Arturo
Pérez-Reverte
PATENTE
DE CORSO
Transformado
el golpe militar en guerra civil, el bando nacional -a diferencia del
republicano- comprendió, con mucha lucidez militar, la necesidad de un mando
único para conducir de forma eficaz aquella matanza.
También
la Alemania nazi y la Italia fascista exigían un interlocutor concreto, un
nombre, un rostro con quien negociar apoyo financiero, diplomático y militar.
Y su favorito de
toda la vida era el general Franco.
Ante
esa evidencia, la junta rebelde acabó cediendo a éste los poderes, que se
vieron reforzados -aquel espadón gallego y bajito era un tipo con suerte-
porque los generales Sanjurjo y Mola palmaron en sendos accidentes de aviación.
Y
cuando las tropas nacionales fracasaron en su intento de tomar Madrid, y la
cosa tomó derroteros de guerra larga, el
flamante jefe supremo decidió actuar con minuciosa y criminal calma, sin
prisas, afianzando de forma contundente las zonas conquistadas, sin importarle un carajo la pérdida de
vidas humanas propias o ajenas.
La
victoria final podía esperar, pues mientras tanto había otras teclas
importantes que ir tocando: asegurar su poder y afianzar la retaguardia.
Así,
mientras la parte bélica del que ya se llamaba Alzamiento Nacional discurría
por cauces lentos pero seguros, el ahora Caudillo de la nueva España se puso a
la tarea de concentrar poderes y convertirla en Una, Grande y Libre -eso decía él-, aunque entendidos los
tres conceptos muy a su manera.
A
su peculiar estilo.
Apoyado,
naturalmente, por todos los portadores de botijo, oportunistas y sinvergüenzas
que en estos casos, sin distinción de bandos o ideologías, suelen acudir en
socorro del vencedor preguntando qué hay de lo mío.
A
esas alturas, la hipócrita política de no intervención de las democracias
occidentales, que habían decidido lavarse las manos en la pajarraca hispana,
beneficiaba al bando nacional más que a la República.
De
modo que, conduciendo sin prisas una guerra metódica cuya duración lo
beneficiaba, remojado por el clero entusiasta en agua bendita, obedecido por
los militares, acogotando a los requetés y falangistas que pretendían ir por
libre y sustituyéndolos por chupacirios acojonados y sumisos, reuniendo en su
mano todos los poderes imaginables, el
astuto, taimado e impasible general
Franco (ya nadie tenía huevos de llamarlo Franquito, como cuando era
comandante del Tercio en Marruecos) se elevó a sí mismo a la máxima
magistratura como dictador del nuevo Estado nacional.
Con
el jefe de la Falange, José Antonio, recién fusilado por los rojos -otro golpe
de suerte-, los requetés carlistas bajo control y las tropas dirigidas por
generales que le eran por completo leales -a los que no, los quitaba de en
medio con mucha astucia-,
Franco puso en marcha, paralela a la acción militar,
una implacable política de fascio-militarización nacional basada en dos puntos
clave:
Unidad de la patria amenazada por las hordas marxistas y defensa de la
fé (entonces fé aún se escribía con acento) católica, apostólica y romana.
Todas
las reformas que con tanto esfuerzo y salivilla había logrado poner en marcha
la República se fueron, por supuesto, al carajo.
La represión fue
durísima:
palo y tentetieso.
Hubo
pena de muerte para cualquier clase de actividad huelguista u opositora, se
ilegalizaron los partidos y se prohibió toda actividad sindical, dejando indefensos
a obreros y campesinos.
Las
tierras ocupadas se devolvieron a los antiguos propietarios y las fábricas a
manos de los patronos.
En
lo social y doméstico «se entregó de nuevo al clero católico -son
palabras del historiador Enrique Moradiellos- el control de las costumbres
civiles y de la vida educativa y cultural».
Casi
todos los maestros -unos 52.000- fueron vigilados, expedientados, expulsados,
encarcelados o fusilados.
Volvieron a separarse niños y niñas en las escuelas,
pues aquello se consideraba «un crimen ministerial contra las mujeres
decentes», se suprimió el divorcio -imaginen el desparrame-, las festividades
católicas se hicieron oficiales y la censura eclesiástica empezó a controlarlo
todo.
Los
niños alzaban el brazo en las escuelas; los futbolistas, toreros y el público,
en estadios, plazas de toros y cines; y hasta los obispos lo hacían -ver esas
fotos da vergüenza- al sacar al Caudillo bajo palio después de misa,
mientras
las cárceles se llenaban de presos, los piquetes de ejecución curraban a
destajo y las mujeres, devueltas a su noble condición de compañeras sumisas,
católicas esposas y madres, se veían privadas de todos los importantes
progresos sociales y políticos que habían conseguido durante la República.
[Continuará]
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