Álvaro
Vargas Llosa
La
destrucción judicial de Lula implica la deslegitimación de todo lo que encarna
ideológicamente la clase dirigente empresarial y la clase media.
En
un par de semanas, si no sucede un imprevisto, Dilma Rousseff será destituida
del cargo de Presidenta de su país, Brasil, de forma definitiva.
Con ella morirá
la era “Lula” de la que fue prolongación y baluarte:
Una
era ciclotímica que tuvo un auge simbolizado, precisamente, por la selección de
Río como sede de los Juegos Olímpicos que actualmente se desarrollan allí y de
Brasil por el Mundial de Fútbol de 2014, pero
que termina con un desmoronamiento político, económico y moral.
El
Senado votó esta semana el informe que pide formalmente el “impeachment” de la
Presidenta apartada interinamente del cargo desde el 12 de mayo...
El
margen no deja lugar a dudas:
Eran necesarios
sólo 41 votos
para superar esta, la penúltima instancia del proceso, pero fueron 59 los senadores que le pusieron a Dilma la cruz.
Cifra
con doble significación.
Es
muy superior a los 21 votos que
respaldaron a la mandataria y a la mayoría simple que exigía la ley en
esta instancia, pero, además, supera los dos tercios que serán necesarios en la
votación definitiva, en pocos días, en la misma Cámara.
El
proceso, además, ha contado con un elemento constitucional inapelable:
La participación
del Supremo Tribunal Federal, cuyo presidente dirigió la sesión senatorial
donde se votó el informe.
Esa
misma institución fijará la fecha de la votación definitiva y avalará, otra
vez, con su participación la constitucionalidad de la actuación de los
senadores.
Esto
quita al Partido de los Trabajadores el argumento jurídico contra el “impeachment”
que la propia Dilma intenta ahora hacer valer apelando a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (institución a la que su gobierno anatematizó, durante un prolongado
enfrentamiento, hace no mucho tiempo, en alianza con los países del Alba.)
La
constitucionalidad del “impeachment” no está en duda.
Pero
sí está bajo una negra nube la condición moral de muchos de quienes votaron
contra la Presidenta desde que el proceso se inició en la Cámara de Diputados y
de quienes forman parte de la oposición.
De
allí que el PT haya batallado como gato panza arriba tratando de generar,
dentro y fuera del país, una corriente abrumadora de solidaridad que intimidase
a los congresistas y medios de comunicación, otrora simpatizantes del “lulismo”
y hoy enfrentados a él, y vaciara de legitimidad las actuaciones contra Dilma.
Un
elemento central de esta campaña apunta al Partido del Movimiento Democrático
Brasileño (PMDB), liderado por el actual Presidente interino, Michel Temer:
Fue
aliado del gobierno de Dilma durante cinco años y medio pero que le dio
posteriormente la espalda al PT y precipitó los acontecimientos que dieron un
vuelco a la historia reciente de ese país.
La participación
del PMDB en la corrupción de Petrobras y otras empresas públicas ha sido de
mucha importancia aun si mayor ha sido la del propio PT.
Prueba
de ello es que esa participación ha cobrado una víctima tan significativa como
el anterior presidente de la Cámara de Diputados, pieza medular del proceso de
destitución de Dilma.
Otros
partidos, incluyendo al principal de la oposición al “lulismo”, el Partido de
la Social Democracia Brasileña (PSDB), también están salpicados aunque en menor
grado que los que fueron parte de la coalición gubernamental.
De
allí la paradoja de un proceso de destitución muy popular -fue abrumador el respaldo a la salida temporal de Dilma en mayo y lo
es ahora a la expulsión definitiva- y un gobierno interino con escaso apoyo
popular.
La
caída de tres ministros de Temer al poco de inaugurada su gestión no ayudó a
consolidar su apoyo, pero en cualquier caso las expectativas eran muy bajas.
Todo lo cual
apunta, en principio, a pesar de la dificultad de la Constitución, a unas
elecciones anticipadas.
El
escenario más realista para que ellas se produjesen sería el de la anulación,
por parte del ente electoral, de las elecciones de 2014, con el argumento de
que los actos cometidos por Dilma para alterar los presupuestos y ocultar la
inflación de gastos las vician de raíz.
Sin
embargo, y a pesar de que la población prefiere unas nuevas elecciones a la
continuidad de la administración Temer, cuyo apoyo, según una encuesta
reciente, bordea el 20%, es mucho más probable que se mantenga el calendario
electoral.
Así, se celebrarían
elecciones locales en octubre de este año y comicios presidenciales en 2018,
algo que conviene a los intereses políticos de los adversarios del PT.
A
la administración actual esto le conviene…
Así
podrá consolidarse e incluso tentar la posibilidad de la continuidad más allá
de 2018 por la vía del actual ministro de Hacienda, Henrique Meirelles, cuya
aspiración presidencial es objeto de cuchicheos en los mentideros del país
político.
