OPINIÓN
Las
escuelas de periodismo tienen como norma fundamental enseñar tres principios
básicos:
Decir
la verdad, ser claros, ser instructivos.
Tres
principios que a primera vista se los puede ver como elementales y muy valiosos.
Así
tiene que ser.
El
periodismo está para eso, para decir la verdad, para decirla de tal manera que
se la entienda y, de paso, para aportar datos que puedan ser útiles.
Lo
malo es la forma en que estas enseñanzas se aplican.
Decir
la verdad, la verdad objetiva, la verdad evidente, es, en la mayoría de los
casos, una forma de engañar.
El
periodismo se limita a decir la verdad, y todo lo demás corre por cuenta
nuestra.
Los
argentinos tenemos la curiosa costumbre de
confiar en periodismo libre, al periodismo independiente, al periodismo
que expresa sus propias opiniones-
El
Estado no puede ni debe de manera alguna limitar ni obstaculizar esa
independencia que es imprescindible para la vida en democracia.
Menos
aún tratar de presionar en forma inconcebible a la Justicia que es uno de los
poderes del Estado.
Las
sociedades tienen esencias que es necesario mantener para su vida, para su
permanencia, para que siga siendo satisfactorio pertenecer a ellas.
Características
relacionadas con sus costumbres, con sus tradiciones y, sobre todo, con la
moral.
A
la pérdida y al falseamiento de estas conductas y libertades que se han visto
como sanas, deseables, estimables, ejemplos a exponer para ser imitados, es a
lo que en general llamamos corrupción.
Pero lo que vivimos en sociedad esperamos que esos principios elementales no desaparezcan,
que sigan latentes, para bien de
nuestros hijos, de nuestra patria y del futuro.
El
Estado no tiene la función de constituirse en maestro de moral, aunque sí tiene
la obligación de aplicar aquella recibida por la sociedad y reconocida por sus
miembros esclarecidos y además el Estado tiene la obligación de no
patrocinar las corrupciones de la moral que aparecieran entre los funcionarios
-sobre todo, los altos funcionarios- que se desempeñan en su administración.
Que
algunas inmoralidades se verifiquen, se denuncien, y que el Estado dé vuelta la
cara como diciendo “nada tengo que ver con esto” es, en la práctica, lo mismo
que patrocinar, promover, apadrinar la inmoralidad, que queda expuesta ante la
ciudadanía sin que nada la evite ni la corrija.
A las
autoridades, para que hagan respetar el orden, se les concede el monopolio de
la fuerza.
Si
ese monopolio no se ejerce entonces imperará el caos y tendremos que olvidarnos
del Derecho.
La
moderna doctrina, sin embargo, considera que el juez, en su función de hacer
justicia, debe ser totalmente independiente, tanto externamente – de los políticos, gobernantes, legisladores y
cualquier otro ente ajeno – como internamente, de los jerarcas judiciales
cuando actúan en funciones administrativas. Esa independencia significará que
el juez decidirá racionalmente el caso en su conocimiento con la aplicación de
la norma jurídica y el espíritu que le da su sustento real, procurando hallar
la recta solución, según su convicción, lo que resultará, además de legal, ante
todo justo.
Con
ello se concibe al juez como lo que es:
Un
ser humano que, pese a su alta investidura, tiene su propio bagaje de ideas,
valores, pensamientos, sentimientos, actitudes y aptitudes y una concepción del
mundo, temporal y espacial.
Lo
anterior sí es acorde con la dignidad del juez, con sus errores, defectos y
prejuicios, pero también con la debida formación en la materia jurídica y
afines, y con claros y firmes principios éticos y morales, intachables, que le
hacen merecedor, ante el colectivo social, de absoluta confianza en sus
sentencias.
Se
concibe al juez en su auténtica independencia, de modo que sus resoluciones
sean realmente imparciales, consecuentes con un sistema democrático de derecho,
de modo que no se le niegue su identidad, intimidad, raciocinio, inteligencia y
perspectiva política del mundo en que actúa.
En
suma, su condición de ser racional, con lo que se logrará un juez activo y
participante en lo que debe ser su primigenia función:
Ser
sujeto productor del derecho, al integrarlo constantemente a la realidad
circundante diaria.(Desiderátum de la función judicial)
Ahí
está, precisamente, el meollo de la cuestión:
Si
el juez es verdaderamente independiente, externa e internamente, no tendrá que
cubrirse con el falso ropaje de una imparcialidad malentendida y sus
decisiones, sin duda, serán acordes con el régimen democrático, al que da
sustento y mantenimiento en su indiscutible rol político y social.
Será
un juez libre y garante de una verdadera justicia...
DR. JORGE B. LOBO ARAGÓN
jorgeloboaragon@hotmail.com
jorgeloboaragon@gmail.com
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