CAPÍTULO IV de la novela apocalíptica de Hugo Wast: JUANA TABOR 666
El bando del general convocando a la lucha contra el invasor provocó la rebelión de los demagogos.
Los anarcos marxistas no tenían más Dios que “la soberanía del pueblo”, ni más templos que los comités.
Allí adoraban su extravagante deidad, es decir, adorábanse ellos mismos, pues por soberanía del pueblo no entendían otra cosa que la voluntad de su propio partido, y allí se refugiaron a deliberar cómo sabotearían la movilización y a maldecir “el crimen de la guerra”, título de un libro argentino que los gobiernos reimprimían y desparramaban como una biblia.
Cuando los marxistas no tenían libertad de robar, matar ni incendiar, pronunciaban discursos humanitarios renegando de toda violencia.
Durante veinte años misia Hilda había fomentado a los oradores de comité, distribuyendo millones de marxes para alimentarlos mientras aprendían a discursear, y centenares de bancas de diputados para que ejercitaran su arte. Así llegó el país a contar con los mejores oradores del mundo.
Era un orgullo nacional saber que sus discursos podían oírse hasta en la luna, y que no bien los oyentes universales captaban por radio el tonillo esperanto arrabalero de los oradores porteños, estrangulaban presurosos todas las otras voces y se entregaban con deleite a esa onda. ¡Qué bien hablábamos los argentinos de 1996, cuando se nos vino la guerra con Chile!
Al cabo de cuatro días de discursos, los enemigos de la defensa nacional advirtieron que casi todos los periódicos se habían puesto al servicio de “la bota militar”, es decir, del nuevo gobierno. Indignados por ello y no queriendo morir acorralados en sus diez mil comités, se echaron a la calle proclamando la guerra civil y el exterminio de los periodistas.
“Los pueblos no serán libres hasta que el último comedor de semillas de girasol no sea ahorcado con las tripas del último cagatinta”, proclamó uno de los oradores, remedando la histórica barbaridad de D'Alembert.
Y ardió Buenos Aires por las cuatro puntas, y se comprobó la triste verdad de que la nación estaba espiritualmente dividida, y que era llegada su hora conforme a la sentencia evangélica: “Todo reino dividido contra sí mismo, desolado será.”
Existían en el país tres partidos enemigos a muerte: los anarcos marxistas, los judíos y los nacionalistas.
Primero, los anarcos marxistas, en su mayoría inmigrantes venidos de otras naciones atraídos por la suprema perfección de las leyes argentinas, que no hacían diferencias entre un criollo y un extranjero. El inmigrante llegado ayer, hoy podía ser elegido presidente de la Nación. El único privilegio reservado a los argentinos de nacimiento era el honor de hacerse matar en defensa de la patria. Se comprendía que a un extranjero le horrorizase morir por un país que no era el suyo, y se lo eximía de ese riesgo.
A los anarcos marxistas les horrorizaba la guerra. ¡Oh, el crimen de la guerra! Pero sólo cuando la guerra era en defensa de la Nación y se hacía por jefes disciplinados, que fusilaban sin asco a los desertores y a los pistoleros.
En cuanto a la guerra civil que obstruía los servicios públicos, volaba los mejores edificios, saqueaba los bancos, abría las cárceles soltando a ladrones y asesinos, incendiaba, violaba y mataba, ésa les parecía sacrosanta: “Era la justicia del pueblo”
En segundo lugar estaban los judíos, de los que sólo habían quedado tres millones. Todavía eran fuertes por las secretas organizaciones de sus kahales y sus inagotables recursos financieros.
En tercer lugar estaban los nacionalistas, que habían vivido ocultos preparándose para las grandes batallas de la patria y de Dios. No eran muchos en comparación con los otros. No más de doscientos mil nombres estaban anotados en sus sigilosos registros. ¿Cómo, pues, lucharían contra veinte millones?
En la Biblia, los pocos soldados de Judas Macabeo, viendo avanzar el formidable ejército del rey de Siria, se preguntaban lo mismo: “¿Cómo podremos nosotros, que somos tan escasos, combatir contra una multitud tan poderosa?”
Y el Macabeo les respondió “No hay diferencia para Dios entre salvar con muchos o con pocos, porque la victoria en la guerra no está en el número de los combatientes, sino que del cielo viene la fuerza.”
Ya no se trataba de ganar elecciones, único terreno donde el mayor número, cualquiera que sea la calidad, significa todo el derecho y la razón. Para los nacionalistas mil túnicas valían menos que una espada, y mil votos menos que una túnica. Una espada, pues, valía para ellos más que un millón de votos.
El populacho rojo, horripilábase de esta horrenda aritmética de acero. La urna electoral era su arca de alianza. Todos, hombres, mujeres, niños desde los siete años, criollos o extranjeros, libres o encarcelados, gozaban del más sacrosanto de los derechos humanos, el verdadero rasgo distintivo del hombre en la escala zoológica: la facultad de votar, elegir y ser elegidos.
Pero una nación tan rica en estadistas resultaba muy difícil de gobernar.
Trataremos de explicarlo:
Si el gobierno ha de ser una realidad viva y fuerte y no un armatoste que el primer choque desbarate, los pueblos no pueden ser gobernados sino por personas cuyo derecho a mandar se funde en alguna superioridad indiscutible.
