"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

miércoles, 11 de enero de 2012

La nada y la nadería

Lars von Trier ha abordado la nada en Melancolía y le ha salido una nadería.
Kirsten Dunst (Justine) explica en un momento de la película que le cuesta avanzar porque siente un peso enorme en los pies que la mantiene detenida.
Y eso es, de ese peso se trata, que te frena y te agarra al sitio y te tumba, que te enfrenta a un mundo en el que nada tiene sentido.
Para qué moverse, para qué levantarse, no hay horizonte, nada sirve, solo está la muerte, una inmensa desolación, un vacío inescrutable y sin fin, una llanura inhóspita.
De eso debía tratar la película de Lars von Trier y la impresión que produce es la de haberse pasado.
La de haber querido ir demasiado lejos, como si la melancolía no tuviera entidad por sí misma y fuera necesario sacarla en procesión y hacerla desfilar con acompañamiento ensordecedor de bombos y platillos. Nada vale para quien se precipita en la melancolía, pero nada vale del mismo modo que todo podría valer. Las razones para encontrar solo vacío por doquier se sostienen en las mismas delicadas e imperceptibles razones por la que todo podría resultar lleno de sentido y pletórico de vitalidad.
Ahí está su misterio y eso es lo que muerde más hondo: que el peso de vivir resulta de pronto insoportable. 

Lars von Trier ha preferido trivializar ese vértigo y ese abismo dándole una explicación que seguro conmueve a cuantos adoran la retórica new age: hay melancolía porque hay un planeta que se no está viniendo encima y que va a destruirlo todo.
Hay, pues, razones concretas y rotundas, hasta matemáticas si se quiere, de que todo se va a ir al garete. Kristen Dunst, por tanto, no es que se haya visto postrada súbitamente en el mal, es que ha sabido intuirlo y adelantarse a su llegada.
Es más: hasta se permite salir al campo y desnudarse para recibir la luz de ese cuerpo celeste que nos va a destruir de manera definitiva.
Comprenderán que cuando uno observa esa secuencia, amén de quedar fascinado por el hermoso cuerpo de la actriz, se pregunta qué tipo de resortes operan en la cabeza de un director que, en trabajos anteriores, había sabido tocar con cierta ferocidad algunas inquietantes teclas de la condición humana.

Hay que decir unas cuantas cosas antes de seguir.
La película está rodada con primor, los escenarios elegidos tienen una belleza turbadora y la música de Wagner (el preludio de Tristán e Isolda) que utiliza Von Trier para irle dando pespuntes a su historia sirve ella sola para expresar la hondura inabarcable y desgarradora de la melancolía.
También conviene subrayar que Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg y Kiefer Sutherland defienden sus papeles con una dignidad tan grande y un compromiso tan profundo con la voluntad de hacer creíble la película que dan ganas, por el trabajo que despliegan, de creérsela.
Pero Lars von Trier lo pone muy difícil: en la primera parte, por ejemplo, introduce a un abyecto personaje para darle un poco de color a la trama, confirmando así hasta qué punto no se cree nada de lo que está haciendo.
Porque ya me dirán qué pinta el jefe de Justine y su cansino empeño de exigirle durante la celebración de su boda que le haga un eslogan esa misma noche.
Es más, coloca a un joven empleado para que la persiga en ese cometido.
No se lo van a creer pero, en pleno desparrame, el director los pone a follar (a Justine y al becario) en mitad de un campo de golf antes de terminar la fiesta.
Eso sí: con un plano desde las alturas para darle cierta sustancia: la novia, con la larga cola de su vestido blanco, cabalgando frenética sobre el adolescente bajo la luz de la luna.
¡Qué momento!


Hay un prólogo (ya lleno de citas y referencias cultas) y luego dos partes: la sofisticada fiesta de una boda con el fracaso casi inmediato del matrimonio incluido y la espera del desastre, la del choque del planeta con la tierra, que incorpora a un niño y a unos caballos alterados.
Me quedo con el humor.
Uno de los organizadores del jolgorio está tan quemado con los desplantes de la melancólica que decide no verla en toda la fiesta, y va de un lado a oltro tapándose los ojos en cuanto aparece.
Es una bobada, pero a algo hay que agarrarse ante tanta solemnidad vacua.

En un artículo reciente sobre la melancolía publicado en La Vanguardia, Josep Massot citaba una frase del libro de Robert Burton:
"Podemos contar hasta 88 grados de melancolía, ya que cada uno se ve afectado por ella de un modo distinto…".
Ahora habría que decir que son 89, si es que cuenta la película de Von Trier como un caso más, el de melancolía estomagante.

El rincón del distraído
José Andrés Rojo - Blog El País

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