"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 20 de marzo de 2010

Humor "negro" - Bichos de Campo. periodismo que "pica"

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El hombre, desesperado ante el precio de la carnaza, fue el primero en lanzar el alarido, un grito de guerra, convocante de una masacre.
La vieja Esther en otro momento se hubiese asustado, pero sus ojos ya no eran los de una abuelita tierna que abraza a sus nietecitos con apenas una mirada.
Las pupilas de la anciana se habían salido de órbita hace rato: miraban fijamente un cacho de vacío, inalcanzable, que reposaba en la heladera, detrás de un grueso vidrio curvo y sucio.
La ñata contra el vidrio; un hilo de baba caía desde la comisura de los labios de la anciana.

Esther replicó el grito de guerra, que puso en alerta a varios vecinos que rápidamente la rodearon. No sólo eso.
Utilizó los últimos pulsos que le quedaban en la tarjeta prepaga del celular que su hijo le había comprado para los mandados y marcó un número telefónico que se sabía de memoria. En el contestador automático de Radio 10 dejó grabado un mensaje que pasó desapercibido para una productora distraída por las melosas melodías que entonaba el “Negro” González Oro, y que auspiciaba la Barrick Gold. La inocente chica mandó el mensaje al aire.
“En mi larga vida nunca había visto nada así: ¡Es imposible comprar carne!
¿Me quieren decir cómo hago para comprar la picada para las empanadas?
¿Y vieron los precios de la milanesa?
Mi padre me enseño a ganarme la vida con mi trabajo.
Pero no más: les juro que comenzaré a robar carne y no dejaré de hacerlo hasta que bajen los precios...”

El sagaz Eduardo Feiman fue la única persona en el estudio de Radio 10 que prestó atención al crudo mensaje que había salido al aire.
Adivinó de inmediato que una revuelta se había puesto en marcha.
De inmediato llamó a sus amigos de la Federal para ponerlos en alerta.
También ordenó el despegue del helicóptero de C5N.
El tono de voz de la viejecita, casi al borde del llanto, preanunciaba una tragedia inminente.
Ni bien colgó, Esther levantó su bastón por el aire y propinó un fuerte golpe a la heladera de la carnicería: el vidrio se hizo añicos ante la cara de espanto de Don Manuel, el eterno carnicero del barrio.
Sin contemplaciones de buena vecindad, la viejecita se lanzó voraz hacia el pedazo de vacío y comenzó a mordisquear con desesperación la carne cruda, aún a riesgo de perder su dentadura.
El hombre que había lanzado el primer alarido fue más allá y abrió las puertas del enorme refrigerador.
Encontró una media res que cargó rápidamente sobre su hombro, dispuesto a trozarla luego en su casa.
No llegó muy lejos...
Con un enorme cuchillo que había tomado del mostrador, un pibe de esquina, barrabrava del club del barrió, detuvo su trabajosa marcha.
La sangre del hombre inundó rápidamente la vereda y excitó todavía más a los vecinos que se habían concentrado en el lugar.
Cuando no quedó nada de la media res, y muchos de ellos habían quedado con las manos vacías, un hombre gordo no dudó y clavó una faca en una nalga del hombre muerto que yacía, todavía caliente, sobre el verdín de los adoquines.
- “De acá saco al menos un kilo para las milanesas”, razonó.

La masacre fue propagándose hacia otros barrios.
Tras el saqueó de las carnicerías, que ofrecían poca resistencia, hordas de gente se enfrentaron a los guardias de seguridad de los grandes supermercados.

Alfredo Coto, en persona, intentó una negociación con un grupo de vecinos exaltados: les permitiría robar los plasmas y otros artículos electrónicos (que estaban bien asegurados) a cambio de que detuvieran su avance hacia las heladeras del fondo.
No tuvo resultado.
El tropel se llevó todos los cortes en exposición y un par de frascos de Ketchup, para sazonar.
En la góndola quedó solamente un muy pequeño lote de carne llena de grasa que se vendía a los precios “sugeridos” por el Gobierno.
Eran una verdadera mierda que nadie quería probar.

Los robos de carne duraron hasta la medianoche y hasta esa hora se prolongó también la transmisión especial de C5N, que incluso decidió, por primera vez en su corta vida, no cubrir el discurso que esa tarde brindaba la presidenta Cristina Fernández de Kirchner:
"Inauguraba una línea de alta tensión que permitiría asegurar el suministro de energía eléctrica al pujante polo hotelero de El Calafate.
- “Hay un país real que no se ve por los canales de televisión”, reveló la primera mandataria en ese discurso que nadie escuchó.