No bien empieza a discutirse por qué gobierna aquél y no éste, se descuaja el fundamento de la obediencia.
Y cuando la única razón del gobierno de aquél es la mayoría, a cada instante se lo puede poner en discusión, porque las mayorías son la cosa más inestable del mundo, y ese hombre pudo tenerla ayer y puede haberla perdido hoy.
El peor estreptococo en las venas de un pueblo es la doctrina de la igualdad.
En la naturaleza no hay dos seres iguales. La naturaleza está dominada por un instinto aristocrático que tiende a la selección de los más aptos y al dominio de los inferiores por los superiores. Y lo prueban con su conducta los más enardecidos declamadores contra los privilegios. No les bastan las infinitas desigualdades que por naturaleza hay entre los hombres, y crean otras artificiales que no les repugnan cuando son en su provecho. Quieren distinguirse en alguna forma, poseer una llave que abra las puertas cerradas para los demás, conseguir una chapa blanca para su automóvil, una medalla para su reloj, un privilegio.
Cuando impera la doctrina de que todos somos iguales, cualquier desigualdad engendra el sentimiento diabólico de la envidia. No envidiamos al que posee o al que manda siendo superior a nosotros, sino al que posee o manda siendo nuestro igual.
Mientras más pobre de espíritu es uno más confianza tiene en su propia capacidad, porque es incapaz de juzgar rectamente a los otros.
Se han declamado infinitas sandeces contra el derecho divino de los reyes, o sea la doctrina católica de que la autoridad del que gobierna no viene del pueblo sino de Dios.
Aun suponiendo que esta doctrina fuese falsa, sería una de las más sagaces invenciones del ingenio. Su antiquísimo autor habría penetrado mejor que los modernísimos sociólogos la psicología del pueblo, y comprendido que a la autoridad del que manda hay que darle un fundamento estable y natural y no esa pobre contabilidad del sufragio universal, o sea el voto de una mayoría —la mitad más uno— que a cada minuto cambia.
Si no hay superioridades naturales o sobrenaturales permanentes, no hay jefes legítimos. Aquel que no se apoye más que en una votación que significa una voluntad de ayer, no puede invocarla contra ella misma, que hoy se siente distinta de ayer.
Aunque yo me haya comprometido a no cambiar de idea durante cuatro años, si en realidad he cambiado y tengo la mayoría suficiente para imponer mi nueva opinión, ¿quién puede alegar derechos adquiridos contra esa mayoría, fuente única de toda autoridad? Fundar toda autoridad en la mayoría es asentar sobre arena el pesadísimo edificio del orden social, que necesita cimientos de piedra. Un solo voto que se pase de aquella acera a ésta otra, manda al diablo la autoridad que en él se fundaba.
En cambio, a un rey que reina porque es hijo de reyes y heredero de la corona, no le pueden discutir sus títulos ni siquiera sus hermanos, porque él es el primogénito, y en todo caso nunca serán muchos los que se sientan con derecho a discutírselo.
Y también a un jefe que manda porque se impuso a causa de su genio (César, Tamerlán, Mahoma, Napoleón) tampoco lo pueden discutir sino sus iguales, y éstos no han de ser muchos.
Convencer a un pueblo de que quien lo manda y lo oprime no tiene más autoridad que la que ayer le prestó la mayoría, es quitar al gobierno su fundamento sagrado y hacerlo una simple criatura de la más caprichosa entidad que existe en el mundo: “La opinión popular”
Mujerzuela impresionable y tornadiza, hoy lleva al héroe coronado hasta el Capitolio y mañana, sin dar tiempo a que se marchiten las flores de la popularidad, lo despeña desde la roca Tarpeya. Hoy piensa negro y mañana piensa rojo, y sigue creyéndose infalible.
¡Y pensar que hay filósofos de cabeza blanca que no creen en la infalibilidad de la Iglesia con su unidad doctrinaria de veinte siglos, pero creen en la infalibilidad de la mitad más uno que se rectifica cada seis meses y se contradice cada año!
Por más vueltas que se le dé, la verdad es ésta: El mundo no puede ser gobernado sino por hombres a quienes la naturaleza haya hecho superiores; por el nacimiento, que son los príncipes hereditarios, o por el genio o el valor, que son los caudillos.
La tiranía de mil, que es la orgía demagógica, es mil veces peor que la tiranía de uno.
La anarquía oprime a los individuos y da rienda suelta a la muchedumbre. La dictadura enfrena a la muchedumbre y da libertad al individuo. Cuando la tiranía del populacho se prolonga, sobreviene tal desbarajuste que el pueblo, el verdadero pueblo, ansía un libertador, el hombre enérgico capaz de cortar las cien cabezas de aquella hidra monstruosa.
Y entonces ocurre este asombro: El mismo pueblo que antes creía en su propia infalibilidad ya no piensa en elegir él mismo a ese libertador, porque instintivamente sabe que el producto de todo plebiscito es un ser mediocre, y lo que necesita es un ser superior. Espera a alguien no elegido, y no bien aparece lo reconoce, arrojando por la borda como un lastre inútil la doctrina de la elección popular.
