Jorge
Luis Borges
Buenos Aires; octubre 23 de 1968.
La
asidua reverencia que nuestras escuelas dedican a la historia argentina ha
servido para borrarla o, mejor dicho, para simplificarla y endurecerla
curiosamente.
Las
invasiones inglesas, la Revolución de 1810, la guerra de la independencia, las
otras guerras, la larga sombra de la primera dictadura, las anteriores y
ulteriores contiendas civiles y la Conquista del Desierto, han dejado de ser
hechos humanos…
Son
las bolillas de un programa o los capítulos de un libro de texto.
Los
días han decaído en aniversarios o en sesquicentenarios, los hombres que
vivieron en próceres, los próceres en calles y en mármoles.
Nuestra historia
es un frígido museo.
No
la sentimos o la sentimos de manera elegíaca.
Una
de las razones es el hecho de que ahora somos otros.
Aquel
tiempo arriesgado y azaroso ya no es el nuestro.
Algo,
silenciosamente se ha roto.
Hablar
del argentino es hablar de un tipo genérico.
Soy,
a la manera inglesa, nominalista y descreo de los tipos genéricos.
Aventuraré,
sin embargo, alguna observación aproximativa, con la convicción resignada de
que centenares y aun miles de objeciones podrán alegarse en su contra.
A partir de los
actos que dieron el gobierno a los radicales (es decir, a la mayoría) es
notoria la declinación gradual del país.
Naturalmente,
es imposible precisar una fecha…
Los
relojes no marcan un instante en que el azul se vuelve gris.
El
nadir lo marcó la dictadura.
(Cada
cien años, Buenos Aires engendra un dictador que de algún modo siempre es el
mismo.
Al
cabo de un plazo variable, las provincias —conste que soy porteño— tienen que
venir a salvarnos.
En
1852 fue Entre Ríos; en 1955 Córdoba.)
La
blandura rayana en complicidad que ahora nos define hizo que la obra de la
revolución quedara inconclusa.
Dos rasgos
afligentes exhibe el argentino de nuestro tiempo.
El
primero es la penuria imaginativa.
Las
ciudades de nuestro territorio son modestos fragmentos de Buenos Aires,
desparramados en mitad de la pampa. El arquetipo viene a ser, asimismo, una costosa
réplica de París o, esporádicamente, de Nueva York.
La
facultad imitativa es el complemento o si se prefiere, el reverso de la escasa
imaginación.
Más grave que la
falta de imaginación
es la falta de sentido moral.
Un
americano, imbuido de tradición protestante, se preguntará en primer término si
la acción que le proponen es justa.
Un
argentino, si es lucrativa.
Se
da, también, una suerte de picardía desinteresada.
Ante
un reglamento, nuestro hombre se pone a conjeturar de qué manera podría
burlarlo.
Nos
cuesta concebir la realidad de las relaciones impersonales.
El
Estado es impersonal; por consiguiente no debemos tratarlo con exceso de
escrúpulos;
por consiguiente
el contrabando y la coima son operaciones que merecen el respeto y, sin duda,
la envidia.
Anoto
sin alegría estas reflexiones.
También
sin ira:
Dada mi condición de contemporáneo, es inevitable que me parezca de
algún modo a quienes denuncio.
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