"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 14 de mayo de 2012

Izquierda, derecha, derecha, izquierda… ¡Basta con el enredo!


Los mismos perros con distintos collares
Javier Ruiz Portella
El Manifiesto.com

Nos llegó hace unos días el mensaje de un lector chileno —Pedro Sánchez Rodríguez es su nombre— que, tanto por su interés como por las implicaciones que tiene, nos complace mucho reproducir.
Decía así:
«Me presento: en lo que se refiere a la interpretación de la historia, me declaro deudor absoluto (infinito) de Marx y Engels. En tal sentido, podría decir que soy de izquierdas. Sin embargo, al haber sido la izquierda cooptada por lo políticamente correcto y su insufrible  moralina progre, hoy prefiero ni siquiera etiquetarme. Soy chileno y mestizo, por lo que la causa indígena me es cercana. Pero aborrezco la fraseología progre con que la han rodeado, dotándola de un puritanismo que los indios precolombinos jamás conocieron. En tal sentido, vuestra web me da aire fresco, a mí, que me gusta pensar con libertad y que detesto el puritanismo moralista de la progresía.»

Tal vez algún lector, perdido en esclerotizados esquemas, se rasgue las vestiduras viendo que en estas páginas que no adhieren para nada, es cierto, al pensamiento marxista, se publican con simpatía unas líneas en las que se elogia a Marx y Engels.
Quizá algún otro —éste ya con mayor tino— vea una cierta contradicción entre lo que implica el elogio de nuestro amigo chileno y la defensa de la jerarquía que, para horror de igualitaristas, efectuaba hace unos días Gonzalo Esteban.

Cojamos, pues, el toro por los cuernos.
Tenemos, por un lado, el sueño de un igualitarismo de hecho (no sólo la igualdad de derecho; ésta nadie la discute) que late en el fondo del marxismo revolucionario (el cual nada tiene que ver, desde luego, con los andares de los señoritos progres… y multimillonarios).
Y tenemos, por otro lado, la convicción —la expresaba de manera tan admirable como sintética Gonzalo Esteban— de que, en el fondo de los desmanes que conoce nuestro mundo, en el fondo de lo que aquí llamamos “la muerte del espíritu”, se encuentra (junto con otros factores, desde luego) el gran rasero que todo lo mide, cuenta… y arrasa con la única vara que no mide cualidades sino cantidades: la vara del dinero.
La vara que no conoce ni virtudes, ni grandezas, ni excelencias.
Sólo cantidades: la vara del dinero.

La vara de una falsa, hipócrita igualdad.
Pero que da el pego.
La vara del dinero, de la plutocracia, que habrá un día que abolir, no para destruir la riqueza, la propiedad y el mercado, como creían aquellos locos que en todos y cada uno de los países en que han intentado abolirlos han engendrado el horror que sabemos.
Hay que abolir el capitalismo, sí, pero no para acabar con la riqueza, la propiedad y el mercado (esas cosas que se remontan al origen de los tiempos), sino para colocarlos en el subalterno lugar que es el suyo y que nunca puede ser el centro desde el que irradiar luz y sentido al mundo.

Sólo así se podrá conseguir que no sea la vara del dinero la que establezca jerarquías, grandezas y dignidades.
Sólo así se podrá lograr —¿por qué medios, mediante qué instituciones?:
He ahí otra cuestión— que la jerarquía que, distinguiendo a los hombres, ejemplariza el lugar del bien y de la virtud, no sea ni la de la cuna ni la del dinero.
Sólo así se podrá conseguir que la jerarquía —una jerarquía auténtica que no sea en absoluto sinónimo de opresión— sea la de la excelencia del espíritu y no la de las habilidades de los mercachifles —quienes siempre deberán, sin embargo, existir, producir, trabajar, pero circunscritos a su espacio y a su lugar.

Enfocar así las cosas es hacerlo, sin duda, de manera distinta de cómo lo hacían tanto Marx y Engels como nuestro amigo chileno y los marxistas que no entregados a la “progresía caviar” aún puedan subsistir. Pero esta manera aquí defendida, ¿es radical, absolutamente antagónica a la suya?
Tal vez lo sea en cuanto a la sensibilidad, al horizonte final que nos mueve a unos y a otros.
Pero no lo es ciertamente en cuanto al enemigo común que todos —y el mundo en primer lugar— tenemos aquí mismo enfrente.
Dejando las cosas tan claras como creo que las acabo de dejar; no haciendo (dicho con otras palabras) dejación alguna en cuanto a lo que nos mueve respectivamente a unos y a otros,

¿no hay, acaso, como una especie de terreno común en el que, olvidándonos de las viejas y anticuadas etiquetas, podamos debatir todos juntos y pelear contra quienes tenemos que pelear?

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