Arturo
Pérez-Reverte
PATENTE
DE CORSO
Del
17 al 18 de julio, la sublevación militar iniciada en Melilla se extendió al
resto de plazas africanas y a la península con el apoyo civil de carlistas y
falangistas.
De
53 guarniciones militares, 44 dieron el cante.
Entre
quienes llevaban uniforme, algunos se echaron para adelante con entusiasmo,
otros de mala gana y otros se negaron en redondo (en contra de lo que suele
contarse, una parte del ejército y de la Guardia Civil permaneció fiel a la
República).
Pero
el cuartelazo se llevó a cabo, como ordenaban las instrucciones del general
Mola, sin paños calientes.
Allí
donde triunfó el golpe, jefes, oficiales y soldados que no se sumaron a la
rebelión, incluso indecisos, fueron apresados y fusilados en el acto –pasados
por las armas era el delicioso eufemismo- o en los días siguientes.
En
las listas negras empezaron a tacharse nombres vía cárcel, cuneta o paredón.
Militares
desafectos o tibios, políticos, sindicalistas, gente señalada por sus ideas de
izquierda, empezó a pasar por la máquina de picar carne.
La
represión de cuanto olía a República fue deliberada desde el primer momento,
fría e implacable…
Se
trataba de aterrorizar y paralizar al adversario.
Que,
por su parte, reaccionó con notable rapidez y eficacia, dentro del caos
reinante.
La
pequeña parte del ejército que permaneció fiel a la República, militares
profesionales apoyados por milicias obreras y campesinas armadas a toda prisa,
mal organizadas pero resueltas a combatir con entusiasmo a los golpistas,
resultó clave en aquellos días decisivos, pues se opuso con firmeza a la
rebelión y la aplastó en media península.
En
Barcelona, en Oviedo, en Madrid, en Valencia, en la mitad de Andalucía, la
sublevación fracasó; y muchos rebeldes, que no esperaban tanta resistencia
popular, quedaron aislados y en su mayor parte acabaron palmando -ahí se hacían
pocos prisioneros-.
Cuatro
días después, lo que iba a ser un golpe de estado rápido y brutal, visto y no
visto, se empezó a estancar.
Las cosas no eran tan fáciles como en el papel.
Sobre
el 21 de julio, España ya estaba partida en dos.
El
gobierno republicano conservaba el control de las principales zonas
industriales -los obreros, batiéndose duro, habían sido decisivos- y una buena
parte de las zonas agrícolas, casi toda la costa cantábrica y casi todo el
litoral mediterráneo, así como la mayor parte de la flota y las principales
bases aéreas y aeródromos.
Pero
en las zonas que los rebeldes controlaban, y a partir de ellas, éstos se movían
con rapidez, dureza y eficacia.
Gracias a la ayuda técnica, aviones y demás,
que alemanes e italianos -cuya tecla habían pulsado los golpistas antes de
tirarse a la piscina- prestaron desde el primer momento, los legionarios del
Tercio y los moros de Regulares empezaron a llegar desde las guarniciones del
norte de África, y las columnas rebeldes aseguraron posiciones y avanzaron
hacia los centros de resistencia más próximos.
Se
enfrentaban así eficacia y competencia militar, de una parte, contra entusiasmo
popular y ganas de pelear de la otra...
Hasta el punto de que, a fuerza de
cojones y escopetazos, ambas fuerzas tan diferentes llegaron a equilibrarse en
aquellos primeros momentos.
Lo
que dice mucho, si no de la preparación, sí de la firmeza combativa de las
izquierdas y su parte correspondiente de pueblo armado.
Empezó
así la primera de las tres fases en las que iba a desarrollarse aquella guerra
civil que ya estaba a punto de nieve:
La
de consolidación y estabilización de las dos zonas, que se prolongaría hasta
finales de año con el frustrado intento de los sublevados por tomar Madrid (la
segunda fase, hasta diciembre de 1938, fue ya una guerra de frentes y
trincheras; y la tercera, la descomposición republicana y las ofensivas finales
de las tropas rebeldes).
Los
sublevados, que apelaban a los valores cristianos y patrióticos frente a la
barbarie marxista, empezaron a llamarse a sí mismos tropas nacionales, y en la
terminología general quedó este término para ellos, así como el de rojos para
los republicanos.
Pero
el problema principal era que esa división en dos zonas, roja y nacional, no
correspondía exactamente con quienes estaban en ellas.
Había
gente de izquierdas en zona nacional y gente de derechas en zona roja.
Incluso
soldados de ambos bandos estaban donde les había tocado, no donde habrían
querido estar. También gente ajena a unos y otros, a la que aquel sangriento
disparate pillaba en medio.
Y entonces,
apelando al verdugo y al inquisidor que siglos de historia infame nos habían
dejado en las venas, los que tenían las armas en una y otra zona se aplicaron,
con criminal entusiasmo, a la tarea de clarificar el paisaje…
[Continuará]
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