Dardo Gasparré
Con un sistema político que prácticamente
asegura que el Ejecutivo también tenga mayoría parlamentaria y con una
ideología estatista, sin controles administrativos apropiados para las pseudo empresas,
la Justicia debe intervenir
automáticamente.
Gracias al accionar de un juez, que tuvo la
inteligencia procesal de avanzar primero sobre el sector privado y luego recién
refregarle en la cara al Estado su corrupción innegable, Brasil está haciendo honor a su denominación de República.
Es cierto que ello le puede crear una
situación política caótica, si el principal acusado, Lula da Silva se
transforma en un instante en ex futuro presidente al terminar en la cárcel.
La revolución del juez Moro, con el
inevitable recuerdo de la esperanzadora admonición de "aún hay jueces en
Berlín" con que chocara Federico El Grande, recuerda a las nuevas
generaciones desinteresadas en los detalles éticos, que un país se denomina
república solo cuando en él los tres poderes se controlan y se limitan
mutuamente.
Y también enseña que la aplicación de la justicia no se
puede ni debe postergar, retacear o alterar en nombre de otras consideraciones.
El "roba pero hacen", o el "si
va preso queman el país" o el temor al remanido alegato de persecución
política –un cliché de los ladrones públicos– no tienen lugar en el ánimo de un
juez ni de la justicia toda.
O no debieran tenerlo.
Los griegos, que acuñaron los principios de
democracia y república, creían en su mitología que la diosa de la Justicia,
Themis, era ciega y, además, era hija directa de Urano y Gea, el cielo y la
tierra, independiente de Zeus y de cualquier otro poder.
Una forma de transmitir al pueblo los principios
filosófico-políticos de los grandes pensadores.
Los otros socios fundadores del Mercosur
deberían observar este proceso con algo más que una mirada escandalizada y de
sorpresa.
Frente a la decadencia cualitativa de la
democracia, que ha transformado a la sociedad en una masa de pedigüeños y a los
políticos en marketineros sin coraje, el
concepto republicano aparece como el último baluarte de legitimidad
institucional.
En ese contexto, Paraguay es un unicornio
malévolo, ya que sus mecanismos de gobierno son misteriosos, siempre
extraoficiales e hipócritas, una suerte de complicidad de toda la sociedad y
una tolerancia incomprensible de sus socios que lo usan muchas veces como el
santuario de la ilegalidad, el lugar donde lo negro se vuelve blanco, un
milagro de la diplomacia universal.
Basta analizar el crecimiento instantáneo de sus
exportaciones agropecuarias en el momento exacto en que Cristina Fernández de
Kirchner decidió sabotear al agro argentino.
Su caracterización como república es un acto
de voluntarismo.
Luego está el caso argentino, en el que este
columnista es víctima experta, más que analista especializado.
Al estar atravesada toda la política por la
corrupción rampante –de la que el kirchnerismo no es el inventor sino un factor exponencial descarado e
incompetente– el sistema judicial tiene ya incorporada esa endemia en
su ADN.
Cadenas de favores, juicios preventivos de
auto conservación, chantajes de ida y vuelta y todo el sistema de protección de
su retirada creado por la expresidente, que ahora actúa por su cuenta.
La Justicia argentina no controla a los políticos.
Negocia con ellos, cualquiera fuera su signo partidario.
Esto se verá claramente a medida que los
mediáticos casos contra los ladrones kirchneristas devenguen en
sobreseimientos, un modo de lavar el pasado delictivo por vía de la cosa
juzgada.
Tampoco avanzarán más allá de la pirotecnia
tribunalicia los casos contra los funcionarios de Cambiemos, que parecen seguir
usando en sus tareas públicas prácticas consideradas habilidades valiosas en el
mundo privado, pero que son delitos en el sector estatal.
Allí el concepto de República por ahora luce ser nada más
que una formalidad para imprimir en los billetes de banco, sin que eso sea
tomado en serio.
