"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

domingo, 12 de enero de 2014

Elogio de la melancolía

Cecilia Ansaldo Briones

Insisto: la vida no cambia por las vueltas del calendario, por la medición humana del tiempo.
La vida cambia de golpe, cuando el accidente ingresa como un cuchillo dentro del orden habitual o por etapas cuya gradación es invisible a los ojos pero sí perceptible bajo la lupa del análisis.
Y como el presente se embarulla al calor de los discursos y caravanas, de las declaraciones y aclaraciones, de la desconfianza hecha carne o de la esperanza como hábito, miramos hacia el interior.
Pretensiosamente, interpretamos signos.

En esa actitud de mirar y pensar, se nos aureola por encima de la cabeza o tal vez se trasluce en el mismo rostro algo que al requerir de un nombre –no podemos vivir en el campo de lo innominado– llamo “melancolía”. 
No en el sentido del diccionario que marca a ese cariz de la tristeza sosegada una fijación al punto de afirmar que el melancólico “no encuentra gusto ni diversión en nada”.
O en el que Freud definió como expresión de un duelo profundo en el cual el yo ha trasladado el vacío del exterior a sí mismo.
Nada de eso.

La melancolía en la que reparo viene de un distanciamiento con el contorno, no en el sentido de divorcio sino de búsqueda de una perspectiva...
No practica la ignorancia ni el desdén, al contrario, es producto del conocimiento minucioso del estado de cosas del mundo.
Quiere saber siempre, se conduele, lamenta y compadece (en el egregio sentido de los griegos de solidaridad que lleva a “padecer con” el que sufre).

Esta actitud mueve el lente de su cámara de la visión panorámica al inserto:
Observa lo pequeño, lo cotidiano, recoge imágenes al pasar y se da cuenta de que la vida real es colección de instantes.
Y que cada instante tiene su valor cuando la conciencia lo toma para sí. Por eso, el melancólico es impaciente.

Ciertas líneas poéticas del pasado sublimaron la melancolía, la llamaron spleen, mal du siecle, la vivieron invadidos por decadencia y hastío.
Y en la tendencia binaria de la humanidad se alinearon ya sea entre los contemplativos o entre los rebeldes. Los unos para mirar y para escribir; los otros, para interactuar y escribir.
Los melancólicos de hoy pasan más inadvertidos porque los horizontes de desenvolvimiento social se han ampliado.
Cuando alguien rehúye a sus congéneres integra simplemente el grupo de los tímidos, a lo más de los “raros”.

Yo aprecio enormemente a los melancólicos.
Cuando se tiene acceso a ellos y se gana su confianza comparten tesoros abrillantados en la soledad de la meditación.
Me gusta que no son estridentes, no hacen bromas a cada paso, prefieren la conversación a la música de fondo y no expresan sus verdades personales como si fueran las únicas.
Plantean hipótesis y no tesis, se hacen preguntas más que dan respuestas.
Han revisado la inutilidad de los dogmas.

La melancolía no es estéril, sabe sonreír y no se engaña respecto de la vida.

Piénsese en Don Quijote de la Mancha y en su hondura meditabunda cuando no estaba esgrimiendo la espada.

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