GABRIEL ALBIAC / ABC.es
EL milagro de la filosofía está cifrado en la enigmática intemporalidad de sus enunciados.
Y en lo inútil de ellos para cambiar nada.
Ahora que su ciclo histórico de dos mil seiscientos años está a punto de cerrarse, como a punto de cerrarse está el invento de sólo siete siglos al cual hemos seguido llamando Universidades; ahora, desde el raro privilegio de haber pertenecido a la última generación que académicamente se dedicó a esa tarea bella y vana, a ese bello y vano lujo del espíritu llamado filosofía, sé que fue tal inasible intemporalidad la que me llevó a abrazarme a un juego de inteligencia que -dice Platón, al codificarlo en la luminosa Atenas- no lleva a ninguna parte, pero es hermoso. Bien está malgastar la vida en algo inútil: todo lo es.
Que sea, al menos, menos feo que el resto.
El milagro de la filosofía...
Baruch de Spinoza, por ejemplo, al cual he dedicado, al cabo, la única fracción memorable de mi vida.
Baruch de Spinoza, pues, que, en 1676 y muy poco antes de morir, escribe cómo no hay ligazón alguna entre los hombres que no esté regulada por los juegos de poder y dominio que van tejiendo y destejiendo el miedo y la esperanza.
Se necesita una gran inteligencia -pero se necesita aún más un coraje inmenso- para hacer explícito, con tan fría hondura, que es la guerra el sustrato material del mundo de los hombres; y que todo, aun lo más íntimo, aun lo infinitamente delicado, aun aquello que toma la solemne revestidura de lo sagrado, ha sido estructurado en complicadas metáforas a partir de un único fundamento ontológico: Que «en la naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte», que «dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquella puede ser destruida»
Lo que es lo mismo: que amor, amistad, arte, sacrificio o sabiduría no son sin los complejos monumentos que es capaz de alzar la dura paradoja de unos hombres siempre en lucha por esa armonía que sólo deja de ser letal cuando se sabe imaginaria y cuando como imaginaria procede a alzar sus efímeras criaturas de humo y viento.
Leí en el ABC de ayer las palabras de Gonzalo Anes, sabio en un país donde hoy los sabios no abundan: hubo una «época en que teníamos terror a los padres... Y ahora se ha pasado a una época en la que el padre tiene terror al hijo».
Todo el desmoronarse -ya sin remedio- de nuestro mundo cabe en esa fórmula.
Tanto hemos pervertido las palabras, que hablar de miedo nos da miedo; aunque sepamos, tan bien como lo sabían Guicciardini o Maquiavelo, que no hay convención social -ni lazo personal, por tanto- allá donde ni miedo ni esperanza existen.
O como lo sabía el Freud más literariamente elegante, el que describe, en torno a un caso de posesión diabólica en el siglo XVII, el movedizo trastrueque, la aterradora oscilación de la figura del padre en simultáneo ángel y demonio para la escindida cabeza de su hijo.
También en la tradición cristiana, hasta el Hijo, que es Dios, debe implorar -y no recibir- la piedad del Dios que es Padre y que debería apartar el cáliz del dolor; y que no puede. Esa paradoja somos.
A través de nuestras creencias, como de nuestras no creencias.
A través de nuestro saber, igual que de nuestra ignorancia
Pero es duro aceptarlo.
Es lo más duro.
Preferimos hacer como que ese horror no existe.
Y puede que hagamos bien en ocultarlo: es excesivo.
Pero, al cabo, la realidad se venga: si los hijos no temen a sus padres, habrán de ser los padres quienes teman a sus hijos.
No hay realidad humana, sin la danza, laberíntica y cruelmente hermosa, del miedo y la esperanza.
...
Lo demás es barbarie.
Boletín Info-RIES nº 1102
-
*Ya pueden disponer del último boletín de la **Red Iberoamericana de
Estudio de las Sectas (RIES), Info-RIES**. En este caso les ofrecemos un
monográfico ...
Hace 3 meses
No hay comentarios:
Publicar un comentario