Alguna vez aquel jefe no elegido que se impuso por su propio genio ha tenido el capricho de convocar al pueblo para que sancione su autoridad. Hay que ver la alegría con que el pueblo se precipita a las urnas demostrando cuán ufano está de que hoy lo llamen para endosar el hecho consumado. Esto es un plebiscito, la firma del pueblo sobre la espalda de un dictador.
No hay ejemplo en la historia de que los plebiscitos hayan jamás resultado adversos a los grandes caudillos no elegidos. El pueblo los vota siempre con entusiasmo, y si no los votara, el no elegido se encogería de hombros y seguiría gobernando, seguro de que su autoridad le viene de Dios y no del pueblo.
El verdadero pueblo tiene asco de la política y una romántica debilidad por esos jefes que suprimen la política. El gran caudillo, que no debe su autoridad al comité, es siempre un hombre superior; sanea el ambiente y libra al pueblo de los infinitos caciques de barrio cuyas pequeñas tiranías mortifican más que las complicadas inconstitucionalidades de un rey absoluto.
Un grano de arena en el zapato es mil veces más fastidioso que un obelisco construido sin ley en medio de una plaza. Y por un obelisco que se erige cada cuatro siglos con deficiencias constitucionales, el cacique de barrio me llena de arena los zapatos cada cuatro días.
Esta larga explicación es necesaria para entender lo que ocurrió después que el general Cabral echó a misia Hilda de la Casa de Gobierno.
Los anarcos marxistas habían acatado durante varios lustros la autoridad de aquella mujer porque tenía una superioridad indiscutible; poseía la fortuna más grande del mundo y despilfarraba los marxes en los comités, aunque escatimara los panchos sierras en el trato con su servidumbre.
Pero cuando misia Hilda saltó por el balcón, fueron millones los que estando en condición igual podían ser elegidos presidente de la República.
El grito de “¡Nuevas elecciones!” fue el grito de guerra para imponerse al Gobierno. El general no se dejó intimidar, no convocó a elecciones, sino a los cuarteles para defender la patria invadida.
“¡Traición a la democracia!”, clamaron los anarcos marxistas, que consideraban más sagrado el ir a las urnas que el acudir a los campos de batalla. Y pronunciaron centenares de discursos excomulgando el militarismo y colocaron decenas de bombas en los sitios donde se reunían los contingentes para formar el ejército, y sucedió lo que antes dijimos, que Buenos Aires ardió por los cuatro costados transformándose en un volcán.
El general prefirió abandonar a su suerte aquella Babilonia descastada y corrompida, y puso su esperanza en los campos y en las ciudades pobres. No se equivocó.
Al toque de los clarines, al estrépito de los camiones blindados y de la caballería, acudían a enrolarse cientos de mijes de jóvenes para defender su verdadera patria, que no era para ellos ni Satania, ni Liberia, ni Madagascar.
En pocos días el general habría tenido un millón de soldados si todos los que acudieron hubieran sido aptos para manejar las armas. Empero, ¡cuántas decepciones! Más de la mitad de ellos resultaban físicamente inútiles.
La salud del pueblo, tema constante de los demagogos, significaba la salud de los habitantes de las ciudades. El pueblo de la campaña era como la raíz de un gran árbol, que nadie veía y en la que nadie pensaba. Solamente las ramas y las hojas atraían las miradas, y aunque el ambiente de los campos era más saludable, la raza de los campesinos, traicionada por los gobiernos de las ciudades, había ido empobreciéndose físicamente.
Empero aquellos millares de mozos a quienes los médicos declararon ineptos para las armas se resolvieron a servir a la patria en cualquier forma.
En la guerra moderna lucha tanto el aviador de la primera fila como el agricultor que abre el surco a doscientas leguas del campo de batalla para alimentar al ejército. ¡Las vueltas de la historia!
En 1814 Güemes salvó con sus gauchos la independencia argentina atajando al enemigo en la frontera de Salta, mientras San Martín en Mendoza preparaba el ejército que había de libertar a Chile.
A los 175 años de su muerte, cien mil jinetes que revivían su espíritu renovarían sus proezas en la Patagonia, dando tiempo al general Cabral para organizar su ejército en el centro del país.
¿Pero cómo armar a aquellos 100.000 soldados? Los arsenales, consumidos y desnaturalizados, no podían suministrar ni un cañón, ni una ametralladora, ni una lanza.
La magnífica Escuela de Aviación de Córdoba, donde a mediados del siglo se construían los mejores aviones de guerra, se había convertido en una colosal Escuela de Danzas y de Arte Escénico. Volaron las danzarinas de pies ligeros y sus innobles eunucos cuando el coronel Palenque penetró en la escuela con su regimiento de Húsares de Pueyrredón, barrió los tinglados y sobre las indecentes decoraciones de los muros clavó sus mapas militares.
Córdoba era una región industrial donde ningún obrero podía trabajar más de diez horas diarias, y puesto que las horas “fin del mundo” eran la centésima parte del día, la jornada de un obrero no alcanzaba a tres horas de las antiguas.
De ello resultó que la Argentina quedó tan rezagada industrialmente que a fines del siglo XX su ganadería y su agricultura seguían siendo sus únicas riquezas como en los tiempos de Concolorcorvo.
El general suprimió todos los reglamentos de trabajo e impuso en las industrias disciplina militar. Fábricas y talleres empezaron a producir sin cerrar sus puertas ni de día ni de noche.
