Carlos Mira
En otra de sus recientes rutilantes apariciones -y me voy a referir a la famosa referencia al árbol genealógico de América Latina porque la grosería me supera- el presidente dijo que la Argentina se parece cada vez más a un país pobre.
El
tono de Fernández al decir la frase es lo que me gustaría destacar aquí: el
presidente transmitía la sensación del deber cumplido, de la tarea completada.
En cierto sentido, podía advertirse en su voz la cadencia del que comenta un
logro alcanzado.
¡Y
no es para menos!
La
Argentina fue un país rico, quiero decir, un país en donde su gente aspiraba a
la riqueza, al progreso, a avanzar en la pirámide social.
Al
término de la Segunda Guerra Mundial, el PBI de la Argentina superaba el PBI
combinado de toda América Latina. Allí llegó el peronismo.
El
resto de la historia ya la conocemos.
El
país inició un camino voluntario hacia el empobrecimiento y el embrutecimiento
que no abandonó desde aquel momento hasta ahora.
La
Argentina elogió la pobreza, la elevó a un pedestal moral que se traducía como
aquello que debía imitarse, como aquello que estaba bien.
La
riqueza empezó a ser mal vista.
El
esfuerzo por buscarla, algo comparable al egoísmo.
El
mérito por conseguirla, ignorado y denigrado.
La
riqueza era mala; la pobreza, buena.
Pero hubo algo más grave en todo este proceso: se le transmitió subliminalmente a la gente la idea de que ellos no estaban para mejorar, que no estaban para hacerse ricos, que no estaban para soñar, que los sueños eran para otros, pero no para todos.
Fue
un goteo constante, un mantra: “no importa lo que sueñes, no importa lo que
visualices como lo que te agrada y quieres alcanzar: eso no es para ti…
Tú
estás para ‘esto’ y nada más, no puedes aspirar a más; es más, está mal que
aspires a más”.
Este mantra no se quedó en el campo de las abstracciones.
Inmediatamente
se trasladó a la legislación positiva que identificó a los impuestos como el
vector más directo para que la gente entendiera el mensaje de pobreza.
La
carga fiscal empezó a castigar a aquellos a los que les iba bien para que no
quedara ninguna duda de que si alguien asomaba la cabeza, la ley se las iba a
cortar.
Destruir los sueños de una sociedad es el mayor crimen que un gobierno puede cometer.
El
mundo conoce una frase que ha pasado a ser poco menos que una frase hecha, algo
que sale como de modo automático de la mente de cada uno.
Cuando
uno dice “Fulano pudo cumplir el sueño (….)” todo el mundo sabe que la oración
se completa con la palabra “americano”.
En
efecto, “el sueño americano” es una especie de horizonte que millones de
personas se han trazado en la vida y que una tierra les ha permitido cumplir.
Los
Estados Unidos han sido definidos como la tierra de las oportunidades: una
tierra en donde si tienes un sueño y te esfuerzas por él, si trabajas por él;
si trazas un plan para alcanzarlo, entonces todo el sistema está preparado para
ayudarte a que lo alcances.
Millones de circuitos invisibles de la sociedad se ponen en marcha cuando una persona tiene un sueño.
No
importa el tamaño del sueño o las condiciones de factibilidad que el sueño
tenga a priori.
Lo
importante es que el sueño exista y que a su lado también aparezcan la
determinación, el esfuerzo y la decisión de conseguirlo.
Una señal imperceptible se lanza al microcosmos norteamericano en ese instante: las fuerzas de la alegría, del entusiasmo, de la fe, del positivismo y hasta las de la propia ley se ponen en marcha para que el sueño se cumpla. Pero, insisto: la primera condición es que el sueño exista, sin importar su dimensión o importancia; sin que influya el hecho de que ese sueño entrañe mejoras materiales o espirituales.
Solo
es necesario que exista para que la señal parta hacia el Universo y el Universo
actúe.
La
Argentina iba camino de imitar ese modelo.
El país
ya había adoptado y adaptado la Constitución de los Estados Unidos cuando
decidió acabar con la guerra civil y, finalmente, organizarse como un Estado
civilizado.
Pero más allá de esa mimetización
jurídica, el país había logrado imitar las conductas y la pirámide de
recompensas y castigos para la vida cotidiana.
En 1889, cuando en París se celebró la Exposición Universal como parte de los festejos del Centenario de la Revolución Francesa, el pabellón argentino deslumbró al mundo, por su arquitectura de avanzada y el despliegue de su opulencia.
Y
lo digo sin sonrojarme: de su opulencia.
La
Argentina comenzó a aparecer en los libros de texto como “los futuros Estados
Unidos del Sur”.
De
allí hemos pasado a que la opulencia sea un motivo de vergüenza.
Hasta
los mensajes presidenciales han dicho que “sienten vergüenza por la ‘opulencia’
de la Ciudad de Buenos Aires”.
Parece
que preferirían verla convertida en otra villa miseria como las muchas que su
mentalidad ha fabricado a lo largo y ancho del país.
De ser el país del hemisferio sur que atraía brazos e inteligencias que venían a “hacerse la América” y a cumplir sus sueños, la Argentina pasó a ser un país frustrado, enojado, lleno de rabias y de caras de culo, en donde casi todo el mundo es infeliz y en donde los que no lo hicieron aun, piensan en irse.
Soñar
está en la condición humana y solo los países que logran llevar a su orden
jurídico positivo un sistema de estímulos compatible con la naturaleza del
hombre, progresan.
Los que
se rebelan contra esa naturaleza (y romper los sueños es una manera de hacerlo)
van directo a la miseria.
Tal como le pasó a la Argentina.
Solo
que ahora, por el tono del presidente, parecería que hay que sentirse orgulloso
por eso...
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