Las cámaras de TV, en rigor, estaban ocupadas mostrando cruentas escenas protagonizadas por una multitud descontrolada.
Cuando la carne vacuna comenzó a faltar y ya no quedaba heladera por vaciar, miles de argentinos comenzaron a matarse y filetearse entre ellos.

Mauricio Macri, el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, pidió no sacar la basura esa noche a la calle.
Temía que los desechos bloquearan los sumideros y no permitieran un rápido escurrimiento de los ríos de sangre.
A eso de la una de la mañana, el implacable Feimann finalmente logró dar con quien había desencadenado la frenética matanza.

Esther tenía la panza llena –curiosamente de vacío- y estaba cómodamente instalada en el living de la casita que su marido había construido de a puchitos cuando todavía respiraba.
La viejecita miraba las escenas por televisión sin poder creer lo que había desencadenado.
Y fue eso lo que le dijo al brillante periodista que ahora la entrevistaba.

- “Mire, hijito, robar toda la carne de vaca está muy bien, porque era imposible comprarla. Pero de ahí a comernos entre nosotros...
Yo propongo buscar a los responsables de que la carne esté tan cara para darles su verdadero merecido. Los argentinos no nos merecemos tener gobernantes tan malos”.

Las palabras de Esther se difundieron por cadena nacional y casi milagrosamente serenaron a la muchedumbre.
Un hombre que estaba a punto de degollar a una mujer gorda, a la cual pensaba sazonar bien con salmuera antes de echarla sobre la parrilla, dejó caer su cuchilla al suelo. Y muchos otros siguieron su ejemplo.
Gran cantidad de chicos que habían zafado de la masacre sencillamente porque ofrecían poco rendimiento al gancho, fueron liberados.
Habían sido encerrados en el estadio de River Plate, donde un grupo de adultos pensaba engordarlos a base de soja y maíz.

La paz comenzó a regresar a una ciudad en la que ya no quedaba un gramo de carne vacuna.
La presidenta convocó a conferencia de prensa para mostrar los éxitos de su gestión. Finalmente reconoció que era cierto que faltaba carne de vaca, aunque también aseguró que por suerte habría suficiente oferta de carne de chancho.

Pero la gente no pensaba en desconcentrarse.
Y mucho menos en regresar tranquilamente hacia sus respectivos hogares.
Poco a poco, un ejercito de hombres y mujeres, simples vecinos de barrio acostumbrados a un alto consumo de carnes rojas, y que habían mutado genéticamente hasta convertirse en bestias por efecto del síndrome de abstinencia, fueron concentrándose frente a la casa de Esther.
Eran cientos de miles los que vociferaban clamando venganza.
- “Al Gobierno popular, lo vamos a reventar”, coreaban unos.
- “Si quieren que los volvamos a votar, entonces carne no nos puede faltar”, profundizaban los de mayor intelecto.

Esther salió al balcón y dio por iniciada la asamblea en la que la gente debatiría quiénes eran los responsables de los aumentos de la carne: se puso los anteojos para anotar en una libretita a los sucesivos oradores.

El primero que pidió la palabra se autoproclamó como “el rey de la carne” y acusó de la crisis a los avaros ganaderos terratenientes que querían mandar sus hijos a estudiar a París, como en las épocas de oro.
Alberto Samid no duró mucho con el micrófono.
El ex relator Mauro Viale aprovechó y se cobró venganza de una vieja pelea, clavándole un cuchillo por la espalda.
El enorme matarife rápidamente fue faenado por un grupo de jóvenes vestidos enteramente de blanco, ex trabajadores de una industria frigorífica, que aprovecharon el desposte para presentar en sociedad su flamante catálogo de cortes humanos.
El debate por el aumento de la carne se hizo interminable.

El cruce de acusaciones era agotador.
Un grupo de carniceros que habían logrado conservar sus vidas le echó la culpa a los frigoríficos. Pero un representante de ese sector acusó a los supermercados.
Entre ellos había una dura interna: las grandes cadenas decían que la culpa era de los autoservicios chinos y a la inversa.
Los ganaderos fueron señalados como responsables por un consumidor que días atrás había escuchado algo parecido en 6-7-8.
- “Y ese programa no miente”, gritó el hombre para dar sustento a sus palabras.

