Por
LUIS JOCHAMOWITZ
BUJAMA,
Perú – Un ex presidente que va a la cárcel produce una sensación inquietante,
un leve desequilibrio, como si en alguna parte del simbólico edificio de la
nación se hubiera retirado una pieza y ahora no se sabe cómo se comportarán las
restantes.
En
los últimos 16 años, el Perú ha tenido una racha de cinco presidentes
constitucionales.
Récord
absoluto en un registro que ya va para los dos siglos.
El
primero, Valentín Paniagua, fue designado de urgencia en medio del derrumbe del
régimen de Alberto Fujimori, dejó un buen recuerdo pero gobernó menos de un
año.
Alejandro
Toledo, su sucesor, tiene orden de captura internacional y vive en California,
a la espera que un juez estadounidense decida su destino.
El
siguiente, Alan García, vive en Madrid, visita Lima y no tiene requerimientos
con la justicia, aunque su nombre ha sido mencionado en multitud de casos de
corrupción.
El
último, o penúltimo de la sucesión, Ollanta Humala, junto con su poderosa
pareja, Nadine Heredia, acaban de ser detenidos.
Que
las ‘vidas perfectas’ de Facebook no te depriman
El
cargo tiene riesgos laborales insostenibles.
Se
supone que los expresidentes son la voz de la experiencia, en algunos lugares
hasta los consideran objetos suntuosos e inútiles como jarrones chinos, pero en
el Perú desde hace mucho tiempo, son el centro de encarnizados debates
políticos. Es la transfiguración en cuatro o cinco personas de un malestar
colectivo, de algo que ocurre en la conciencia de millones de personas: la
bancarrota o crisis generalizada de las maneras que los peruanos tienen para
organizarse y representarse políticamente. Y apenas es la cumbre de una enorme
montaña, debajo de ella se encuentra el país flotante y siempre inesperado, que
atraviesa los tiempos sin dirigencias, élites, ejemplos compartidos que marquen
un rumbo.
Por
eso, las vicisitudes judiciales de la pareja Humala-Heredia deben ser vistas en
el plano más amplio de una disolución paulatina, un hundimiento del que no se
sabe qué puede resultar.
La
escalera descendente ha sido proporcionada esta vez por el caso Lava Jato.
Hace 16 años
fueron los videos que grababa Vladimiro Montesinos como chantaje y
autobiografía.
Con
una periodicidad aproximada a los grandes desastres del fenómeno de El Niño,
cada tres lustros los drenajes del sistema político se obstruyen y nos vemos
obligados a vivir en la emergencia, hasta que el barro se seca.
Cierto
que no deja de ser un consuelo que el sentimiento anticorrupción se haya
extendido a los más diversos estratos, aunque cada cual lo haga por distintas
razones y la introspección sea muy rara.
Como
cada escalón, el último tiene rasgos peculiares y hasta únicos.
Se
trata de una pareja de esposos, “la pareja presidencial” se les llamaba hace
menos de un año.
Lo
conyugal, desde los chistes sexuales hasta los ataques políticos, ha alimentado
a la prensa, la televisión y la maledicencia pública durante cinco años.
En
general, nadie los defiende, aunque muchos piensan que no son las principales
cabezas que hay que cobrar.
Están
solos, abandonaron a sus aliados y no crearon nuevas alianzas.
El
aparato de los negocios, los medios, la sociedad mejor establecida, la
misoginia nacional, nunca los llegó a aceptar, aunque no fueron ni por asomo el
Chávez andino y la Cristina criolla que tanto los desvelaba.
En
realidad, no podían ser de otro modo: su
impericia política era notable.
Eran
una pareja afortunada y ambiciosa que volvió a encontrar el modo de cruzar al
otro lado del espejo de nuestra representación política.
Acto
asombroso, demostrado reiteradamente al menos desde los tiempos de Alberto
Fujimori, como prueba de lo mágico y profundamente irracional de esas rifas
colosales que los peruanos organizan cada cinco años bajo el nombre de
elecciones generales.
Esto
ocurre en el año uno de la era Trump.
Pocos
días antes, el ex presidente Luiz Inácio
Lula da Silva del Brasil, algo así como el CEO de la casa matriz de la
corrupción continental, recibió una condena de nueve años de prisión.
Ya
nadie confía en sus presidentes y el Perú cree tener el privilegio y el espanto
de marchar adelante en este fenómeno extendido. Una nueva reedición de la vieja
frase del poeta Cesar Moro:
“En
todas partes se cuecen habas, pero en el Perú solo se cuecen habas”.
Los
caminos judiciales son inescrutables, aunque es probable que la detención de
los Humala-Heredia no dure mucho tiempo, se discute su carácter “preventivo”.
Pero,
al menos para él, los problemas con la justicia apenas acaban de comenzar.
Se
presenta en el horizonte el juicio de Madre Mía, un lugar remoto de la Amazonía
donde Ollanta Humala, bajo el seudónimo de Capitán Carlos, sirvió durante los
años de la guerra contra Sendero Luminoso.
Fosas
clandestinas, cuerpos exhumados, testimonios, las pruebas contra él se siguen
reuniendo,
y si se presentan con todo su aterrador significado, es posible que el juicio
de Madre Mía se convierta en la madre de todos los juicios, donde se sopesarán
los actos de un hombre, pero también los de una institución y sus formas de
hacer la guerra.
Pero
todo esto es demasiado difícil de digerir en un solo bocado.
Por
el momento se le acusa de haber recibido 3 millones de dólares para su campaña
electoral.
La
flagrante hipocresía que envuelve estos procedimientos es que todos saben que
los principales candidatos recibieron otros tantos “aportes”, millones más,
millones menos, de la misma fuente o de manos todavía más oscuras, como el
narcotráfico, la tala de madera o la minería ilegal.
Por
eso, tal vez, una súbita conmiseración por el caído ha ganado los ánimos de
algunos de sus peores enemigos en los últimos días.
Después
de todo, nadie sufre el síndrome del ex presidente preso como otro ex presidente que todavía está libre
No hay comentarios:
Publicar un comentario