Por
Vicente Massot
No
es tarea fácil —en rigor, nunca lo ha sido— desentrañar que se trae entre manos
el kirchnerismo cuando calza el coturno y le adelanta a los organismos de
crédito internacional o, como en este caso, a los tenedores de bonos con
jurisdicción extranjera su propuesta de pago de la deuda pública argentina.
La
presentación de fines de la semana pasada, hecha a medias por el titular de la
cartera de Hacienda y a medias por un presidente al cual cada día le cuesta más
abandonar el micrófono, no ha sido —ni mucho menos— la excepción a la regla.
Si uno se dejaba
llevar por la letra fina del texto que elevó el gobierno y las exposiciones
—algo deshilachadas— de Martín Guzmán y de Alberto Fernández en la quinta de
Olivos, daban toda la impresión de que iban de guapos.
En
caso de tomarse al pie de la letra el prólogo discursivo que hicieron los dos funcionarios
mencionados y el proyecto de repago en si mismo, el mensaje no podía ser más
claro:
Tómenlo
o déjenlo, en los próximos tres años no podemos pagar un dólar y en el cuarto
nos comprometemos a abonar tan sólo U$ 300 MM.
Una verdadera
cargada o una provocación.
Pero
también cabía suponer que la administración a cuya cabeza revista Alberto
Fernández había hecho los deberes con base en la creencia de que es menester
sentarse a negociar enarbolando una posición de máxima, para luego dar lugar a
un acuerdo que con temple las condiciones de mínima fijadas de antemano, aunque
secretas para el gran público y —sobre todo— para los que tomaran asiento del
otro lado de la mesa.
Si
este fuera el caso —que no podía descartarse de antemano— no había ni cargada ni
tampoco provocación ningunas.
Bien
mirada las cosas, era una invitación a limar asperezas y conciliar posiciones
de suyo diferentes
Lo que estaba
claro desde un primer momento era que, tal cual se halla redactado el
ofrecimiento criollo, sería rechazado
in limine.
La
reacción de tres grupos diferentes de bonistas, los cuales en conjunto suman
algo así como 40 % de las tenencias con derecho a voto, no se hizo esperar.
Aunque su respuesta distó mucho de ser uno de esos portazos con los que un
negociador airado clausura toda posibilidad de entendimiento.
Por
el contrario, el llamado a las autoridades de nuestro país a obrar con buena
voluntad y los considerandos expresados en la nota que se conoció el lunes de
mañana dejaban abierta la puerta, de par en par, a los efectos de hacer todos
los esfuerzos posibles con el propósito de llegar a buen final.
La
pelota se hallaba, pues, del lado argentino.
Con
idéntica celeridad a la de los grupos de bonistas, Martín Guzmán no tardó en
hacerles saber, en el día de hoy, que no habrá una nueva propuesta en razón de
que “ofrecer
más no se puede porque no es sostenible”.
Así
de claro y terminante.
Lo
que dejan transparentar sus palabras es la posición —al parecer definitiva— de la administración kirchnerista.
Está
visto que la oferta era a todo o nada, y que, al menos de momento, la
negociación se halla estancada.
Si
bien es cierto que hasta el 22 de mayo mucha agua ha de correr bajo los
puentes.
En
cualquier otra nación del así llamado mundo occidental, imaginar que las preferencias de un gobierno en trance semejante al de
Alberto Fernández pudiesen decantar en favor de un nuevo default sería, lisa
y llanamente, inconcebible.
Pero,
entre nosotros, si a la serie ininterrumpida de incumplimientos en los que
hemos incurrido en los últimos setenta años se le suma la componente
ideológica, lo inimaginable en otras latitudes se vuelve no sólo posible sino
probable.
La
idea que anida en la mente de los maximalistas del Instituto Patria y también
en la del presidente y el ministro Guzmán es esta:
Ya
estamos en default y fuera del circuito de países con acceso al crédito, de
modo tal que transformar el default virtual —al que hizo referencia el
presidente, flanqueado en la oportunidad por Cristina Kirchner, Sergio Massa,
Horacio Rodríguez Larreta y el propio Martín Guzmán— en real no cambiaría demasiado la gravedad del problema. Por lo que
valga en estos momentos, Eduardo Duhalde expreso días atrás una postura
similar.
