"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

domingo, 5 de mayo de 2013

¿Política?



Por: Martín Caparrós 

Veía pasar banderas rojas –banderas republicanas, banderas catalanas, pancartas enojadas– por la via Layetana y me preguntaba de qué hablaría todo el tiempo si no hubiera nacido en la Argentina y en el año de gracia de 1957.
Digo: si no hubiera tenido quince años en ese tiempo, ese lugar,
si mis padres hubieran sido otros,
si me hubiese apasionado el origami,
si no hubiera creído desde tan chico que la política era algo que no podía ni quería dejar de lado.

Si la política no hubiera definido varias veces mi vida: en 1976, cuando me tuve que ir de la Argentina;
en 1983, cuando pensé volver;
durante los noventas, cuando puteábamos en el desierto de los shoppings;
ahora, cuando soporto cada vez menos la extrema tontería de tirios y troyanos.
Si pudiera pensar más en otras cosas, pienso, y en ésas menos, cómo sería mi vida.

Digo, con perdón de la brutalidad: yo podría no interesarme por lo político.
Tengo una vida agradable, no tengo graves problemas económicos, hago cosas que me interesan y me gustan, las disfruto:
Se podría decir –yo podría decir– que “me va más o menos bien”.
Podría dedicarme, como otros escritores, como tantos, a hablar sobre las autobiografías maoríes –sobre las cuales se pueden decir cosas apasionantes– o la nueva nueva narrativa de Palermo –sobre la cual bastantes menos– y a contestar más en serio cuando me preguntan por mi infancia y menos cuando por la última elección.
Y sin embargo no: insisto, vuelvo, sigo.
Escribo estas columnas, hablo, me meto en líos, hago libros que tienen, casi sin solución, una dosis fuerte de política.
Lo cual es particularmente desdichado porque la política es mi fuente más caudalosa, más insistente de tristeza. 
El espacio de la desazón y la derrota.

Digo: unas banderas rojas y unas decenas de miles de personas en la calle, un primero de mayo, en un país con siete millones de desocupados.
Digo: la comprobación de que los mecanismos de control social son tan eficaces que los pueden manejar incluso estos semi infradotados –de aquí y allá y también acullá– y funcionan igual.
Digo: la prueba repetida de que tantos millones viven mal y no saben qué hacer para solucionarlo o, peor: piensan que no hay forma de solucionarlo.
Digo: la demostración insistente de que no hay nada más fácil de engañar que mucha gente.
Digo: la angustia de haber visto cómo las ideas de cambio que imaginamos durante siglos se desmoronaron y todavía no aparecen las que deben reemplazarlas.
Digo: la evidencia de que hoy los más activos son los defensores de ciertas religiones medievales o, en su defecto, los jóvenes bienintencionados acojonados que quieren defenderse: de los estados, de los desastres, de las corporaciones -y no saben qué hacer con la parte de los proyectos de futuro.
Digo: la tristeza de ver cómo distintos estafadores, en distintos países, ocupan con cierta facilidad esos vacíos.
Digo: la falsificación de hacernos creer que la política es eso que hacen los políticos. Digo: la comprobación de que nada va a ser muy distinto mientras viva: que –a diferencia de lo que creí mientras crecía– ya no me alcanza para ver un mundo menos feo.
Digo: yo podría no pensar –pensar un poco, mucho menos– en todas esas cosas, y mi vida sería mucho más agradable.
A veces lo extraño.

Me imagino una vida en que esos problemas me incomodaran algunas noches, por supuesto, pero no dedicara tanto tiempo a intentar entenderlos, a escribirlos, a cabrearme por ellos, desolarme por ellos.
Y a veces me apena haber nacido en esta época desesperanzada, envidio otras.
Nacer por ejemplo en Italia y en 1880, pasar por vicisitudes y derrotas y morir en 1950 pensando que el mundo que supo vencer al Duce y al Führer y al imperio británico estaba listo para grandes cosas.
O nacer si no en Francia y en 1700 y suscribirme a la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert y vivir asustado y lleno de esperanzas en el triunfo final de la Razón y morirme antes de que sus sueños se volvieran monstruos.
O nacer en Buenos Aires y en 1790 o 1850 o 1910 e imaginar que, pese a todo, estábamos haciendo un país que alguna vez valdría la pena.
Extraño, parece, creer.
Y la política fue siempre mi único espacio de creencia.
Detesto la creencia, extraño la creencia –creo que necesito la creencia.
Quizá también por eso.
Llegué a la política cuando era una promesa solvente, indudable.
Me quedé ahora que es puro choque contra la vergüenza de la realidad, contra las impotencias.

Digo: me imagino una vida sin política como una vida más amable y supongo que me sentiría una mierda, un traidor a mí mismo porque éste ya soy yo, irremediablemente.
Pero sé que no hay espacio en que la pase tan mal: tan lleno de frustración y de derrotas.
Lo curioso es que creo que les sucede a muchos más.
Puede que no, pero me parece que hay muchas personas que vivirían más tranquilas –más felices– si apartaran la política de sus vidas.

La política de la modernidad apareció como un recurso de los jodidos, los aplastados de todo tipo, para dejar de serlo o por lo menos serlo menos: apareció como un sacrificio que valía la pena hacer para dejar atrás ciertos infiernos.
Y, sin embargo, en nuestras sociedades solemos ser los menos aplastados –los que, de últimas, no la necesitamos tanto– los que le dedicamos más tiempo y más esfuerzo.
Y chocamos contra paredes cada vez más bobas y seguimos, y otro choque y seguimos y otro y otro.
Y seguimos.

¿Por qué lo hacemos?
¿Por culpa, por costumbre, por esa necesidad de creer en algo?
¿Por puro masoquismo?
¿Por una forma cada vez más menguada, más inverosímil de la esperanza?
¿Por la fatalidad biográfica?
¿Por una rara versión de la decencia?
¿Por cabreo?
¿Porque no sabemos ya cómo callarnos?
¿Porque tanta fealdad no se soporta?
¿Por optimistas incurables?
¿Por boludos?

Las respuestas pueden ser variadas.
Igual, no cambian demasiado: aquí me tienen.
Buscando, empecinado, alguna idea, alguna historia, algún vislumbre que me hagan pensar que, al fin y al cabo, la política no es solo una condena...

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