Por
Vicente Massot
Decir
que el gobierno se halla en una situación delicada no representa una novedad.
Pero
que así sea se debe menos al resultado de sus presuntas flaquezas, la falta de
capacidad de sus elencos ministeriales o las indecisiones del presidente, que
al peso de un ajuste cuya puesta en marcha era inevitable pero cuyas
consecuencias —políticas y, al propio tiempo, sociales— no parecen haber sido
previstas, por los ganadores de los comicios de noviembre pasado, en toda su
envergadura.
Cualquiera
sabía que, ni bien se aposentaran las nuevas autoridades en la Casa Rosada,
resultaría imprescindible tomar una serie de medidas, de suyo impopulares.
Le tocó hacerlo
a Macri como lo hubieran tenido que realizar Scioli o Massa, en igual o muy
parecida proporción, de haber resultado uno de ellos el triunfador en las
elecciones presidenciales.
También
era de todos conocida la falta de conciencia de una parte significativa de la
sociedad respecto de las dificultades por venir.
Acostumbrados
como estaban los argentinos al modelo kirchnerista, quienes se daban cuenta de
su fin inevitable —una vez que cambiara el gobierno— eran los menos.
A
diferencia de 1989, cuando la hiper inflación obligó a Raúl Alfonsín a dar un
paso al costado, y del año 2011, cuando el default barrió a De la Rúa y a
Rodríguez Saá, entre otros, en esta ocasión no hubo explosión ninguna y, por lo
tanto, la dimensión del desastre que heredaría Macri resultaba clara sólo para
una minoría.
Cinco
meses después del tránsito de una a otra administración, el ajuste —como era de
esperar— se hace sentir de distinta manera, según cuál sea el sector social que
se trate, pero siempre con efectos desagradables.
Es
que, a semejanza de cuanto sucede con las operaciones médicas, no las hay sin
sangre, dolores y sufrimientos.
Los
ajustes indoloros no existen ni siquiera en las fantasías.
El
macrismo dice haberse preparado para hacer frente a las consecuencias más
nocivas del ajuste, si no para evitarlas —cosa imposible— sí para atemperarlas.
Y lo ha hecho a su manera. Prefirió —según dicen los entendidos, por consejo de
Jaime Durán Barba— no cargar demasiado las tintas sobre el kirchnerismo.
Contra
lo que aconsejaban los duros —por llamarlos así— el presidente sólo hizo una
mención del tema el 1º de marzo, en su discurso a la Asamblea Legislativa, y
una promesa de publicitar más adelante el resultado de la auditoría que se
realizaría acerca del estado del Estado, luego de los doce años de
administración K.
Sea
en razón de no herir la susceptibilidad del peronismo —que los había acompañado
a Néstor y Cristina sin abrir la boca— o en razón de que mirar para atrás les
parecía desaconsejable a los hombres de Cambiemos, lo cierto es que nadie
anticipó con claridad, desde Balcarce 50, lo que era menester hacer, aun cuando
tuviera costos sociales lacerantes.
Con
lo cual, a una situación de hecho grave se le sumó la inoperancia del gobierno.
No habló en el momento oportuno, no puso en claro las cosas y no quiso o no se
animó a decir la verdad. Ahora debe pagar por ello un precio importante.
¿Qué
tan importante?
Por
de pronto, es aconsejable ponerle un candado a los análisis catastrofistas.
No
hay a la vuelta de la esquina un estallido social, que sería el resultado de la
desesperación popular.
El Gran Buenos
Aires no se levantará un buen día, harto de soportar las inclemencias del
plan económico en marcha, y marchará hacia Plaza de Mayo para imponerle sus
condiciones al gobierno.
Puede que sea
este el sueño del intendente de La Matanza —que lo mencionó, y no
precisamente al pasar, un mes atrás, poco más o menos— pero ni siquiera como
sueño resiste el análisis.
Nadie
quiere ni está en condiciones de desestabilizar a Macri.
No
pasa por ahí el meridiano de la cuestión política de nuestro país.
En
realidad todos los actores —oficialistas y opositores por igual— piensan en los
comicios del año próximo.
La
prueba de fuego para unos y otros tiene, pues, fecha cierta:
Octubre
de 2017.
Perderlos
no significará despedirse, antes de tiempo, de la Casa Rosada.
Pero
el riesgo es que —si el candidato del oficialismo llegase a quedar atrás de
Massa, Randazzo, Scioli o Cristina Fernández, dentro de dieciséis meses en la
provincia de Buenos Aires— la posibilidad del macrismo de continuar en Balcarce
50 luego de 2019 se acortaría.
A
su vez, las banderías opositoras también jugarán una partida a suerte y verdad
en esa ocasión y en ese distrito electoral.
Este
es el motivo por el cual el peronismo ortodoxo y el massismo, después de apoyar
sin reparos la posición adelantada por el gobierno en punto al arreglo con los
hold–outs, decidieron tomar distancias y mantenerse equidistantes entre el
oficialismo, al que desean vencer el año que viene, y al kirchnerismo del cual
desean olvidarse.
Era
natural que esto sucediese en algún momento, y no es casual que se haya
producido por efecto del proyecto de ley antidespidos.
La
pulseada en que se hallan empeñados el gobierno y los partidos opositores
revela hasta qué punto aquél y éstos, en su derrotero, al par que desean salir
airosos están dispuestos a sentarse a negociar.
Excepción
hecha del kirchnerismo, ninguna de las demás corrientes políticas con asiento
parlamentario o grupos de presión —como el sindicalismo— de momento plantean
una estrategia en donde el conflicto eclipse totalmente a los acuerdos de
gobernabilidad.
Hay
posiciones diametralmente opuestas, es verdad.
Pero no se escuchan tambores de
guerra.
Aun
si Mauricio Macri debiese apelar al veto, ello no implicaría necesariamente
quemar las naves.
Desde
el momento en que anunció cómo procedería en el caso de que la ley se aprobase
tal como salió de la cámara alta, el
presidente quedó preso de sus palabras.
Mientras
retroceder sería contraproducente en términos del principio de autoridad,
avanzar y cumplir con su promesa también tendría consecuencias en términos de
la relación inestable con el peronismo ortodoxo y el Frente Renovador.
Macri
enfrenta un dilema.
De
eso se trata la política…
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