Tampoco los billetes..
Uruguay parece tener otras características.
Aquí debe hacerse la salvedad de que esta
columna no dará un solo paso para disuadir la convicción profunda oriental de
que en este medio no hay corrupción o ella no es representativa.
No existen pruebas sólidas de lo contrario,
ni tampoco hay cómo conseguirlas, de modo que tal intento sería poco serio,
además de impiadoso.
Pero sí es cierto que la necesidad de una justicia
independiente y fuerte es todavía más importante en un país socialista, con
gobiernos de inspiración trotskista y de alto control y participación del
Estado en la economía, que además se arroga la potestad de manotear la riqueza
y repartir equidad.
Eso lo ha entendido claramente China, que ha
emprendido una cruzada a muerte contra la corrupción, que probablemente
fracase, de todos modos.
No es lo mismo el concepto de justicia que el
sistema de justicia, cuando se habla de independencia y contralor entre los
poderes.
Cuando un funcionario es sospechado de una
irregularidad y su acción es sometida a un ente partidario de conducta, eso es un hecho político, escasamente un acto republicano.
Lo mismo vale si el órgano de contralor es
administrativo, supuestamente a partidario, cuando los órganos administrativos
responden a correligionarios políticos del sospechado.
Es común oír que esos son pasos previos y que
lo mismo actuará la justicia.
La experiencia dice que eso no es efectivo,
que la actuación judicial es tan lejana de
los hechos,
las pruebas se han manoseado y manipulado
tanto,
la opinión pública se ha olvidado de tantas
cosas,
los "fallos" y recomendaciones de
los tribunales partidarios son tan benévolos,
que el resultado final no configura ningún
tipo de contralor independiente,
como requiere una república para ser tal.
Vale analizar el recientes ejemplo del caso
de Gas Sayago, que es " investigada" por una comisión parlamentaria
ad hoc, sin valor judicial ni penal alguno.
La comisión pide datos sobre una
cuestionadísima licitación.
La empresa los envía, pero con un pedido de
confidencialidad, que elevan sus "dueños" UTE y ANTEL, sin ninguna
explicación para el secreto.
La confidencialidad es aprobada por la
mayoría frenteamplista, obviamente, como en otros siete casos similares.
Argumentos del presidente de la comisión:
"Evidentemente tiene que haber alguna
razón de fondo, de lo contrario, no lo solicitarían".
Posteriormente, y según informa El
Observador, el diputado Walter Verri, colorado, que votó alineado con el Frente
Amplio, sostuvo que no había razones para cambiar la costumbre.
Difícilmente pueda llamarse justicia a estos manejos.
Ningún juez, ni de Berlín ni de Maldonado,
aceptaría estos argumentos, ni tampoco los que se han esbozado para justificar
la adjudicación.
Se supone que en algún momento intervendrá o
se expedirá el sistema judicial, pero si ello ocurriese, sería luego de la
conveniente dilución del caso, y aun así, debería pasar por la prestidigitación
estatutaria que también diluye las responsabilidades, ya que las decisiones
conflictivas y cuestionadas habrán sido siempre tomadas por un colegiado difuso
y anónimo, un Fuenteovejuna corporativo y confuso, no susceptible de sanción
alguna.
Con un sistema político que prácticamente
asegura que el Ejecutivo también tenga mayoría parlamentaria –ergo en las
comisiones investigadoras– y con una ideología estatista, sin controles
administrativos apropiados para las pseudo empresas, la Justicia debería intervenir automáticamente en estos casos,
sin perjuicio de todas las investigaciones o acciones de orden político que
quiera realizar el Parlamento o los partidos.
Esa intervención debe ser real, efectiva,
instantánea y sin obstrucción legal o de ningún otro tipo.
Y además, los órganos de conducción de esas
empresas deben tener responsabilidades claras y exigibles, en caso de
irregularidades.
Recién en ese momento se podrá lucir orgullosamente
el nombre de República….
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