Al
PMDB, el partido de Temer, le conviene también, porque, en la medida en que la
administración sea capaz de enderezar la economía, ese logro prevalecerá sobre
los cuestionamientos éticos que ahora mismo abruman a la organización.
En
cuanto al PSDB, aunque existe el riesgo de que el PMDB renazca de sus cenizas
con Temer, el horizonte de 2018 tiene ventajas.
Entre
ellas, el margen de tiempo para que Lula
-que todavía lidera las encuestas- acabe de ver arruinada su reputación
y se agrave la impopularidad que en principio debería acompañar los esfuerzos
de Temer por corregir las finanzas del Estado mediante sacrificios.
Ambas
cosas -el futuro penal de Lula y el
futuro fiscal de Temer- son de suma importancia para el futuro de Brasil.
Aunque
no es probable que la campaña internacional de Lula en defensa propia
(incluyendo su pedido de intervención del Consejo de Derechos Humanos de la
ONU) tenga éxito, se trata de un enemigo mucho más temible que Dilma.
Su
relativo apoyo popular, aunque minoritario, es bastante mayor que el de ella.
Su
capacidad de mesmerización del electorado más susceptible al populismo es
considerable y el aparato político sobre el cual se empina, bien que mermado,
prolonga su figura en nutridos bolsones electorales del país, especialmente el
norte y nordeste.
El agravamiento
de su situación penal es, pues, un arma valiosa para sus adversarios, pero
también para quienes aspiran a reformar las estructuras políticas y económicas.
Ya
ha sido imputado formalmente y deberá afrontar un juicio por intento de
obstrucción de la justicia, a lo cual se suman las acusaciones de la fiscalía
relacionadas con su aparente participación en la corrupción de Petrobras, que
según los fiscales el ex presidente conocía de muy cerca.
La
destrucción judicial de Lula implica la deslegitimación de todo lo que encarna
ideológicamente, o al menos eso esperan tanto el PSDB como el PMDB, la clase
dirigente empresarial y la clase media.
Si
no es así, será grande la capacidad de respuesta del populismo a los intentos
por modificar un modelo de desarrollo que ha llevado a Brasil a no tener
crecimiento económico desde finales de 2010 y a soportar el año pasado una
inflación de precios de dos dígitos (la peor en 13 años).
Si
bien esto se expresa en términos crudos y quizá injustos en el Brasil de hoy,
lo cierto es que sólo si la situación penal de Lula se agrava será posible, al
menos durante un período, la deslegitimación de su modelo y la posibilidad de
una reforma en serio.
El
otro asunto del que depende buena parte del futuro es, precisamente, el inicio
de esa reforma bajo el actual gobierno.
Temer
llegó con afanes de cambio radical pero su ministro de Hacienda ha tenido que
hacer concesiones ante un Congreso en el que no cuenta con mayoría, apenas con
un beneplácito temporal para sacar del camino a Dilma.
Así,
ha habido que ceder en la negociación sobre la deuda de los estados, que
Meirelles ha aceptado renegociar a cambio de que haya moderación, pero sólo
moderación, en los aumentos de salario de la burocracia.
Todo
ello con miras a la reforma principal:
Una limitación
legal del gasto público expresada.
La
deuda estatal brasileña ya equivale al 70% del PIB y la recaudación fiscal se
ha ido a pique con la contracción de la actividad económica (el PIB caerá este
año más de 3% otra vez).
En
ese escenario apremiante, Meirelles trata de maniobrar sin perder de vista la
necesidad política de que su jefe, Michel Temer, siga en el cargo y tal vez su
propia proyección electoral.
Temerosos
de que Meirelles se entusiasme más de la cuenta, los del PSDB han empezado a
cuestionarlo, acusándolo de hacer demasiadas concesiones en la negociación con
el Congreso y los gobiernos de los estados. Han llegado a hablar de “populismo
fiscal”.
Para
que el PSDB de Aecio Neves (y del actual canciller, José Serra) mantenga las
esperanzas de una victoria en 2018, necesitan
que sea este gobierno el que cargue con la impopularidad de poner la casa en
orden.
También
-el reverso de la misma moneda- es preciso que Temer evite un populismo fiscal
que podría revertir su alicaída popularidad.
Un
factor que añadirá complejidad a esta encrucijada una vez que Dilma salga de la
Presidencia de forma definitiva es el propio PT.
Independientemente
del horizonte penal de Lula, no hay duda de que la base “petista” ha sido
determinante para el populismo brasileño de la era política epónima.
La
venganza del PT consistirá no tanto en culpar al gobierno de los mismos males
que lo aquejan -la corrupción-
como en lanzársele a la yugular en materia económica y social.
El
PT podrá así dar rienda suelta a unos instintos que ha debido reprimir
parcialmente (sólo parcialmente) en todo este tiempo dado que el gobierno que
administraba el Estado era el de sus propios líderes.
La caída
definitiva de Dilma será el final de una era política.
Pero
no es seguro que sea también el final de la incertidumbre.
Dependerá
de los actores que se la cargaron…
Pero
también de los que trataron de impedirlo.
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