Al comienzo de la segunda semana de la guerra se libró la primera gran batalla. El ejército chileno de la Patagonia, fuerte de 200.000 hombres, encontró a la vanguardia argentina en la margen derecha del río Negro y la arrolló, y al octavo día logró instalarse en la margen izquierda. Con esto el rey de Chile dominaba la Patagonia.
Tan penosa noticia le llegó al general Cabral en momentos en que atendía a un viejo sabio jesuita alemán, de los que vivían desempeñando secretamente su ministerio. Era el profesor Salomón, que a principios del siglo se ocupó de medicina y realizó admirables descubrimientos. Cuando cumplió 65 años, él y su esposa renunciaron al mundo y entró cada cual en un convento. El doctor Salomón se hizo jesuita y cantó misa el año mismo en que recrudeció la persecución anticatólica. Sentíase perfectamente sano y capaz de servir a Dios y a las almas en su nuevo ministerio.
En La Candelaria, una antigua población de las sierras de Achala, criando ovejas en las anfractuosidades de aquellas serranías, desoladas en verano e inaccesibles en invierno, vivió el doctor Salomón no menos de treinta años. Celebraba misa diariamente e impartía los sacramentos a los paisanos que conservaban su antigua fe. En los entreactos de su ministerio, el doctor Salomón, que proseguía sus laboriosas investigaciones, había logrado producir, como el sabio de Bagdad, una sustancia aisladora de la gravitación universal, que llamó achalita, en homenaje o las montañas de Achala.
Era un gas que al extenderse en capas horizontales, interceptaba esa misteriosa corriente que ejercen los astros, en razón directa de sus masas e inversa del cuadrado de la distancia. La achalita, no obstante ser un fluido imponderable, era elástica e impenetrable como una chapa de acero. Una nube de achalita cubriendo una ciudad la defendería de un bombardeo mejor que una caparazón blindada.
Además, el doctor Salomón había descubierto un rayo que disgregaba a distancia inconmensurable el platino y el iridio, con los que se construían los órganos esenciales de los motores fin del mundo. Un avión, un tanque, un barco en movimiento sobre el cual caía ese rayo, quedaba paralizado como si de pronto sus bielas, sus ejes, sus cojinetes, se hubieran fundido en un solo bloque.
El general comprendió la inmensa importancia militar de aquellas invenciones y dispuso que sus ingenieros instalaran usinas para producir en vasta escala el rayo salomónico y la achalita.
En pocos días, mientras ardía Buenos Aires en manos de los anarcos marxistas y resonaban los caminos de la Patagonia bajo los ejércitos de Chile, pudo realizarse el primer gran experimento de aquellas invenciones.
Se cubrió la ciudad de Córdoba con una nube de achalita y se la sometió a un rudo bombardeo.
Desde las colinas que circundaban la vieja capital los cañones arrojaron sus obuses, que al caer sobre la capa gaseosa rodaban como gotas de mercurio sobre un cristal. A veces estallaban en el aire.
Cuando el proyectil, por la fuerza del cañón llegaba a penetrar en el gas, a la manera de una bala que se entierra en una almohadilla de algodón, se volatizaba, disgregados sus átomos por la potente carga eléctrica de la achalita. A veces rebotaba, semejante a una bolita de cristal que golpea sobre un mármol y desaparece.
El doctor Salomón explicó el fenómeno: —Lo que ha ocurrido es que el proyectil, aislado por la achalita de la atracción de la tierra, ha obedecido a la atracción de otra masa, tal vez del sol, y se ha precipitado hacia ella.
¿Cuánto tardará en llegar a su remoto destino? Sería fácil calcularlo, pero no nos interesa...
Todavía más prodigioso resultó el rayo salomónico, según se experimentó con aviones que se echaron a volar sin tripulantes. La invisible onda los captura en el aire y los arrojaba en tierra como a palomas heridas por una certera escopeta. Con semejantes armas era segura la victoria, si el invasor le daba tiempo al general Cabral para producirlas en cantidad suficiente.
Pero el mismo día de los experimentos divulgó se una gravísima noticia. La Argentina tendría que hacer frente no sólo a los enemigos del sur, sino también a los del norte, pues Bolivia y el Paraguay la acababan de invadir sin declarar la guerra; y además a los del este, ya que el Imperio del Brasil había cruzado el Uruguay y apoderándose de la provincia de Entre Ríos.
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Hugo Wast (Córdoba, 1883 - Buenos Aires, 1962) Seudónimo del novelista argentino Gustavo Martínez Zuviría, uno de los escritores argentinos más discutidos del siglo XX. Se hizo abogado en la Universidad del Litoral (Santa Fe), fue profesor de Economía en dicha Universidad y dirigió la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, de 1931 a 1955; diputado a Cortes (1916-1920) y ministro de justicia y de Educación Pública (1943-44), obtuvo la medalla de oro de la Real Academia Española de la Lengua en 1922, por su novela Valle Negro (1918), y el Premio Nacional de Literatura de 1926 por su Desierto de piedra (1925), quizá su obra más estimable por su valor costumbrista y su sentido del paisaje.
