Finalistas.
Alfonsín hoy es el opositor con más chances de confrontar con Cristina.
Ella ataca a los medios para ningunear a sus rivales políticos.
Por James Neilson *
Revista: NOTICIAS
En algunos países, las campañas electorales están dominadas por debates sobre trivialidades como la marcha de la economía, la política externa, la seguridad ciudadana, la corrupción y las propuestas de los candidatos.
En la Argentina actual, lo que más importará a la hora de votar será la relación emotiva de cada uno con la imagen que tiene de Cristina, lo que hace que todo sea mucho más sencillo.
Parecería que a una franja muy amplia de la sociedad le encanta el estilo de gobierno
caprichosamente personal que caracteriza la gestión cristinista.
A pocos les molesta que la Presidenta maneje el movimiento heterogéneo que se ha aglutinado en torno de su imagen pública y la de su finado marido como si fuera una dictadora, ya que dentro del kirchnerismo no puede encontrarse nada que podría calificarse de democracia:
Cristina puede agregar nombres a las listas electorales y borrar otros sin sentirse obligada a dar explicaciones a nadie.
Tampoco preocupa a muchos que se haya apropiado –por enésima vez– de la cadena nacional de radio y televisión para confirmar que sí buscaría la reelección.
Aquí, el espíritu monárquico está vivito y coleando.
Afecta no solo a los cortesanos obsecuentes que rodean a la reina, obedeciéndole sin animarse a chistar, sino también a aquel 40 por ciento aproximadamente de la población que, según algunas encuestas, se ha propuesto dejar el país en sus manos hasta por lo menos diciembre del 2015.
Así, pues, el resultado de las elecciones dependerá de factores que tienen más que ver con el estado de ánimo de “la gente” que con la eventual idoneidad de los aspirantes a gobernar la Argentina, y ni hablar de la eventual coherencia de sus propuestas.
La compasión que tantos sienten por Cristina desde que murió su esposo ha podido más que la inoperancia tragicómica del Gobierno que encabeza.
Es posible que los escándalos escabrosos que sus “aliados estratégicos” de agrupaciones que se han apropiado de la causa de los Derechos Humanos hagan mella en el blindaje que le supone la solidaridad de los muchos que se sienten obligados a respaldarla porque es una viuda que apenas puede ocultar su tristeza, pero no hay ninguna garantía que tengan el efecto que sería razonable prever.
Según algunas encuestas de opinión, ha bajado últimamente la intención de voto atribuida a Cristina debido a la caída en desgracia de Sergio Schoklender y la reyerta vergonzosa que estalló en el INADI entre el ex jefe del organismo Claudio Morgado y la militante kirchnerista María Rachid, pero no lo bastante como para costarle un triunfo en la primera vuelta de las elecciones.
Lo lógico seria que en términos políticos el drama personal de Cristina la perjudicara.
Gobernar es un trabajo de tiempo completo, de suerte que sería de suponer que hasta los militantes más entusiastas del “proyecto” oficialista estuvieran preocupados al verla tan distraída por sus propios problemas que descuida sus tareas diarias.
Pero la lógica es una cosa y la política es otra muy distinta.
Lejos de perjudicar a Cristina, su viudez y la sensación de que su salud le está ocasionando dificultades le han permitido reconciliarse con muchos que, antes de aquel día de octubre del año pasado, pensaban que no estaba a la altura de las expectativas de quienes la habían apoyado en el 2007.
No es que su gestión haya mejorado a partir de la muerte de Él.
Antes bien, se ha hecho llamativamente peor.
Sin embargo, pese a la ineptitud irrisoria de ciertos subordinados y al despilfarro anárquico del dinero aportado por los contribuyentes que es la característica más notoria del gobierno kirchnerista, cuando no del “modelo” como tal, Cristina sigue dominando la imaginación nacional.
¿Es porque es carismática?
Nadie lo cree.
¿Es porque sus admiradores la creen una estadista nata, o una intelectual brillante?
Tampoco.
¿De qué se trata, pues?
Tal vez del miedo a la normalidad, del temor a que ningún gobierno podría ser mucho mejor que el de Cristina y que por lo tanto hay que resignarse a lo ya conocido.
A diferencia de lo que sucede en los Estados Unidos, el país cuyo sistema político ha servido de modelo para la Argentina, la ciudadanía no tendrá muchas oportunidades para familiarizarse con el pensamiento y la capacidad personal de quienes se proponen gobernarla.
Antes de llegar a la Casa Blanca, Barack Obama, lo mismo que sus rivales, tuvo que participar de un centenar de debates televisados y ser entrevistado vaya a saber cuántas veces por expertos.