Desde una improvisada Tarima, un viejo bidet en desuso apoyado boca abajo, Esther pidió calma a la muchedumbre.
Y habló:
- “Miren, yo no sé quién tiene la culpa de que no haya carne. Lo único que sé es que hay un señor que me dice que es mentira que haya escasez de carne. Y lo único que sé es que ese mismo señor me dice también que la carne no subió de precio.
¡¿Qué quieren que les diga?!
Mi finado marido me enseñó que la mugre no se esconde debajo de la alfombra, y que los problemas no se resuelven ocultándolos. También me enseñó que para arreglar las cosas no sirve sólo con pelear ni con pegar un par de gritos”.

La multitud quedó envuelta en un insoportable silencio, como masticando cada una de las palabras pronunciadas por la viejecita.
Todos –o la mayoría- sospechaban de quién hablaba Esther, que a esa altura se había convertido para la plebe en una especie de gran pitonisa.
Pero nadie se atrevía a mencionar a viva voz el nombre de quien era considerado uno de los hombres más poderosos del país. Nadie se animaba.

La anciana, que a esa altura parecía divertida con la situación, pidió una pizarra y una tiza, que le alcanzaron rápidamente.
...
Allí, con el estilo enigmático de Lilita Carrió para pronosticar catástrofes, escribió -bien grandes- apenas dos letras: G M.
Un grupo de muchachos extraviados por el paco se puso en marcha rápidamente en dirección a la enorme fábrica de General Motors: habrían de quemarla entera como venganza por el aumento de los bifes.

- “Guillermo Moreno, lo que la señora Esther quiere decir es que el culpable es Guillermo Moreno”, dijo con timidez un gurrumín de no más de doce años, pero que acostumbraba a leer los títulos de los diarios con que en la plaza se cubrían del frío algunos linyeras.

No fue necesario que nadie dijera más nada: bajo la luz de las antorchas, una furiosa multitud comenzó a caminar rumbo a la Secretaría de Comercio.
Moreno, en su oscuro despacho, estaba abstraído de todo lo que sucedía en las calles.
Para caer en gracia de sus jefes, horas atrás había cerrado totalmente las exportaciones de carne y en la soledad de su poder hacía nuevas cuentas sobre la “barata” de cortes que el fin de semana le permitiría tomar nuevos valores de referencia para el INDEC, con el fin de mostrarle al gran público que se quejaba de lleno, y que la carne costaba menos ahora que hace dos años.

- “Estos negro malagradecidos se quejan al pedo”, susurraba cuando los primeros manifestantes ingresaron a su oficina y rodearon su escritorio.

Esther iba a la cabeza. Afuera del edificio quedaron cientos de miles de personas.
Lo que sucedió después no pudo ser grabado por las cámaras de televisión.
Alberto Williams, el eterno vocero desautorizado de los carniceros, le partió a Moreno en la cabeza un viejo manual económico que el secretario conservaba desde su época de alumno de la UADE, intitulado:“Es el mercado, estúpido”.

Dos fornidos muchachos levantaron el cuerpo desmayado y lo acostaron sobre una mesa colmada de papelitos y facturas truchas, mientras Esther sacaba a relucir una pequeña tijera de costurera, con la que comenzó a cortarle lentamente la ropa.

El grueso traje gris costó trabajo, pero la camisa blanca apenas ofreció resistencia.
Muchos cuchillos filosos, anhelantes de esa carne, se hicieron oir cortando el aire.
Esther ya hablaba como una verdadera estadista.
- “El canibalismo no es un buen sistema de organización social y además la carne humana no me resulta tan sabrosa como la de nuestras queridas vacas. Pero un buen acto de canibalismo, el día indicado, en el momento oportuno, puede servirnos para poner fin al canibalismo de los negocios y la mala administración de la política. Nos comeremos pues a este pobre hombre que se creyó demasiado importante, para poner fin a un periodo oscuro signado por el autoritarismo y la carestía”. Luego de ese anuncio, recomendó a las fieras no avanzar sobre la sesera de Moreno. “No vaya a ser que sea contagiosa la falta de ideas”, explicó.

El primer cuchillo estaba a punto de clavarse sobre el vientre de Moreno cuando las hábiles tijeras de esta nueva líder social avanzaron sobre el último resto de vestimenta que protegía el cuerpo del otrora intocable funcionario.
El elástico del calzoncillo, un slip de marca barata del Once, salió despedido.
Fue entonces que Esther, la viejecita que siempre había comido carne barata, la ancianita que conoció en su larga vida apenas la desnudez de un solo hombre, la de su finado marido, levantó un brazo para detener el sacrificio final de una plebe enfurecida.

- “Dejémoslo, no vale la pena… –dijo Esther, con voz clara y pausada, la mirada llena de decepción-. Al final este tipo no era tan poronga como todos pensaban”

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