En
todas las épocas los jóvenes fueron rebeldes.
Junto
con su crecimiento plantearon otros modelos con propensión a los excesos.
Recuerdo
en mi juventud, que una de las cuestiones que nos planteábamos eran los
límites.
Es
cierto que la sociedad y las familias tenían claro que dar libertad involucraba
poner límites y todos crecimos con esa concepción.
Sobre todo el
límite era el otro y el respeto mutuo.
Si
alguien proponía o hacía algo manifiestamente desproporcionado, era común
sostener: “eso no lo podemos hacer” o “como vamos a hacer eso”.
Allí
el límite no era la autoridad, o la imposición, si no nosotros mismos.
Pensábamos
y creíamos que por nuestra propia dignidad había cosas que no podíamos hacer.
Los
tiempos cambiaron, las sociedades y las familias también.
Es
posible que en ese cambio hubiera también un sinceramiento, es decir poner a la
luz cosas que eran manifiestamente sabidas y que se ocultaban.
Los
límites pasaron a ser cada vez más escasos y la línea entre lo permitido y lo
prohibido, lo correcto y lo incorrecto se diluyó.
Todo
cambio social conlleva un cambio de reglas o de normas sociales.
Las
normas sociales por lo general se rigen por la moral, entendida como la
costumbre social.
Pero
hay un espacio, no muy definido, que nos viene de la tradición griega y de la
tradición latina, con sus diferencias entre la moral y la ética.
Siendo
la moral lo que acostumbre la sociedad y la ética como un super valor que apela
a la conciencia humana y por lo tanto de difícil definición.
Aunque
es cierto que en los casos profundos todos sabemos en nuestro interior que
debemos hacer y que no.
Es
la conciencia del deber, similar al deber ser que plantea Kant.
Este
deber ser es un constructo vinculado a los valores: la verdad, la bondad, la
justicia, el equilibrio y el respeto.
Con
estos parámetros miramos nuestras proyecciones.
Las
conductas que vamos a adoptar antes de ponerlas en acción
Es
controlar nuestras potencialidades antes que se conviertan en actos.
Por
eso nuestro comportamiento estará antes tamizado por el control moral y ético,
y antes de hacerlo juzgaremos si es correcto.
De
allí es que no puedo hacer por mi propia dignidad. Por que mi dignidad, mi
capacidad de ser humano me lo impediría.
Cuando
no existe el freno moral cualquier conducta es válida y puedo sostenerla.
¿Cuál
es el límite?
Hay
dos condiciones que tener en cuenta: el respeto por el hombre y el respeto por
la ley.
Primero
el hombre, porque es el fundamento de todo, si no nos respetamos a nosotros
mismos en dicha condición.
Luego
el respeto por la ley como un pacto o compromiso social.
Estos
valores están encadenados, si no respeto al hombre no respeto la ley, y si no
respeto la ley no respeto al hombre, y por ende no tengo respeto por mi mismo.
Por
eso es válido, dentro de la ley todo, fuera de la ley nada, sin perjuicio que
la norma puede ser mejor o peor, pero es un pacto, un parámetro, que nos
vincula y nos limita, dándonos los alcance de nuestra conducta.
Porque
el hombre y la norma son la verdad y la realidad de la existencia.
Recuerdo
una frase de Lutero: con la verdad no ofendo ni temo.
En
una sociedad normal donde se respete al hombre y a las normas comunes es una
actitud existencial.
Pero
sin el freno de la propia dignidad ello no tendría sentido en la sociedad.
Que
sería de una comunidad donde nos sintiéramos ofendidos por la verdad, y que
quien la postula tendría que sentirse temeroso.
La
dignidad hace al equilibrio ético, hemos visto hasta el hartazgo rasgos
sociales donde un mismo hecho, una conducta violatoria, si yo la hago soy un
vivo, pero si la padezco o me la hacen son perversos.
No
hay amalgama social posible si no hay respeto a la ley, igualdad ante la misma
y dignidad para entender que nadie tiene privilegios.
Porque
la sociedad depende de cada uno de nosotros, no podremos construir una sociedad
digna si nuestra conducta es indigna.
Hace
poco me escribió una poeta amiga y me dijo:
La
playa es blanca, porque sus granitos de arena son blancos.
Elías D. Galati
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