Después de las ya citadas, su novela más interesante es La casa de los cuervos, publicada en 1916. Se le ha llamado el "Blasco Ibáñez católico" y el "Palacio Valdés argentino"
El bando del general convocando a la lucha contra el invasor provocó la rebelión de los demagogos.
Los anarcos marxistas no tenían más Dios que “la soberanía del pueblo”, ni más templos que los comités.
Allí adoraban su extravagante deidad, es decir, adorábanse ellos mismos, pues por soberanía del pueblo no entendían otra cosa que la voluntad de su propio partido, y allí se refugiaron a deliberar cómo sabotearían la movilización y a maldecir “el crimen de la guerra”, título de un libro argentino que los gobiernos reimprimían y desparramaban como una biblia.
Cuando los marxistas no tenían libertad de robar, matar ni incendiar, pronunciaban discursos humanitarios renegando de toda violencia.
Durante veinte años misia Hilda había fomentado a los oradores de comité, distribuyendo millones de marxes para alimentarlos mientras aprendían a discursear, y centenares de bancas de diputados para que ejercitaran su arte. Así llegó el país a contar con los mejores oradores del mundo.
Era un orgullo nacional saber que sus discursos podían oírse hasta en la luna, y que no bien los oyentes universales captaban por radio el tonillo esperanto arrabalero de los oradores porteños, estrangulaban presurosos todas las otras voces y se entregaban con deleite a esa onda. ¡Qué bien hablábamos los argentinos de 1996, cuando se nos vino la guerra con Chile!
Al cabo de cuatro días de discursos, los enemigos de la defensa nacional advirtieron que casi todos los periódicos se habían puesto al servicio de “la bota militar”, es decir, del nuevo gobierno. Indignados por ello y no queriendo morir acorralados en sus diez mil comités, se echaron a la calle proclamando la guerra civil y el exterminio de los periodistas.
“Los pueblos no serán libres hasta que el último comedor de semillas de girasol no sea ahorcado con las tripas del último cagatinta”, proclamó uno de los oradores, remedando la histórica barbaridad de D'Alembert.
Y ardió Buenos Aires por las cuatro puntas, y se comprobó la triste verdad de que la nación estaba espiritualmente dividida, y que era llegada su hora conforme a la sentencia evangélica: “Todo reino dividido contra sí mismo, desolado será.”
Existían en el país tres partidos enemigos a muerte: los anarcos marxistas, los judíos y los nacionalistas.
Primero, los anarcos marxistas, en su mayoría inmigrantes venidos de otras naciones atraídos por la suprema perfección de las leyes argentinas, que no hacían diferencias entre un criollo y un extranjero. El inmigrante llegado ayer, hoy podía ser elegido presidente de la Nación. El único privilegio reservado a los argentinos de nacimiento era el honor de hacerse matar en defensa de la patria. Se comprendía que a un extranjero le horrorizase morir por un país que no era el suyo, y se lo eximía de ese riesgo.
A los anarcos marxistas les horrorizaba la guerra. ¡Oh, el crimen de la guerra! Pero sólo cuando la guerra era en defensa de la Nación y se hacía por jefes disciplinados, que fusilaban sin asco a los desertores y a los pistoleros.
En cuanto a la guerra civil que obstruía los servicios públicos, volaba los mejores edificios, saqueaba los bancos, abría las cárceles soltando a ladrones y asesinos, incendiaba, violaba y mataba, ésa les parecía sacrosanta: “Era la justicia del pueblo”
En segundo lugar estaban los judíos, de los que sólo habían quedado tres millones. Todavía eran fuertes por las secretas organizaciones de sus kahales y sus inagotables recursos financieros.
En tercer lugar estaban los nacionalistas, que habían vivido ocultos preparándose para las grandes batallas de la patria y de Dios. No eran muchos en comparación con los otros. No más de doscientos mil nombres estaban anotados en sus sigilosos registros. ¿Cómo, pues, lucharían contra veinte millones?
En la Biblia, los pocos soldados de Judas Macabeo, viendo avanzar el formidable ejército del rey de Siria, se preguntaban lo mismo: “¿Cómo podremos nosotros, que somos tan escasos, combatir contra una multitud tan poderosa?”
Y el Macabeo les respondió “No hay diferencia para Dios entre salvar con muchos o con pocos, porque la victoria en la guerra no está en el número de los combatientes, sino que del cielo viene la fuerza.”
Ya no se trataba de ganar elecciones, único terreno donde el mayor número, cualquiera que sea la calidad, significa todo el derecho y la razón. Para los nacionalistas mil túnicas valían menos que una espada, y mil votos menos que una túnica. Una espada, pues, valía para ellos más que un millón de votos.
El populacho rojo, horripilábase de esta horrenda aritmética de acero. La urna electoral era su arca de alianza. Todos, hombres, mujeres, niños desde los siete años, criollos o extranjeros, libres o encarcelados, gozaban del más sacrosanto de los derechos humanos, el verdadero rasgo distintivo del hombre en la escala zoológica: la facultad de votar, elegir y ser elegidos.
Pero una nación tan rica en estadistas resultaba muy difícil de gobernar.
Trataremos de explicarlo:
Si el gobierno ha de ser una realidad viva y fuerte y no un armatoste que el primer choque desbarate, los pueblos no pueden ser gobernados sino por personas cuyo derecho a mandar se funde en alguna superioridad indiscutible.
