Los peligros de postular una matriz nacional única y excluyente
Por Luis Alberto Romero | Para LA NACION
Nuestro país padece de un nacionalismo patológico, instalado en el sentido común de sus habitantes. Un sentimiento que gobierna sus juicios y sus prejuicios. Que combina soberbia con paranoia y demanda la unidad del pueblo detrás de su gobernante -quienquiera que sea- contra el enemigo y sus agentes, que frecuentemente son otros argentinos.
No siempre fue así.
En el siglo XIX la nación argentina -como otras en su tiempo- se construyó impulsada por un nacionalismo constructivo e integrador, que convocó a todos los hombres del mundo, sin distinciones, dispuestos a vivir bajo su Constitución. Pero luego -aquí y en el mundo- el nacionalismo fue atrapado por la idea de la unidad de la nación, y la existencia de un elemento común y homogeneizador, esencial y eterno, que empezó a ser conocido como "ser nacional". Curiosamente, se lo invocó con éxito en una sociedad de inmigrantes, heterogénea y plural.
El nacionalismo agregó un matiz interesante a nuestra cultura. El criollismo -muy cultivado por los inmigrantes- valoró la música y las danzas del país; se descubrió el mérito del Martín Fierro ; se reflexionó sobre las diferencias entre la lengua argentina y la castellana, y sobre otras muchas cosas. Fueron debates ricos e iluminadores, en los que sin embargo anidaba una serpiente: la voluntad de encontrar una matriz nacional única y distintiva y declarar que lo que no coincidía con ella debía ser desechado y enviado al rincón del cosmopolitismo o la extranjería.
En el fondo, se trataba de una puja política: quién era el que imponía su definición de nacionalidad. En ella ingresaron actores de más peso que los literatos y artistas, que le dieron al nacionalismo una proyección militante y agresiva. La Iglesia, luchando contra la modernidad y el liberalismo, afirmó que la Argentina era esencialmente católica. El Ejército, en pleno ciclo ascendente, se proclamó defensor de una nacionalidad arraigada en el territorio cuyas fronteras defendía. El peronismo se proclamó la expresión total de la nación y de su pueblo.
La combinación de estas tradiciones nacionalistas nos legó un par de compuestos ideológicos duros y poderosos. Primero el nacional catolicismo de la espada y la cruz, cuyas consecuencias padecimos hasta el fin de la última dictadura. Luego, el peronismo integró el nacionalismo con el populismo. No necesita mucha caracterización: escuchamos su voz a diario en las tribunas oficiales.
El nacionalismo tiene muchas caras pero un núcleo esencial, que es político antes que ideológico: hay alguien que se arroga el poder de definir la Nación sagrada, y consecuentemente el poder de condenar a los otros, a quienes califica de antipatriotas o, peor aún, apátridas. Esta palabra, común durante la última dictadura, ha vuelto a circular, y en boca de personajes conspicuos. En 1983 pareció que la Argentina democrática y republicana tomaba distancia de ese nacionalismo malsano. Hoy queda poco de aquel resurgimiento pluralista; el nacionalismo esencial se impone y hasta encajona a sus mismos críticos.
Estoy convencido de que debemos tomar distancia de todo lo que hoy evoca este nacionalismo. La misma palabra, de origen noble, me parece ya irrecuperable, manchada por las connotaciones que le han agregado el chauvinismo, el integrismo católico, el militarismo y, sobre todo, el populismo. Pero necesitamos denominar de alguna manera el sentimiento que, desligado de toda esa herencia perniciosa, une a quienes vivimos en el país, porque nacimos aquí, o vinimos, o decidimos quedarnos. Necesitamos una palabra más adecuada para expresar dignamente esa cohesión espiritual que forma parte de la existencia de una comunidad nacional.