Felizmente para ellos, los candidatos y precandidatos argentinos no se ven constreñidos a someterse a una ordalía parecida.
De quererlo, pueden limitarse a pronunciar arengas rudimentarias ante muchedumbres rentadas que baten bombos y gritan consignas más rudimentarias aún.
Mientras tanto, el Gobierno está haciéndose cada vez más hermético.
Luego de ocho años en el centro del escenario político, poco se sabe de lo que realmente piensa Cristina.
Antes de las elecciones del 2007, dio a entender que una vez elegida se dedicaría a mejorar la calidad institucional, pero pronto descubrió que no le convendría en absoluto permitir que el panorama político se hiciera menos caótico.
Condenada por las circunstancias a ser populista, la Presidenta ha tenido que luchar por mantener a raya la racionalidad.
También ha cultivado el misterio hasta tal punto que los deseosos de averiguar lo que está pasando por su mente se asemejan a aquellos kremlinólogos de otros tiempos que analizaban minuciosamente la proximidad física a Stalin de sus colaboradores cuando se celebraban desfiles militares en busca de señales que les permitieran saber qué estaba pasando en la Unión Soviética.
Una sonrisa presidencial inesperada puede decirnos más que un nuevo discurso.
Con la ayuda entusiasta de cohortes de militantes rencorosos, Cristina se ha concentrado en vender un “relato” supuestamente épico, invitando –con frecuencia, obligando– a la clientela electoral del oficialismo que está constituida en buena medida por los “excluidos” –mejor dicho, expulsados– del conurbano bonaerense, a participar como soldados rasos en una guerra fantasiosa contra los acusados de impedirles entrar en la tierra de promisión de la sociedad de consumo.
Los moviliza a fin de inmovilizarlos, de apaciguarlos repartiendo subsidios módicos y la ilusión de que el activismo político ya ritual de asistir a actos organizados por dirigentes políticos o sindicales, terminará reportándoles beneficios concretos permanentes.
Los hay que dicen que los kirchneristas han ganado “la batalla cultural”, que “el relato” confeccionado por Cristina y los suyos se ha convertido en algo así como el sentido común de los argentinos.
Es de esperar que se hayan equivocado.
Caso contrario, al país le aguardarán años más, acaso muchos más, de decadencia, deterioro institucional, escapismo facilista y de conformarse con promesas que nadie toma en serio en lugar de logros auténticos.
El populismo, porque es de eso que se trata, es una poción que sirve para hacer más tolerable el fracaso colectivo atribuyéndolo a la malignidad ajena.
La Argentina es adicta a él desde comienzos del siglo pasado.
A partir de entonces, todos los gobiernos –radicales o peronistas, militares o civiles, da igual– han sido populistas.
De un modo u otro, se han comprometido a defender “lo nuestro” contra las fuerzas oscuras que, según ellos, por envidia procuraban arrebatárselo.
Es lo que está haciendo Cristina cuando habla con pasión –es de suponer sincera– de defender “el modelo”, es decir, la versión actual del orden corporativista tradicional en que una minoría pudiente, que incluye a la llamada clase política y sus aliados del sindicalismo, vive muy bien y la mayoría queda atrapada en la pobreza.
Últimamente, Cristina nos ha asegurado repetidamente que en el fondo, lo que quisieran los indignados europeos, comenzando por los españoles, portugueses y griegos, es un futuro como el que les espera a sus coetáneos argentinos; lo entienda o no, la verdad es que lo que más temen es el espectro de la argentinización que está flotando sobre la periferia de la Unión Europea.
Para la oposición, fragmentada como está en media docena de facciones que desconfían las unas de las otras, enfrentarse con el conservadurismo kirchnerista disfrazado de progresismo está resultando ser muy difícil.
Las críticas tremendas que formulan no surten efecto.
Para desalojarlo del poder, tendría que convencer a por lo menos una franja de los habituados a confiar en la benevolencia del Gobierno de que el proyecto al que alude Cristina es una empresa meramente personal de la que no recibirán nada y que, de todos modos, la Presidenta ha perdido interés en gobernar, razón por la que sería mejor que regresara a Santa Cruz.
Con todo, aunque parece poco probable que los candidatos opositores, de los que el mejor ubicado por ahora es el radical Ricardo Alfonsín, logren avanzar mucho en base a sus propios méritos, podrían hacerlo merced a la propensión de los vinculados con el esquema kirchnerista a involucrarse en episodios bochornosos por creerse por encima de las reglas éticas que tienen que acatar los mortales comunes.
Aunque ningún aspirante opositor da la impresión de estar en condiciones de triunfar en octubre, si Cristina tiene que arriesgarse en una segunda vuelta, uno podría alzarse con las llaves de la Casa Rosada.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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