No bien empieza a discutirse por qué gobierna aquél y no éste, se descuaja el fundamento de la obediencia.
Y cuando la única razón del gobierno de aquél es la mayoría, a cada instante se lo puede poner en discusión, porque las mayorías son la cosa más inestable del mundo, y ese hombre pudo tenerla ayer y puede haberla perdido hoy.
El peor estreptococo en las venas de un pueblo es la doctrina de la igualdad.
En la naturaleza no hay dos seres iguales. La naturaleza está dominada por un instinto aristocrático que tiende a la selección de los más aptos y al dominio de los inferiores por los superiores. Y lo prueban con su conducta los más enardecidos declamadores contra los privilegios. No les bastan las infinitas desigualdades que por naturaleza hay entre los hombres, y crean otras artificiales que no les repugnan cuando son en su provecho. Quieren distinguirse en alguna forma, poseer una llave que abra las puertas cerradas para los demás, conseguir una chapa blanca para su automóvil, una medalla para su reloj, un privilegio.
Cuando impera la doctrina de que todos somos iguales, cualquier desigualdad engendra el sentimiento diabólico de la envidia. No envidiamos al que posee o al que manda siendo superior a nosotros, sino al que posee o manda siendo nuestro igual.
Mientras más pobre de espíritu es uno más confianza tiene en su propia capacidad, porque es incapaz de juzgar rectamente a los otros.
Se han declamado infinitas sandeces contra el derecho divino de los reyes, o sea la doctrina católica de que la autoridad del que gobierna no viene del pueblo sino de Dios.
Aun suponiendo que esta doctrina fuese falsa, sería una de las más sagaces invenciones del ingenio. Su antiquísimo autor habría penetrado mejor que los modernísimos sociólogos la psicología del pueblo, y comprendido que a la autoridad del que manda hay que darle un fundamento estable y natural y no esa pobre contabilidad del sufragio universal, o sea el voto de una mayoría —la mitad más uno— que a cada minuto cambia.
Si no hay superioridades naturales o sobrenaturales permanentes, no hay jefes legítimos. Aquel que no se apoye más que en una votación que significa una voluntad de ayer, no puede invocarla contra ella misma, que hoy se siente distinta de ayer.
Aunque yo me haya comprometido a no cambiar de idea durante cuatro años, si en realidad he cambiado y tengo la mayoría suficiente para imponer mi nueva opinión, ¿quién puede alegar derechos adquiridos contra esa mayoría, fuente única de toda autoridad? Fundar toda autoridad en la mayoría es asentar sobre arena el pesadísimo edificio del orden social, que necesita cimientos de piedra. Un solo voto que se pase de aquella acera a ésta otra, manda al diablo la autoridad que en él se fundaba.
En cambio, a un rey que reina porque es hijo de reyes y heredero de la corona, no le pueden discutir sus títulos ni siquiera sus hermanos, porque él es el primogénito, y en todo caso nunca serán muchos los que se sientan con derecho a discutírselo.
Y también a un jefe que manda porque se impuso a causa de su genio (César, Tamerlán, Mahoma, Napoleón) tampoco lo pueden discutir sino sus iguales, y éstos no han de ser muchos.
Convencer a un pueblo de que quien lo manda y lo oprime no tiene más autoridad que la que ayer le prestó la mayoría, es quitar al gobierno su fundamento sagrado y hacerlo una simple criatura de la más caprichosa entidad que existe en el mundo: “La opinión popular”
Mujerzuela impresionable y tornadiza, hoy lleva al héroe coronado hasta el Capitolio y mañana, sin dar tiempo a que se marchiten las flores de la popularidad, lo despeña desde la roca Tarpeya. Hoy piensa negro y mañana piensa rojo, y sigue creyéndose infalible.
¡Y pensar que hay filósofos de cabeza blanca que no creen en la infalibilidad de la Iglesia con su unidad doctrinaria de veinte siglos, pero creen en la infalibilidad de la mitad más uno que se rectifica cada seis meses y se contradice cada año!
Por más vueltas que se le dé, la verdad es ésta: El mundo no puede ser gobernado sino por hombres a quienes la naturaleza haya hecho superiores; por el nacimiento, que son los príncipes hereditarios, o por el genio o el valor, que son los caudillos.
La tiranía de mil, que es la orgía demagógica, es mil veces peor que la tiranía de uno.
La anarquía oprime a los individuos y da rienda suelta a la muchedumbre. La dictadura enfrena a la muchedumbre y da libertad al individuo. Cuando la tiranía del populacho se prolonga, sobreviene tal desbarajuste que el pueblo, el verdadero pueblo, ansía un libertador, el hombre enérgico capaz de cortar las cien cabezas de aquella hidra monstruosa.
Y entonces ocurre este asombro: El mismo pueblo que antes creía en su propia infalibilidad ya no piensa en elegir él mismo a ese libertador, porque instintivamente sabe que el producto de todo plebiscito es un ser mediocre, y lo que necesita es un ser superior. Espera a alguien no elegido, y no bien aparece lo reconoce, arrojando por la borda como un lastre inútil la doctrina de la elección popular.