Mientras tanto,
la economía —como era de prever— se derrumba a pasos agigantados, amenazando
con terminar en una verdadera catástrofe.
Apenas
transcurrido un mes desde la puesta en marcha de la cuarentena dura —de la que
se ha enamorado el presidente— las
personas que necesitan asistencia alimentaria pasaron de ocho a once millones.
Vistas
las cosas desde el lado opuesto del mostrador, 87 % de las empresas presentan
dificultades para abonar los sueldos del mes en curso;
la
cantidad de cheques rechazados por falta de fondos superan con holgura el 50 %,
mientras las industrias automotriz, metalúrgica y textil caen 75 % respecto de
igual mes de 2019.
Como
si ello fuera poco, se dio a conocer anteayer la preocupación de los CEOs de
los principales grupos empresarios nacionales y extranjeros.
Su
pesimismo es poco menos que absoluto en cuanto a lo que se avecina.
En
medio de una crisis pavorosa, los sindicatos entienden mucho mejor que el
gobierno las necesidades perentorias de empleados y empleadores a la hora de
convenir nuevas condiciones de trabajo.
Lo
que hubiera sido impensable antes de la pandemia, hoy nadie está con ánimo de
discutirlo.
Las
suspensiones, las rebajas salariales, la quita de horas extras, y hasta los
despidos, están a la orden del día.
No
es que los Amadeo Genta, Antonio Caló, Armando Cavalieri y tantos otros hayan
traicionado a sus bases y se hayan pasado con armas y bagajes, de manera
descarada, al bando empresario.
Su
realismo les dice que es mejor que las fábricas puedan seguir abiertas —las
pocas a las que se les permite hacerlo— o se encuentren en capacidad para
reabrir cuando se levante —algún día— el encierro societario, que no ceder un
tranco de pollo y así echar nafta al fuego.
Duchos
en la materia, a pocos —si acaso a alguno— se le ocurriría en estos momentos
gravar fortunas con un nuevo impuesto.
En
dosis homeopáticas —casi podría decirse con cuentagotas— el gobierno
flexibiliza una cuarentena con la que —si aguanta el humor de la gente—
deberemos convivir por lo menos dos meses más.
Alberto
Fernández se aferra con cierta razón al escaso número de muertos y no quiere
oír hablar de abrir las compuertas del aislamiento obligatorio a sectores
masivos de la población.
Tiene
terror de que escalen los fallecidos y el crédito que le ha extendido buena
parte de la ciudadanía se le escurra como agua entre las manos.
Este
es su libreto y no piensa cambiarlo a corto plazo.
A
contramano de lo que planean hacer el primer ministro italiano a partir del 4
de mayo, Pedro Sánchez en España a partir del 9 de este mes, y Emmanuel Macron
en Francia desde el día 11, aquí la idea
no hace pie.
Con
lógica abierta a debate, en aquellos estados las urgencias de la economía han
terminado por prevalecer sobre la opinión de los médicos, siempre cautos a la
hora de poner fin al aislamiento social.
En
estas playas, a la inversa, el respetabilísimo trust de epidemiólogos que
rodean al presidente —a los cuales éste consulta a diario— opina que no ha
llegado el momento de ser laxos.
Ya
habrá tiempo —razonan— para abrir algo más que una rendija en ese por ahora sólido
muro de contención construido para evitar el crecimiento del índice de
contagios y defunciones.
Entre
las razones de los especialistas en virus —por llamarles de alguna manera— y
las de los empresarios, monotributistas y economistas —que, por momentos,
parecen súplicas— el presidente no ha dudado.
Si
ha tomado el camino correcto o está cometiendo un error de proporciones sólo el
curso ulterior de los acontecimientos lo dirá.
Pero
sea lo uno o lo otro, nada disculpa la falta de un plan con arreglo al cual
actuar.
Claro
que si el gobierno no lo tenía ni siquiera en borrador antes de la pandemia,
ahora es como pedirle peras al olmo…
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