MANUEL M. MESEGUER
Son humanos, aunque en cuestiones de trabajo conviertan a las hormigas en perezosas cigarras.
Ir a un chino significaba hace años probar con los palillos la viandas exóticas. Ahora, además, es bajar al negocio de la esquina con la seguridad de que tendrán pan, ajos, los números para la tarta de cumpleaños o cualquier bebida, desde gaseosa a destilados. También, constatar en Cascorro y aledaños la pujanza de una comunidad para la que la crisis es una oportunidad de negocio.
Los chinos afincados en Madrid —de 40.000 a 50.000— mantienen un contumaz hermetismo que añade misterio al propio enigma de su silencio. Las dinastías, el comunismo de Mao o el «comucapitalismo» actual han esculpido, cincel sobre piedra, sus rostros impenetrables. Antes de que en España se perdiera uno solo de ellos, lo más cercano de su cultura eran los filmes de Fu Manchú o el juego de los chinos en la barra del bar. Silenciosamente, llegaron para quedarse mediante la apertura de restaurantes, comercios de alimentación, pisos patera y talleres clandestinos y se fueron expandiendo sigilosamente, con la suavidad del jade y la porcelana de sus maneras. Y con ellos, las tríadas, con su leyenda de violencia y muerte.
Su empuje comercial les llevó a adueñarse del polígono industrial de Fuenlabrada Cobo Calleja, así llamado en memoria de su fundador y original propietario, padre del vicealcalde Manuel Cobo. En los cientos de naves del mayor polígono chino de Europa, un verdadero Chinatown, a poco más de veinte kilómetros de Madrid, trabajan diez mil orientales y reciben diariamente la visita de 40.000 compradores. El doble quizás en vísperas de Navidad. Y apenas se les ve ni se les oye.
Se le atribuye a Napoleón la frase «que cuando China se levante, la tierra temblará»
Aunque mantenga el mutismo, ya se ha levantado.
Quizás la actividad sísmica de estos años no responda al vaticinio napoleónico, pero yo me tentaría la ropa antes de jugarme el aperitivo a los chinos.
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