Alguna vez aquel jefe no elegido que se impuso por su propio genio ha tenido el capricho de convocar al pueblo para que sancione su autoridad. Hay que ver la alegría con que el pueblo se precipita a las urnas demostrando cuán ufano está de que hoy lo llamen para endosar el hecho consumado. Esto es un plebiscito, la firma del pueblo sobre la espalda de un dictador.
No hay ejemplo en la historia de que los plebiscitos hayan jamás resultado adversos a los grandes caudillos no elegidos. El pueblo los vota siempre con entusiasmo, y si no los votara, el no elegido se encogería de hombros y seguiría gobernando, seguro de que su autoridad le viene de Dios y no del pueblo.
El verdadero pueblo tiene asco de la política y una romántica debilidad por esos jefes que suprimen la política. El gran caudillo, que no debe su autoridad al comité, es siempre un hombre superior; sanea el ambiente y libra al pueblo de los infinitos caciques de barrio cuyas pequeñas tiranías mortifican más que las complicadas inconstitucionalidades de un rey absoluto.
Un grano de arena en el zapato es mil veces más fastidioso que un obelisco construido sin ley en medio de una plaza. Y por un obelisco que se erige cada cuatro siglos con deficiencias constitucionales, el cacique de barrio me llena de arena los zapatos cada cuatro días.
Esta larga explicación es necesaria para entender lo que ocurrió después que el general Cabral echó a misia Hilda de la Casa de Gobierno.
Los anarcos marxistas habían acatado durante varios lustros la autoridad de aquella mujer porque tenía una superioridad indiscutible; poseía la fortuna más grande del mundo y despilfarraba los marxes en los comités, aunque escatimara los panchos sierras en el trato con su servidumbre.
Pero cuando misia Hilda saltó por el balcón, fueron millones los que estando en condición igual podían ser elegidos presidente de la República.
El grito de “¡Nuevas elecciones!” fue el grito de guerra para imponerse al Gobierno. El general no se dejó intimidar, no convocó a elecciones, sino a los cuarteles para defender la patria invadida.
“¡Traición a la democracia!”, clamaron los anarcos marxistas, que consideraban más sagrado el ir a las urnas que el acudir a los campos de batalla. Y pronunciaron centenares de discursos excomulgando el militarismo y colocaron decenas de bombas en los sitios donde se reunían los contingentes para formar el ejército, y sucedió lo que antes dijimos, que Buenos Aires ardió por los cuatro costados transformándose en un volcán.
El general prefirió abandonar a su suerte aquella Babilonia descastada y corrompida, y puso su esperanza en los campos y en las ciudades pobres. No se equivocó.
Al toque de los clarines, al estrépito de los camiones blindados y de la caballería, acudían a enrolarse cientos de mijes de jóvenes para defender su verdadera patria, que no era para ellos ni Satania, ni Liberia, ni Madagascar.
En pocos días el general habría tenido un millón de soldados si todos los que acudieron hubieran sido aptos para manejar las armas. Empero, ¡cuántas decepciones! Más de la mitad de ellos resultaban físicamente inútiles.
La salud del pueblo, tema constante de los demagogos, significaba la salud de los habitantes de las ciudades. El pueblo de la campaña era como la raíz de un gran árbol, que nadie veía y en la que nadie pensaba. Solamente las ramas y las hojas atraían las miradas, y aunque el ambiente de los campos era más saludable, la raza de los campesinos, traicionada por los gobiernos de las ciudades, había ido empobreciéndose físicamente.
Empero aquellos millares de mozos a quienes los médicos declararon ineptos para las armas se resolvieron a servir a la patria en cualquier forma.
En la guerra moderna lucha tanto el aviador de la primera fila como el agricultor que abre el surco a doscientas leguas del campo de batalla para alimentar al ejército. ¡Las vueltas de la historia!
En 1814 Güemes salvó con sus gauchos la independencia argentina atajando al enemigo en la frontera de Salta, mientras San Martín en Mendoza preparaba el ejército que había de libertar a Chile.
A los 175 años de su muerte, cien mil jinetes que revivían su espíritu renovarían sus proezas en la Patagonia, dando tiempo al general Cabral para organizar su ejército en el centro del país.
¿Pero cómo armar a aquellos 100.000 soldados? Los arsenales, consumidos y desnaturalizados, no podían suministrar ni un cañón, ni una ametralladora, ni una lanza.
La magnífica Escuela de Aviación de Córdoba, donde a mediados del siglo se construían los mejores aviones de guerra, se había convertido en una colosal Escuela de Danzas y de Arte Escénico. Volaron las danzarinas de pies ligeros y sus innobles eunucos cuando el coronel Palenque penetró en la escuela con su regimiento de Húsares de Pueyrredón, barrió los tinglados y sobre las indecentes decoraciones de los muros clavó sus mapas militares.
Córdoba era una región industrial donde ningún obrero podía trabajar más de diez horas diarias, y puesto que las horas “fin del mundo” eran la centésima parte del día, la jornada de un obrero no alcanzaba a tres horas de las antiguas.
De ello resultó que la Argentina quedó tan rezagada industrialmente que a fines del siglo XX su ganadería y su agricultura seguían siendo sus únicas riquezas como en los tiempos de Concolorcorvo.
El general suprimió todos los reglamentos de trabajo e impuso en las industrias disciplina militar. Fábricas y talleres empezaron a producir sin cerrar sus puertas ni de día ni de noche.
