ARTURO PÉREZ-REVERTE / Patente de corso
No hay una sola vez que pase frente al teatro de La Latina de Madrid que no los recuerde, a los dos: a Sara Montiel y a mi padre.
En
ese antiguo local, que ahí sigue desde 1917, ocurrió a principios de los años
80 algo para mí mágico e inolvidable, medio minuto de elegancia y glamour,
treinta fascinantes segundos sobre Tokio.
Uno
de esos instantes que, como diría cierta testa coronada, o ahora no tanto, lo
llenan a uno de orgullo y satisfacción.
Mi padre era de los que sabían cómo encender un cigarrillo, bailar el tango, remangarse una camisa y qué hacer con el sombrero cuando se lo quitaba.
O
sea, un señor.
Nacido
a tiempo para hacer la Guerra Civil –le tocó el lado republicano como podía
haberle tocado cualquier otro–, tenía maneras de las que solíamos llamar de las
de antes.
Por
lo demás, como a muchos jóvenes de su generación, lo habían formado las
lecturas y el cine, que en ese tiempo tenía una influencia extraordinaria.
Creció
y llegó a su madurez con ciertos códigos y actitudes que no lo abandonaron
hasta su muerte, y jamás olvidaré las palabras de uno de sus amigos durante su
entierro, que bastan, supongo, para colmar el orgullo de cualquier hijo: «Era
un hombre honrado y un caballero».
La generación de mi padre, como todas, tenía sus mitos.
Incluían
éstos el cine y la música, las canciones que habían estado de moda en su
juventud: tangos, boleros, copla.
Y
entre los mitos femeninos, el más destacado fue Sara Montiel.
Cualquiera
que haya visto las antiguas películas de aquella mujer bellísima y fascinante,
quien la recuerde junto a Gary Cooper y Burt Lancaster en Veracruz o con Rod
Steiger y Charles Bronson en Yuma, o en películas españolas como Varietés, El
último cuplé o La violetera, sabrá de qué estamos hablando.
Con canciones como Fumando espero, El relicario, Nena o Ven y ven, Sara Montiel dio la puntilla al tono atiplado de Raquel Meller, Imperio Argentina, Concha Piquer y otras estrellas de la canción nacional, imponiendo su tono susurrante y grave, de un erotismo profundo, tan denso y carnal como ella misma.
Y
de ese modo se convirtió en el gran icono erótico de los varones españoles de
su tiempo.
No recuerdo el año, ni tampoco el título del espectáculo.
Saritísima,
me parece, o Una noche con Sara.
Algo
así.
Ella
representaba su espectáculo de canciones en el teatro La Latina.
Debía
de tener ya cincuenta y tantos años, casi sesenta, pero conservaba la gracia,
el desparpajo y la simpatía de siempre, la voz sugerente y grave y un físico más
que razonable para su edad, que embutía para el espectáculo en ceñidos trajes
de noche con generosos escotes.
Yo
estaba en Madrid entre dos viajes, mis padres vinieron a pasar unos días y los
invité a ver el espectáculo.
Sentado
en una butaca contigua al pasillo, con mi madre y conmigo al lado, mi padre
disfrutó en vivo de unas canciones que conocía de memoria.
Era
la primera vez que veía a Sara Montiel en persona, y mi madre y yo lo
observábamos a hurtadillas, disfrutando ambos de la felicidad que mostraba,
ante su antiguo ídolo femenino, aquel hombre de casi setenta años educado y
tranquilo.
Fue entonces cuando ocurrió.
Ella
había bajado del escenario, escotada, sexy, micrófono en mano, y cantaba
caminando por el pasillo.
Y
cuando llegó a nuestra altura, al mirarme casualmente a media canción, yo le
hice un gesto disimulado, señalando a mi padre, que la miraba arrobado.
Y
Sara Montiel, con aquella rápida inteligencia intuitiva, la gracia y el descaro
que con toda justicia la habían hecho famosa, se lo quedó mirando y acto
seguido, le pasó un brazo alrededor del cuello, se sentó en sus rodillas, y
acercando la boca a su oído le cantó, bajito, grave y susurrante, aquello de
Juró amarme un hombre / sin miedo a la muerte.
Después
le acarició la nuca, se puso en pie y siguió su camino mientras todos cuantos
estábamos alrededor aplaudíamos entusiasmados.
Mi padre no despegó los labios en toda la función.
Tan
impasible como solía, salió del teatro con mi madre cogida del brazo y paseamos
hasta la cercana Plaza Mayor. Esperábamos algún comentario, pero no hizo
ninguno.
Caminaba
en silencio.
Era
una noche agradable, nos sentamos a tomar algo en una terraza y yo mencioné al
fin la escena del pasillo.
«Sigue
siendo una artista enorme», comenté, divertido.
Entonces
vi sonreír a mi padre, y aquella sonrisa parecía rejuvenecerle treinta años el
rostro.
«Sí,
verdaderamente es mucha mujer», dijo.
Y
después, tras golpear suavemente un extremo en el cristal de su reloj, encendió
despacio un cigarrillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario