Flaca.
Cristina con su silueta de los revolucionarios '70
Las fiestas de este fin de año serán las más
austeras de la era K.
Por James Neilson*
Ilustración: Pablo Temes
No es un momento fácil para los esforzados coautores
del relato de Cristina, este culebrón conmovedor, lleno de episodios
imprevistos, que nos ha mantenido cautivados durante años.
Dicho relato ha girado en torno a la lucha, hasta
ahora triunfal, de los protagonistas, el fallecido Néstor Kirchner y su esposa,
una idealista que se formó en los años setenta, por defender al pueblo contra
una horda de neoliberales malignos, oligarcas, golpistas, especuladores y otros
sujetos al servicio de oscuros intereses foráneos que quieren depauperarlo
sometiéndolo a un “ajuste”.
Puesto que Cristina se ha comprometido una y otra
vez a no ajustar nada, e incluso ha advertido a sus poco inteligentes homólogos
extranjeros que cometerían un error imperdonable si lo hicieran en sus propios
países, el Gobierno que encabeza se ve obligado a elegir entre seguir gastando
cada vez más dinero en un intento desesperado de correr más rápido que la
inflación y gastar menos, o sea, ajustar.
Por ser imposible la primera alternativa, no le cabe
más opción que la de ajustar, pero por razones evidentes tiene que decir que
está haciendo otra cosa.
Es todo un desafío.
Los relatores oficiales han probado suerte con
“sintonía fina”, calco de una expresión inglesa –fine tuning– que fue usada
hace décadas por personajes como el presidente norteamericano Richard Nixon
cuando se encontraban en apuros.
Suena mejor que ajuste pero nadie ignora que solo se
trata de un eufemismo, uno que ya se ha visto puesto en ridículo por quienes
han señalado que es absurdo pedirle a alguien como Guillermo Moreno sintonizar
el modelo con la delicadeza insinuada.
Conscientes de que sería necesario algo más que
buscar sinónimos de connotaciones menos alarmantes que las de “ajuste”, algunos
propagandistas han tratado de dar un toque épico a la quita de subsidios que
tendrá el impacto de un fenomenal tarifazo: otra palabra fea y por lo tanto
prohibida.
Los voceros de Cristina insisten en que lo que en
verdad tiene en mente es redistribuir el ingreso a favor de los menesterosos.
Con más imaginación aún, el Gobierno ha invitado a
los ciudadanos a “renunciar al subsidio”, como si se tratara de un aporte
patriótico, ayudando así a prolongar la vida del modelo que según los
kirchneristas es una parte irrenunciable del patrimonio nacional y popular.
Aunque en la Argentina y otros países de cultura
cívica similar es tradicional que los impuestos sean en efecto voluntarios, de
ahí la costumbre difundida de evadirlos, el Gobierno actual, como sus
antecesores, siempre se ha afirmado contrario a la modalidad simpática así
supuesta.
La tarea que enfrentan Cristina y sus equipos
mediáticos se ha visto complicada por el hecho, por desgracia innegable, de que
la gestión kirchnerista ya está en su noveno año.
Se hereda a sí misma, lo que es una experiencia
insólita para una populista programada para suponer que es de su interés legar
a su sucesor un “país en llamas” porque en tal caso podrá encabezar las
protestas contra los esfuerzos por apagar el incendio.
Mal que les pese a los kirchneristas, no pueden
culpar a ningún opositor torpe por la proliferación selvática de subsidios, por
la resistencia principista a invertir en energía, con el resultado de que en
adelante será preciso importarla a precios internacionales, por una tasa de
inflación “de supermercado” que está entre las más altas del planeta, y por la
importancia fundamental para las cuentas gubernamentales de las vicisitudes del
precio de un yuyito tan despreciable como la soja.
Para la nueva generación, el “neoliberalismo de la
década de los noventa”, según el relato responsable de tantos males, ya queda
casi tan distante como la derrota de las huestes de Juan Manuel de Rosas en la
batalla de Caseros que, según Cristina, privó a la Argentina de la posibilidad
de erigirse en una superpotencia industrial equiparable con Estados Unidos.
Tampoco les es dado a los kirchneristas acusar al FMI de haberlos forzado a
sacrificar al pueblo en aras de los números.
Así y todo, los guionistas gubernamentales todavía
cuentan con dos símbolos del mal: el mercado y el mundo.
Rabiar contra la tiranía del mercado, este monstruo
de mil cabezas que se divierte ensañándose con gobiernos solidarios y que,
según parece, no quiere para nada a los deudores, se ha puesto de moda
últimamente en los Estados Unidos y Europa, pero escasean los mandatarios
extranjeros que, como hizo Cristina a mediados de su gestión, atribuyen los
problemas económicos locales al “mundo” en su conjunto.
