Por
Alberto Barrera Tyszka
Los
líderes del chavismo han declarado que jamás abandonarán el poder.
Ni
ahora ni mañana ni nunca.
¿Cómo
pueden lograrlo si cada vez tienen menos popularidad?
Dando
un golpe de Estado desde el interior del Estado.
Controlando
la legalidad para usarla en contra de sus adversarios.
Eso
es lo que viene ocurriendo desde hace tiempo en Venezuela.
Las elecciones
que debieron realizarse el año pasado están suspendidas, ni siquiera tienen
fecha.
Todos
los poderes públicos han sido tomados por el partido de gobierno.
Los
altos mandos de las Fuerzas Armadas se han declarado, también, militantes del
oficialismo.
La
inhabilitación política a Henrique Capriles Radonski, dictada ayer, es una
última muestra de la desesperación de un gobierno que se ha quedado sin pueblo.
En Venezuela hay
una élite política que, antes que
perder sus privilegios, está
dispuesta a prohibir la democracia.
Hay
una historia que es importante recordar.
Ocurrió
el 23 de diciembre del año 2015.
Unos
días antes, el chavismo había sufrido su primera derrota histórica en unas
elecciones y la oposición había obtenido un contundente triunfo en los comicios
parlamentarios.
La
nueva Asamblea Nacional, que debía empezar a sesionar el 5 de enero del año
siguiente, tendría mayoría opositora.
Pero
faltaban dos semanas para esa fecha y el chavismo todavía dominaba el
parlamento.
Un
día antes de Navidad, en una sesión fuera del calendario de sesiones
parlamentarias, la mayoría del oficialismo designó 13 nuevos miembros y 21
nuevos suplentes para el Tribunal Supremo de Justicia de la nación.
De
esto no habla la canciller Delcy Rodríguez cuando vocifera en la OEA
denunciando satánicas conspiraciones.
El
líder opositor y excandidato presidencial Henrique Capriles Radonski ofreció
una rueda de prensa en Caracas, el 7 de abril de 2017.
Ese
día, las autoridades venezolanas inhabilitaron a Capriles para ejercer cargos
públicos durante 15 años.
Fue
entonces cuando, en un acto lleno de irregularidades, donde incluso uno de los candidatos a juez también era diputado y —por
tanto— votó por sí mismo, los
chavistas dieron un golpe y empezaron a construir la crisis institucional que
hoy vive el país.
Fue una maniobra
que terminó de consolidar su control absoluto sobre la justicia en Venezuela.
La
gran mayoría de los miembros designados ese día no cumplen con los requisitos
que establece la ley para formar parte del máximo tribunal.
Pero
todos cumplen con una exigencia fundamental:
Son devotamente
leales al partido de gobierno.
Esa
fue la verdadera reacción tras el resultado electoral.
Ante
la simple posibilidad de la alternancia, el chavismo respondió manipulando la
legalidad para desconocer el voto popular.
Decidieron
enfrentar la democracia con violencia institucional.
Sin
separación de poderes y sin elecciones, la democracia en Venezuela es un
espejismo muy frágil.
El gobierno
pretende ampararse en la constitución para violar la constitución.
Detrás
de su discurso de izquierda, invocando una supuesta “revolución”,
actúa cada vez
más como las antiguas dictaduras de derecha del continente.
Desde
el inicio, la nueva Asamblea Nacional, con mayoría opositora, estuvo herida.
Antes
aun de ejercer el poder había sido despojada de su verdadero poder.
Las
estadísticas no pueden ser más evidentes:
Desde
enero de 2016, el Tribunal Supremo de Justicia ha emitido más de 50 sentencias
en contra del parlamento, cancelando o rechazando cualquiera de sus acuerdos o
promulgaciones.
En
el pasado mes de septiembre, el tribunal sentenció que todas las decisiones y
acciones que se tomen o se produzcan en el parlamento son nulas.
Esta
pugna ha llevado, incluso, a que en estos momentos los diputados de la Asamblea
Nacional tengan meses sin cobrar sus sueldos.
Esto tampoco lo
menciona Delcy Rodríguez cuando habla en la OEA.
La
canciller venezolana denuncia un “linchamiento mediático diplomático” y asegura
que todo el conflicto se debe a los intentos del parlamento por “derrocar al
gobierno”.
Probablemente,
al inicio, la oposición no haya actuado con inteligencia política.
Su
dirigencia creyó que con dominar el parlamento podría forzar la salida de
Nicolás Maduro de la presidencia de la república mediante el referendo
revocatorio.
Pero
un error político no es un delito.
Los
diputados opositores tan solo se propusieron activar un mecanismo que está en
la constitución.
Antes que eso,
posiblemente, debieron desactivar el secuestro que mantiene el chavismo sobre
las instituciones.
En
ese momento, debieron plantearse —desde diferentes espacios de lucha— comenzar
a recuperar la independencia de los poderes públicos en el país.
A
través del Tribunal Supremo de Justicia, el gobierno de Nicolás Maduro ha
conseguido que el efecto del éxito electoral de la oposición se evapore, que la
mayoría no sea la mayoría, que la democracia sea tan solo una gimnasia
retórica.
Con el control
institucional, el oficialismo mantiene la apariencia de legitimidad mientras
actúa como una dictadura.
Promueve
el diálogo mientras suspende las elecciones.
Acepta la
mediación del Vaticano para aumentar la represión y el número de presos
políticos.
Es,
al mismo tiempo, el policía malo y el policía bueno.
Invita
a la oposición al diálogo, al camino de la democracia, y después asegura que la
oposición jamás volverá al poder: “Ni por las buenas ni por las malas”.
Así
ha logrado conseguir que la bipolaridad política tenga una aparente coherencia
discursiva.
Pero esto
tampoco lo cuenta Delcy Rodríguez en la OEA.
A
la canciller le parece bien que el Tribunal Supremo de Justicia haya suspendido
al parlamento.
Piensa
que se trata de un ejercicio correctivo ante una nueva conspiración.
Aunque
celebra las protestas contra Macri en Buenos Aires, cree que las
protestas populares que se realizan en Caracas carecen de legitimidad, que solo
buscan derrocar al gobierno y que deben ser reprimidas.
Delcy
Rodríguez dice en la OEA que Venezuela tiene los mecanismos para resolver las
“discrepancias” entre los poderes.
Habla
como si un golpe institucional fuera un impasse, un simple malentendido.
Después
de las elecciones parlamentarias de 2015, el gobierno de Maduro realizó un
enorme fraude poselectoral. Lo que
perdió en las urnas lo recuperó con oscuras maniobras, controlando los
poderes públicos.
El
oficialismo ha convertido la democracia en una gran estafa.
Ha
transformado a las instituciones en bandas de sicarios judiciales, destinadas a
liquidar a sus adversarios políticos.
Por
eso los venezolanos están en las calles.
Reclamando
que se les devuelva el poder de sus votos.
Exigiendo
que se cumpla la constitución.
Mientras
no se logre desactivar el control oficial sobre las instituciones,
mientras
no exista un poder electoral distinto, capaz de cumplir con el calendario
establecido aunque no le convenga al gobierno,
mientras
no haya un nuevo Tribunal Supremo de Justicia independiente,
no habrá
posibilidad de diálogo y de futuro.
Seguirá
sin haber democracia en Venezuela…
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