Al comienzo de la segunda semana de la guerra se libró la primera gran batalla. El ejército chileno de la Patagonia, fuerte de 200.000 hombres, encontró a la vanguardia argentina en la margen derecha del río Negro y la arrolló, y al octavo día logró instalarse en la margen izquierda. Con esto el rey de Chile dominaba la Patagonia.
Tan penosa noticia le llegó al general Cabral en momentos en que atendía a un viejo sabio jesuita alemán, de los que vivían desempeñando secretamente su ministerio. Era el profesor Salomón, que a principios del siglo se ocupó de medicina y realizó admirables descubrimientos. Cuando cumplió 65 años, él y su esposa renunciaron al mundo y entró cada cual en un convento. El doctor Salomón se hizo jesuita y cantó misa el año mismo en que recrudeció la persecución anticatólica. Sentíase perfectamente sano y capaz de servir a Dios y a las almas en su nuevo ministerio.
En La Candelaria, una antigua población de las sierras de Achala, criando ovejas en las anfractuosidades de aquellas serranías, desoladas en verano e inaccesibles en invierno, vivió el doctor Salomón no menos de treinta años. Celebraba misa diariamente e impartía los sacramentos a los paisanos que conservaban su antigua fe. En los entreactos de su ministerio, el doctor Salomón, que proseguía sus laboriosas investigaciones, había logrado producir, como el sabio de Bagdad, una sustancia aisladora de la gravitación universal, que llamó achalita, en homenaje o las montañas de Achala.
Era un gas que al extenderse en capas horizontales, interceptaba esa misteriosa corriente que ejercen los astros, en razón directa de sus masas e inversa del cuadrado de la distancia. La achalita, no obstante ser un fluido imponderable, era elástica e impenetrable como una chapa de acero. Una nube de achalita cubriendo una ciudad la defendería de un bombardeo mejor que una caparazón blindada.
Además, el doctor Salomón había descubierto un rayo que disgregaba a distancia inconmensurable el platino y el iridio, con los que se construían los órganos esenciales de los motores fin del mundo. Un avión, un tanque, un barco en movimiento sobre el cual caía ese rayo, quedaba paralizado como si de pronto sus bielas, sus ejes, sus cojinetes, se hubieran fundido en un solo bloque.
El general comprendió la inmensa importancia militar de aquellas invenciones y dispuso que sus ingenieros instalaran usinas para producir en vasta escala el rayo salomónico y la achalita.
En pocos días, mientras ardía Buenos Aires en manos de los anarcos marxistas y resonaban los caminos de la Patagonia bajo los ejércitos de Chile, pudo realizarse el primer gran experimento de aquellas invenciones.
Se cubrió la ciudad de Córdoba con una nube de achalita y se la sometió a un rudo bombardeo.
Desde las colinas que circundaban la vieja capital los cañones arrojaron sus obuses, que al caer sobre la capa gaseosa rodaban como gotas de mercurio sobre un cristal. A veces estallaban en el aire.
Cuando el proyectil, por la fuerza del cañón llegaba a penetrar en el gas, a la manera de una bala que se entierra en una almohadilla de algodón, se volatizaba, disgregados sus átomos por la potente carga eléctrica de la achalita. A veces rebotaba, semejante a una bolita de cristal que golpea sobre un mármol y desaparece.
El doctor Salomón explicó el fenómeno: —Lo que ha ocurrido es que el proyectil, aislado por la achalita de la atracción de la tierra, ha obedecido a la atracción de otra masa, tal vez del sol, y se ha precipitado hacia ella.
¿Cuánto tardará en llegar a su remoto destino? Sería fácil calcularlo, pero no nos interesa...
Todavía más prodigioso resultó el rayo salomónico, según se experimentó con aviones que se echaron a volar sin tripulantes. La invisible onda los captura en el aire y los arrojaba en tierra como a palomas heridas por una certera escopeta. Con semejantes armas era segura la victoria, si el invasor le daba tiempo al general Cabral para producirlas en cantidad suficiente.
Pero el mismo día de los experimentos divulgó se una gravísima noticia. La Argentina tendría que hacer frente no sólo a los enemigos del sur, sino también a los del norte, pues Bolivia y el Paraguay la acababan de invadir sin declarar la guerra; y además a los del este, ya que el Imperio del Brasil había cruzado el Uruguay y apoderándose de la provincia de Entre Ríos.
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Hugo Wast (Córdoba, 1883 - Buenos Aires, 1962) Seudónimo del novelista argentino Gustavo Martínez Zuviría, uno de los escritores argentinos más discutidos del siglo XX. Se hizo abogado en la Universidad del Litoral (Santa Fe), fue profesor de Economía en dicha Universidad y dirigió la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, de 1931 a 1955; diputado a Cortes (1916-1920) y ministro de justicia y de Educación Pública (1943-44), obtuvo la medalla de oro de la Real Academia Española de la Lengua en 1922, por su novela Valle Negro (1918), y el Premio Nacional de Literatura de 1926 por su Desierto de piedra (1925), quizá su obra más estimable por su valor costumbrista y su sentido del paisaje.
Después de las ya citadas, su novela más interesante es La casa de los cuervos, publicada en 1916. Se le ha llamado el "Blasco Ibáñez católico" y el "Palacio Valdés argentino"
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