A lo sumo, critican a países determinados; los
norteamericanos, a China y a los miembros de la Unión Europea; los europeos a
los Estados Unidos y China; los chinos a los occidentales.
Cristina dirigirá sus dardos retóricos contra todos.
¿Funcionará?
Pronto sabremos la respuesta.
Aunque los “ortodoxos” y los no tan “heterodoxos”
locales, aleccionados por la experiencia, son reacios a vaticinar desastres, no
sorprendería demasiado que “la sintonía fina” que está en marcha resultara ser
mucho más dolorosa de lo que los más pesimistas se animan a profetizar, ya que
millones de familias verán reducido abruptamente su poder adquisitivo.
Pues bien: mientras que en Europa hasta los
contestatarios más furibundos entienden que cierta austeridad es necesaria, y
en los Estados Unidos los “populistas” del Tea Party están clamando por cortes
salvajes, aquí Cristina y sus acompañantes se han encargado de enseñarnos que
los ajustes no solo son crueles sino que también son contraproducentes porque
nunca sirven para nada.
Puede que sea inconcebible un buen relato sin que
los protagonistas tengan que enfrentar dificultades con entereza ejemplar, pero
en la versión preferida por la Presidenta el dolor ha de ser exclusivamente
personal.
Su misión consiste en traer felicidad consumista a
la gente, no en ordenarla soportar con estoicismo un período tal vez largo
signado por la estrechez.
No es ningún secreto que ciertos kirchneristas con
inquietudes intelectuales creen que en última instancia todo depende del
“relato”, de la forma en que la mayoría interpreta lo que está sucediendo.
Para ellos, el que en octubre el 54 por ciento haya
votado por Cristina significa que ganaron lo que llaman la batalla cultural,
que la Argentina es un país irremediablemente kirchnerista.
Otros opinan que aquel triunfo se debió menos al
eventual encanto del relato oficial que a la sensación de que la economía
marchaba bien y que por lo tanto sería insensato dejar que algún que otro
opositor improvisado arruinara todo.
De estar en lo cierto aquellos, al Gobierno le será
suficiente convencer a la gente de que lo que los malintencionados dicen es un
ajuste feroz es en verdad un esfuerzo por alcanzar un mayor grado de equidad
social y oponérsele sería reaccionario; si tienen razón estos, los
costos políticos de la sintonía fina podrían ser aún
mayores que los ocasionados por la guerra contra el campo que casi puso fin a
la primera gestión de Cristina.
¿Resultará capaz el relato kirchnerista de derrotar
la realidad económica?
Es poco probable.
Podría hacerlo si, como los inventados por una larga
serie de sectas revolucionarias, hiciera de la austeridad un deber colectivo,
una etapa por la que sería necesario transitar con heroísmo y disciplina antes
de llegar por fin a la tierra de promisión soñada, pero el de Cristina no
incluye nada que sea ni remotamente parecido.
Por el contrario, es facilista.
Los únicos que tendrían que sufrir para que todos se
beneficien son los malos: los especuladores, empresarios extranjeros, bonistas,
militares y, desde luego, los neoliberales.
Así las cosas, adaptar el relato para los tiempos
que ya están empezando no será del todo sencillo.
Lo entienden Cristina, Amado Boudou y otros.
Luego de habernos asegurado de que la Argentina,
blindada por un modelo genial, podría navegar sin peligro en medio de una gran
tormenta internacional en que países enteros –Grecia, Italia, Portugal, España,
seguidos por otros que aún se creen a salvo– podrían irse a pique, nos dicen
que deberíamos prepararnos para algunos choques ingratos.
Para más señas, hace poco Cristina sorprendió a
muchos al pronunciar la palabra “inflación”.
A esta altura, todos sabrán muy bien que les hubiera
convenido llamar la atención antes a los riesgos que se acercaban con rapidez,
pero por motivos electoralistas decidieron minimizar el significado de lo que
ocurría en latitudes menos afortunadas.
Desgraciadamente para el Gobierno, ya es tarde para
que reemplace el relato que a juicio de los ideólogos lo ha hecho hegemónico
por otro un tanto más realista, uno que le permitiría enfrentar las críticas de
quienes lo acusarán de engañar al electorado prometiéndole de que en la
Argentina por lo menos nunca habrá más ajustes.
Peor aún, parecería que la fase de crecimiento
“chino” está por terminar y que en los meses próximos la actividad económica se
frene de golpe debido a la baja repentina del consumo y la falta de crédito, lo
que, huelga decirlo, no sería suficiente como para persuadir a los jefes
sindicales de que, dadas las circunstancias, deberían conformarse con aumentos
salariales módicos a pesar de que la inflación ya haya devorado los conseguidos
apenas medio año atrás.
* PERIODISTA y analista político, ex director de
“The Buenos Aires Herald”
Fuente: Revista NOTICIAS - Nº 1823
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