Editorial
Por Javier Úbeda Ibáñez para Nuevo Encuentro
Una democracia, en una sociedad que no respete los valores objetivos, será cauce, no de gobierno sino de desgobierno, no de desarrollo social sino de corrupción de la sociedad, no de la libertad sino del permisivismo, no del progreso sino del regreso a formas salvajes de vida. Más que democracia, será demagogia.
El hombre –y por lo tanto también el pueblo– tiene un límite infranqueable, que si bien el pueblo es soberano, no lo es de modo absoluto, porque el hombre es, ciertamente, rector de sí mismo, pero antes que eso es un ser regido.
No es el hombre, como quería el viejo Protágoras, la medida de todas las cosas.
Es un ser libre, modelador de su destino, pero su libertad está gobernada por las exigencias objetivas de su propio ser.
No es el hombre el criterio del bien y del mal, no es el pueblo el criterio de lo justo y de lo injusto; tal criterio es la ley natural, que se fundamenta en la razón práctica del hombre rectamente formada.
Una democracia, en una sociedad que no respete los valores objetivos, será cauce:
. no de gobierno sino de desgobierno
. no de desarrollo social sino de corrupción de la sociedad
. no de la libertad sino del permisivismo
. no del progreso sino del regreso a formas salvajes de vida.
Más que democracia, será demagogia.
Sustituir la ley natural, que es universal e inmutable, por los dictados de la mayoría y, por tanto, extender la democracia al sistema de reglas y valores fundamentales que han de regir la vida social en cuanto organizada en Estado, deja a la democracia desamparada frente a las fuerzas disolventes de la sociedad y de ella misma. Pero, sobre todo, deja a la democracia sin su última y más básica fundamentación.
Si –como pretende el liberalismo de rancio abolengo– todo se funda en la prevalencia de los votos, ¿en qué se fundamenta la democracia? La respuesta es tan obvia como inquietante: se funda en ella misma. Y decimos que es inquietante, porque esto significa que carece de fundamento fuera de la pura voluntad del pueblo, a la que habría que calificar de arbitraria por cuanto carecería de un fundamento ulterior. Y a la voluntad arbitraria del hombre en política se la llama tiranía. De donde resultaría paradójicamente, que la democracia no sería otra cosa que la forma menos desagradable de tiranía. Afortunadamente la democracia no es eso; lejos de ser la forma menos mala de tiranía, de suyo es –o al menos puede ser– una excelente forma de gobierno.
La democracia en sentido actual –el que aparece en el siglo XVIII– es, ciertamente, una forma de gobierno en la que el pueblo designa a sus gobernantes; pero es también –y principalmente– un régimen de libertad. Sin libertades personales y, de modo fundamental, sin la libertad de ser persona –en el sentido propio de esta palabra– no hay democracia, aunque haya votaciones. Sólo por votar no se es persona, ni las elecciones son la democracia; ambas cosas son instrumentos para la libertad y para la democracia, mas no son la democracia ni la libertad.
Tres son –en nuestra opinión- las piezas fundamentales de la democracia: a) el Estado abierto a la realidad social, no el Estado neutro, idea, no por vieja menos peregrina, que falsifica la democracia, porque contradice la esencia misma de la democracia. Estado neutro en efecto, o equivale a Estado vacío de cultura y de moral, o equivale –y es lo que más frecuentemente ocurre– a Estado relativista y agnóstico, esto es, confesionalmente laico; b) la posibilidad de acceso al poder de distintas opciones y corrientes; c) la libertad de mayorías y minorías. Y todo ello postula que las ideas no vayan –primariamente– del Estado a la sociedad, sino de la sociedad al Estado. De ahí la importancia capital de las libertades en el pensamiento, de las conciencias y religiosa. Son una exigencia de autenticidad democrática. Y como corolario, la importancia capital de la libertad de enseñanza; es también exigencia de autenticidad democrática.
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Saber discernir
Javier Úbeda Ibáñez
Sun, 14 Sep 2008 21:59:00
CAMINEO.INFO.- Existe un viejo principio que puede considerarse como una de las reglas universalmente admitidas de la conducta humana: el fin no justifica los medios. Habría que recordar también otro principio, tan válido y cristiano como el anterior y mucho más elemental: los medios no justifican el fin. ¿Adónde queremos ir a parar con esto? Lo aclararemos en seguida.
Podría ocurrir que un imprudente fervor propio de principiantes ingenuos, llevase a algunos a pensar que cualquier opción política, con tal que haya sido reconocida como democrática, sería desde ese mismo momento admisible para un ciudadano cristiano; o bien –y esto resultaría todavía más aberrante-, que toda nueva normativa, con tal de que sea implantada por un procedimiento legal democrático, resulta también moralmente lícita y puede seguirse con recta conciencia. Las cosas no son exactamente así.
La democracia es sobre todo un método, un procedimiento, que establece unas reglas de juego para la vida pública que, si se observan lealmente, pueden producir indudables beneficios: eliminar traumas violentos en la política de un país y garantizar que las alternativas entre diversas opciones que con el tiempo se produzcan no desemboquen nunca –como en los regímenes totalitarios- en una aventura sin posibilidad de retorno. Pero la democracia –el medio- no justifica los fines que por ella se alcanzan, porque no es el bautismo en un Jordán purificador que limpia y santifica todo lo que toca. Un mal –como, por ejemplo, el divorcio- establecido por un procedimiento democrático, no por eso deja de ser mal y para el cristiano seguirá siendo siempre moralmente ilícito; y hay opciones políticas que una legalidad democrática puede reconocer y que son absolutamente incompatibles con el Cristianismo.
La democracia, en suma, no dispensa al católico del deber de ejercitar su facultad de discernimiento, que es arte de distinguir entre el bien y el mal y de acertar con el camino recto.
Boletín Info-RIES nº 1102
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