"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

viernes, 25 de noviembre de 2016

Una historia de España (LXXV) Parte II

Arturo Pérez-Reverte
PATENTE DE CORSO

Transformado el golpe militar en guerra civil, el bando nacional -a diferencia del republicano- comprendió, con mucha lucidez militar, la necesidad de un mando único para conducir de forma eficaz aquella matanza.
También la Alemania nazi y la Italia fascista exigían un interlocutor concreto, un nombre, un rostro con quien negociar apoyo financiero, diplomático y militar.
Y su favorito de toda la vida era el general Franco.
Ante esa evidencia, la junta rebelde acabó cediendo a éste los poderes, que se vieron reforzados -aquel espadón gallego y bajito era un tipo con suerte- porque los generales Sanjurjo y Mola palmaron en sendos accidentes de aviación.
Y cuando las tropas nacionales fracasaron en su intento de tomar Madrid, y la cosa tomó derroteros de guerra larga, el flamante jefe supremo decidió actuar con minuciosa y criminal calma, sin prisas, afianzando de forma contundente las zonas conquistadas, sin importarle un carajo la pérdida de vidas humanas propias o ajenas.
La victoria final podía esperar, pues mientras tanto había otras teclas importantes que ir tocando: asegurar su poder y afianzar la retaguardia.

Así, mientras la parte bélica del que ya se llamaba Alzamiento Nacional discurría por cauces lentos pero seguros, el ahora Caudillo de la nueva España se puso a la tarea de concentrar poderes y convertirla en Una, Grande y Libre -eso decía él-, aunque entendidos los tres conceptos muy a su manera.
A su peculiar estilo.
Apoyado, naturalmente, por todos los portadores de botijo, oportunistas y sinvergüenzas que en estos casos, sin distinción de bandos o ideologías, suelen acudir en socorro del vencedor preguntando qué hay de lo mío.
A esas alturas, la hipócrita política de no intervención de las democracias occidentales, que habían decidido lavarse las manos en la pajarraca hispana, beneficiaba al bando nacional más que a la República.
De modo que, conduciendo sin prisas una guerra metódica cuya duración lo beneficiaba, remojado por el clero entusiasta en agua bendita, obedecido por los militares, acogotando a los requetés y falangistas que pretendían ir por libre y sustituyéndolos por chupacirios acojonados y sumisos, reuniendo en su mano todos los poderes imaginables, el astuto, taimado e impasible general Franco (ya nadie tenía huevos de llamarlo Franquito, como cuando era comandante del Tercio en Marruecos) se elevó a sí mismo a la máxima magistratura como dictador del nuevo Estado nacional.

Con el jefe de la Falange, José Antonio, recién fusilado por los rojos -otro golpe de suerte-, los requetés carlistas bajo control y las tropas dirigidas por generales que le eran por completo leales -a los que no, los quitaba de en medio con mucha astucia-, 
Franco puso en marcha, paralela a la acción militar, una implacable política de fascio-militarización nacional basada en dos puntos clave: 
Unidad de la patria amenazada por las hordas marxistas y defensa de la fé (entonces fé aún se escribía con acento) católica, apostólica y romana.
Todas las reformas que con tanto esfuerzo y salivilla había logrado poner en marcha la República se fueron, por supuesto, al carajo.
La represión fue durísima: palo y tentetieso.

Hubo pena de muerte para cualquier clase de actividad huelguista u opositora, se ilegalizaron los partidos y se prohibió toda actividad sindical, dejando indefensos a obreros y campesinos.
Las tierras ocupadas se devolvieron a los antiguos propietarios y las fábricas a manos de los patronos.
En lo social y doméstico «se entregó de nuevo al clero católico -son palabras del historiador Enrique Moradiellos- el control de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural».
Casi todos los maestros -unos 52.000- fueron vigilados, expedientados, expulsados, encarcelados o fusilados. 
Volvieron a separarse niños y niñas en las escuelas, pues aquello se consideraba «un crimen ministerial contra las mujeres decentes», se suprimió el divorcio -imaginen el desparrame-, las festividades católicas se hicieron oficiales y la censura eclesiástica empezó a controlarlo todo.

Los niños alzaban el brazo en las escuelas; los futbolistas, toreros y el público, en estadios, plazas de toros y cines; y hasta los obispos lo hacían -ver esas fotos da vergüenza- al sacar al Caudillo bajo palio después de misa,
mientras las cárceles se llenaban de presos, los piquetes de ejecución curraban a destajo y las mujeres, devueltas a su noble condición de compañeras sumisas, católicas esposas y madres, se veían privadas de todos los importantes progresos sociales y políticos que habían conseguido durante la República.


[Continuará]

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