Tenemos disponible la palabra patriotismo. No está exenta de antecedentes cuestionables. Basta pensar en la Liga Patriótica de 1919 o en cierto uso que hoy se insinúa. Pero a la vez está llena de resonancias muy adecuadas para la nación que algunos queremos construir, y para los combates que debemos librar. Evoca la república romana, la virtud del ciudadano y la dignidad del servicio público, el cursus honorum , antes de que los procónsules se sintieran autorizados a "hacer una diferencia". También evoca los primeros tiempos del país argentino que se hacía de a poco, cuando la patria no era un ente abstracto que exigía sacrificios insensatos y justificaba acciones aberrantes, sino un terruño, el lugar de donde era cada uno y de dónde eran los padres. Podemos verlo como un término a la vez austero, cálido e inofensivo, adecuado para fundamentar el sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional.
Quienes queremos una Argentina democrática, plural y convivial, fundada en la ley, deberíamos trabajar sobre esa palabra y adecuarla a una sociedad como la nuestra, donde los hijos del terruño no son tantos y donde las patrias, en su sentido literal, son muchas y lejanas, porque la mayoría de nuestros ancestros llegaron y se quedaron, y otros muchos argentinos están llegando ahora mismo, desde China o desde Perú. Los argentinos somos diversos, y eso es bueno. Tenemos distintas costumbres, creencias, tradiciones, lenguas, credos religiosos e ideas políticas. No pretendamos homogeneizarlas, sino encontrar un modo civilizado de convivencia, que haga de la diferencia una virtud.
Entre tantas diferencias, hay algo que los argentinos tenemos en común, de modo categórico: un acuerdo para vivir bajo una misma ley. Un contrato político. Su base es la Constitución, sancionada en 1853 y ratificada recientemente. Ella establece derechos y deberes, y una reciprocidad. Los derechos deben ser reconocidos y cuidados por las autoridades. Los deberes deben ser cumplidos por los ciudadanos. Establece también un régimen republicano, federal y democrático; las tres cosas juntas y en armonía. Sobre ese contrato político se fundó el Estado, al que le hemos asignado la tarea de construir y defender el interés general.
Aquí el patriotismo comienza a jugar un papel importante. El Estado debe ser gobernado patrióticamente. No es fácil: hay que pensar en la virtud y resistir las tentaciones del poder, y hay que adecuar los principios a las cambiantes circunstancias, sin que la táctica lleve a dejar de lado la estrategia.
Los gobernantes patriotas tienen que articular los distintos intereses particulares con vistas al interés general. No pueden en cambio expoliar al Estado en beneficio propio o de los amigos, como es común hoy. Los gobernantes patriotas deben mantener el equilibrio entre los distintos poderes y atender especialmente a las instituciones destinadas a controlarlos. Los gobernantes patriotas deben salvaguardar los derechos de los habitantes, como por ejemplo el de transitar libremente, sin morir en la contienda.
En suma, el amor a la patria que algunos postulamos no es un sentimiento ciego y absoluto, ni tampoco una declamación. Debe fundarse sobre el Estado de Derecho y el acuerdo deliberado de los ciudadanos. Mira al pasado y al futuro, pues la patria es a la vez un legado y una tarea. Cada uno de nosotros recibimos la patria que construyeron nuestros antecesores. Nuestra tarea es mejorarla y no simplemente perpetuarla; mucho menos, someternos a supuestos mandatos. Para eso tenemos que conocer su historia, con sentido crítico. Tenemos que tomar distancia de los mitos sobre el pasado, que suelen encubrir propósitos políticos nefastos. Tenemos que reconocer que su formación resultó de un proceso contradictorio y zigzagueante, sin grandes héroes ni grandes villanos.
En una patria de ciudadanos, cada nueva generación elige el camino y construye el futuro. Ernest Renan lo dijo en una bella frase: "La nación es un plebiscito cotidiano". Día a día, en lo grande y en lo chico, cuando votamos o cuando cruzamos una esquina, estamos eligiendo la nación que queremos construir.
Hoy nos enfrentamos con una nación con el rostro desfigurado por el nacionalismo patológico. Pero podemos tener una nación mucho mejor. El patriotismo sólo no alcanza, pero ciertamente es indispensable.
© La Nacion.
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