Mientras el Consejo de la Magistratura responda al gobierno de turno, no habrá jueces ni fiscales dispuestos a investigar hechos fraudulentos que involucren a hombres del poder
Por Hernán Munilla Lacasa | Para LA NACION
El índice de percepción de la corrupción elaborado por Transparencia Internacional en 2014 colocó a la Argentina en el puesto 107 sobre 175 países relevados.
En enero de 2015, se conoció un durísimo informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, en el cual se lanza una alerta por la corrupción en la Argentina y se reclaman medidas urgentes.
En una encuesta realizada en el último Coloquio de IDEA (2014), celebrado en Mar del Plata,
el 47% de los empresarios asistentes respondió que no le resultaba censurable pagar una coima para destrabar una aprobación lícita.
La encuesta reseñada y muchas otras, como la efectuada por la UCA y Gallup en 2013, nos confirman que el problema, que afecta por igual a las instituciones, a la economía y a la sociedad en su conjunto, se ha extendido en los últimos años.
Y aunque no se trate de un fenómeno nuevo (el jurista Carlos S. Nino advertía, ya en 1992, que vivíamos en "un país al margen de la ley"), el próximo gobierno, cualquiera que sea su signo político, difícilmente pueda darle la espalda a este acuciante problema, que amenaza con socavar los últimos vestigios de un sistema republicano que, muy a nuestro pesar, se halla en descomposición.
En este contexto, mucho se viene hablando de importantes leyes que pronto habrán de regir a nivel nacional (Código Civil y Comercial Unificado, Código Procesal Penal)
Que fueron sancionadas recientemente (responsabilidad del Estado y de los funcionarios públicos), o que aún siguen en estudio (Código Penal).
Más allá de los numerosos cuestionamientos que puede hacerse a estos textos -algunos de forma, por el escaso debate parlamentario que tuvieron; otros de fondo, por el significado de sus premisas-, y por saludables que sean algunas de las modificaciones aprobadas, tales herramientas resultan francamente accesorias de otra reforma, mucho más relevante, que merece abordar sin demora la dirigencia política que asuma la conducción de nuestro país.
Me refiero a la integración del Consejo de la Magistratura.
Podemos tener los Códigos más modernos, ágiles e inclusivos;
que reconozcan más y mejores derechos;
que aseguren, según los casos, la más adecuada equidistancia del Estado respecto de los individuos,
pero si los llamados a aplicarlos son jueces y fiscales que responden a los intereses del poder político, cualquiera que sea su filiación, lamentablemente, seguiremos estancados en la mediocridad de un país cuyo respeto a la división de poderes no pasa de ser una mera y triste ilusión.
Si el Poder Ejecutivo maneja a los legisladores que integran el Consejo, y a su vez dispone de su propio representante en ese organismo, no sería venturoso suponer que, conformando mayorías ocasionales, pueda trabar designaciones o remociones, o bien postular a sus candidatos.
También podría ocurrir que aquellos funcionarios públicos involucrados en hechos graves de corrupción sean investigados justamente por esos jueces o fiscales cuya designación provenga del gobierno al que pertenece el funcionario investigado.
Hasta no sería descabellado comprobar que la empatía del magistrado con el gobierno que promovió su candidatura sea ostensible. En tal caso, ¿sería un absurdo imaginar que el juez/fiscal se apresure en desvincular raudamente al funcionario o ex funcionario público involucrado?
En la vereda opuesta, puede ocurrir que un magistrado independiente del poder político de turno pretenda investigar sin concesiones los eventuales actos de corrupción del circunstancial gobierno.
En ese supuesto, ¿acaso sería fantasioso pensar que el juez/fiscal dispuesto a indagar a fondo sea removido, suspendido, disminuido su salario o que directamente aparezca muerto en circunstancias harto sospechosas?
La corrupción debe ser combatida a través de Códigos modernos y eficaces.
No cabe la menor duda.
Pero hasta que no se modifique la composición del Consejo de la Magistratura,
hasta que no se dote a este organismo de la mayor neutralidad posible frente al poder de turno,
hasta que no se logre su auténtica despolitización, que normalmente trae aparejada, como acto reflejo, una perniciosa politización de los propios magistrados, quienes al hacerlo desnaturalizan su magna función,
entonces no tendremos jueces/fiscales verdaderamente independientes, dispuestos a investigar hechos de corrupción.
Es ésta, su independencia, la única condición que debe poseer un juez para honrar no sólo la Constitución Nacional que ha jurado defender, sino a su propia conciencia.
Adviértase que en el proceso de designación de un juez el texto fundamental contempla tanto la intervención del Poder Ejecutivo (mediante la selección de un candidato de la terna propuesta por el Consejo), como del Senado de la Nación (mediante la aprobación del pliego del candidato).
Por ende, ¿qué necesidad hay de exacerbar el protagonismo de cuadros políticos en un organismo que debe mantenerse precisamente lo más alejado posible del poder político al cual eventualmente deberá juzgar?
¿No es éste, acaso, uno de los pilares básicos sobre los cuales se asienta el sistema republicano de gobierno?
La impunidad es la principal causa generadora de corrupción.
Si los funcionarios públicos constatan que los procesos se demoran, aceleran o manipulan según cuál sea el grado de afinidad política del magistrado con el gobierno de turno, y si a su vez éste logra neutralizar -o negociar- cualquier embestida que pueda provenir del órgano encargado precisamente de juzgarlo, entonces seguirán dadas las condiciones para que la Argentina continúe escalando puestos en el vergonzante índice de corrupción, en tanto la medición se encuentre a cargo, claro, de una entidad insospechable.
Es responsabilidad inexcusable del próximo gobierno enfrentar el binomio impunidad-corrupción.
Una medida eficaz para hacerlo es devolverle al Poder Judicial la independencia que nunca debió arrebatársele.
El primer escalón, el más importante -aunque no el único-, es modificar la integración del Consejo de la Magistratura, que debe ser despolitizado definitivamente.
Quizás entonces podamos refutar la temible definición del papa Francisco:
"Una sociedad corrupta apesta".
Los políticos -más precisamente el Congreso de la Nación- tienen la palabra.
El autor es doctor en Ciencias Jurídicas (UCA)
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