual prefiero
no referirme, aprovecharé para volver a proponer un tema que me tiene
obsesionado desde hace años y sobre el cual he escrito muchas veces, obviamente
sin éxito alguno.-
Vivimos en la Argentina, aproximadamente, 42
millones de personas, de las cuales un 30% se encuentra bajo la línea de
pobreza.
En consecuencia, podemos considerar que aquí
hay menos de 30 millones de potenciales consumidores.
Si nos comparamos con Brasil, por ejemplo,
que ha duplicado su población en 50 años y hoy cuenta con 210 millones de
habitantes, o con China o India, donde hay muchos miles de seres humanos,
resulta fácil comprender que, entre nosotros, no puede florecer ninguna
industria que necesite gran escala para vender su producción a precios
competitivos.
Por ello, resulta necesario preguntarnos qué
debemos hacer para abrirnos al mundo, lograr venderle lo que fabricamos y,
sobre todo, cómo permitir a todos nuestros conciudadanos acceder a esos bienes,
cuando otros países los ofrecen a valores sensiblemente inferiores.
La receta es tan elemental y conocida que
resulta raro que aún no la hayamos aplicado.
La persistente falta de seguridad jurídica y,
hasta hace poco tiempo, también cambiaria, retrae a los capitales a la hora de
poner dinero en las empresas (decían: “aquí uno se entera si es rico o pobre por
los titulares de los diarios del día siguiente”).
Una de las consecuencias más graves de la
falta de inversión, local o externa, es que el sector privado no puede absorber
el millón de personas que sobran en el Estado entre sus tres niveles y, con
ello, impide resolver uno de los problemas más nefastos de nuestra economía: el gasto público desmesurado.
Esa posición de los industriales fue
razonable durante muchos años y, aunque la realidad está en un fuerte proceso
de cambio, todavía no conseguimos suscitar la confianza necesaria para que la
tan soñada lluvia de inversiones se concrete, salvo en el transporte aéreo y
las energías renovables.
Pero también es verdad que ellos no han
conseguido, salvo en contadísimas excepciones, lograr que sus productos
tuvieran características de singularidad que los hicieran apetecibles en los
mercados consumidores externos, ya que la industria local puede ser descripta
como ‘común’ y, sobre todo, poco competitiva.
Las asociaciones industriales, que pretenden
continuar viviendo en una economía cerrada, con protecciones que les garanticen
cazar en el zoológico o pescar en la bañadera, deben dejar de vendernos los
productos “caros” (no se justifica el precio) y pasar a exportar objetos
“costosos” (precio alto justificado por la calidad o la exclusividad) para
competir con Italia, con Francia, con Gran Bretaña, con Estados Unidos, etc..
¿Qué quiero decir con esto?
Muy sencillo: como hemos visto, no tenemos un
mercado interno de suficiente envergadura como para sostener una industria que
produce bienes escasos y ‘comunes’, y no podrá competir nunca con las empresas
textiles de otras geografías ni con las fábricas de calzado que producen para
cientos de millones de personas.
Entonces, ¿para qué seguir, como se ha hecho desde hace más de 60 años,
protegiendo a las industrias locales con medidas proteccionistas que nos
impiden a todos vestirnos o calzarnos a precios más bajos?
Lo que debemos hacer es comenzar a fabricar
productos de excepcional calidad, sin importar el precio.
Italia e Inglaterra carecen de grandes
rebaños bovinos y, sin embargo, son países reconocidos mundialmente por la
calidad de sus productos de cuero; y Suiza y Bélgica carecen de cacao, pero son
los mejores fabricantes de chocolate del mundo.
Si vamos a continuar protegiendo a la
industria nacional, hagámoslo sólo durante un breve lapso que deberá usar para
reconvertirse y ser capaz de competir, de igual a igual, en los mercados de
gran lujo y, por ello, reducidos. Si los cueros argentinos son los que llegan a
los países mencionados para ser allí curtidos y trabajados,
¿por qué no hacerlo aquí?, ¿la tecnología no
está disponible o nuestros operarios no son capaces?
Lo mismo ocurre con la industria de la moda,
en la cual Buenos Aires sigue siendo un atractivo faro en Latinoamérica.
El diseño y la calidad de nuestros tejidos
son reconocidos mundialmente y, sin embargo, no jugamos en uno de los mercados
más interesantes por la relación costo-beneficio.
No recuerdo que los buenos fabricantes de
zapatos italianos o ingleses, o los diseñadores de moda franceses reclamaran
subsidios o restricciones a la importación; ni siquiera que protestaran por las
imitaciones baratas que se venden en la calle.
Cuando Ferragamo o Bally o Church’s o Dior o
Louis Vuitton ofrecen su mercadería a cifras siderales no están tratando de
inundar mercados con sus productos, sino llegar con ellos a la gente que está
dispuesta a pagar sumas muy importantes por usarlos.
Sabemos que los relojes ‘de goma’ dan la
misma hora y valen pocos dólares; sin embargo, miles de personas están
dispuestas a pagar muchísimo por relojes ‘de marca’.
Por lo demás, tengo la más absoluta seguridad
de que, si la UIA usara esta receta, pronto los argentinos viviríamos mucho
mejor.
Y digo esto porque, por cuidar a los
trabajadores de la industria textil o la del calzado (ésta ocupa 50.000) que,
por lo demás, conservarían su empleo en las fábricas de excelencia, se impide a
los más pobres comprar camisetas chinas a $ 50 o zapatillas brasileñas a $ 200.
En una palabra: no se trata de cerrar
industrias o de discutir la distribución mundial del trabajo, sino sólo de
cambiar el perfil de nuestros productos.
Espero que, alguna vez, tanto la industria
cuanto el Gobierno escuchen, ya que el apoyo a esta transformación debería
convertirse en una verdadera política de Estado, indispensable para corregir
muchos de los males aquí descriptos.
En otro orden de cosas, el decreto de
Mauricio Macri que reglamentó la Ley de Educación modificó la representación de
los gremios docentes en la paritaria nacional, otorgando a cada central que los
nuclea la misma cantidad de asientos en la mesa.
Esa medida afectó gravemente a la CTERA, la
confederación de “trabajadores de la educación” (antes llamados “maestros”), con vocación por perpetuar un sistema
obsoleto y prebendario que utiliza a los chicos como rehenes, expulsa a los
alumnos de los establecimientos públicos y entorpece la gestión del Gobierno
para servir a los bastardos propósitos políticos del kirchnerismo destituyente.
Quien más sufrirá los embates de la protesta
contra la decisión será, seguramente, la Gobernadora de la Provincia de Buenos
Aires…
Pero no hay que preocuparse por ello, ya que
María Eugenia Vidal ha demostrado tener el coraje suficiente para enfrentar
cualquier situación conflictiva y superarla.
No puedo concluir sin recordar a los
integrantes del Poder Ejecutivo una frase que debiera atribuirse a Nicolás
Maquiavelo:
“En política, los crímenes
se perdonan; los errores no”…
A quien le quepa el sayo que se lo ponga.
Bs.As., 20 Ene 18
No hay comentarios:
Publicar un comentario