Jorge
Fernández Díaz
LA
NACION
Aquel
niño de nueve o diez años que hasta entonces solo conocía los libros descubre
de pronto el carácter romántico de un secreto y los asombrosos ritos de un
duelo a muerte.
El
drama tiene lugar en la quinta Los Laureles:
Su
primo Lafinur lo ha llevado en tren a un asado campero.
Corre
el año del Centenario y del cometa, y ya los cuchilleros pasaron de moda; como
se sabe:
El
revólver de seis tiros acabó con el más guapo.
El
niño es tímido, y pasa inadvertido entre churrascos, guitarreadas, habanos y
conversaciones picantes.
Con
una copa de más, un muchacho llamado Uriarte desafía a otro apellidado Duncan a
un póker mano a mano:
Parece
que hay entre ellos una vieja rivalidad.
Aburrido
e invisible, el niño retrocede a las salas interiores y deambula por ellas…
Se
detiene frente a una vitrina y el dueño del caserón le muestra con orgullo de
coleccionista sus tesoros:
Hay
allí una daga con un gavilán en forma de U y un cuchillo con cabo de madera que
lleva tallada la figura de un arbolito en la hoja.
Al
salir se dan cuenta de que el alcohol los ha envalentonado a todos, y que un
jugador acusa al otro de hacer trampa.
Es
una pelea de borrachos inofensivos, animados por risotadas y empujones, pero
alguien desliza insidiosamente que en la casa no faltan armas.
Y
ninguno de los dos evita batirse.
Les
traen los aceros y comienza la esgrima criolla:
Al
tomar los cuchillos, a ambos contendientes los acomete un cierto temblor;
al
principio sus ojos son distraídos, después se van cargando de una insólita
astucia;
los
movimientos iniciales son torpes pero los siguientes salen diestros y
peligrosos.
Una
puñalada final deja a un muchacho tendido en un charco de sangre.
Se producen
conciliábulos, se crean coartadas y se decide usar influencias en los
tribunales para que el atribulado sobreviviente no vaya preso.
Todos
se juramentan.
El
niño atesora ese secreto durante casi veinte años hasta que se lo revela a un
veterano comisario, que después de muchas preguntas, deduce lo siguiente:
Esos
dos puñales probablemente pertenecieron a dos pendencieros que solían odiarse y
que rondaban los pagos de Pergamino.
Estuvieron
buscándose durante un tiempo para matarse, pero no lo consiguieron:
Uno
recibió una bala perdida durante unos comicios y el otro falleció en una cama
de hospital.
Aquel
niño, convertido ya en un escritor fantástico, saca entonces su propia
conclusión:
"Uriarte
no mató a Duncan; las armas, no los hombres, pelearon.
Habían
dormido, lado a lado, en una vitrina, hasta que las manos las despertaron...
Se
habían buscado largamente, por los largos caminos de la provincia, y por fin se
encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo.
En
su hierro dormía y acechaba un rencor humano.
Las
cosas duran más que la gente.
Quién
sabe si la historia concluye aquí, quién sabe si no volverán a
encontrarse".
Borges
dictó esta anécdota cuando ya estaba ciego, y lo hizo bajo la táctica narrativa
de un falso cuento autobiográfico.
Es
obvio que este mero resumen no le hace justicia: se trata de uno de los textos
más deslumbrantes y menos valorados de toda su obra.
Resulta,
como la prosa del joven Kipling en quien se inspira, un relato lacónico y
directo, pero de ninguna manera sencillo, puesto que plantea de fondo que los
linajes manejan inevitablemente a los hombres, y no al revés.
En la vitrina de
la historia política dos linajes esperan la oportunidad de un nuevo duelo.
En
otros tiempos, ese enfrentamiento fue trágico y a sus adversarios se los podría
denominar -con ánimo pedagógico, aunque no exento de reduccionismo- como la
izquierda y la derecha peronistas.
Ya
no son, claro está, aquella cruel facción revolucionaria, ni aquella salvaje
dirigencia corporativa de los años setenta:
Ambas
pulsiones antagónicas felizmente se cortaron las uñas, se civilizaron y
evolucionaron a lo largo de la era democrática, pero bajo sus nuevos discursos y ropajes siguen hoy juntas aunque no
revueltas dentro del Movimiento, en provisoria y precaria comunión, y sin
un líder único que las ordene.
Esta
grieta hacia el interior de la coalición gobernante, que reapareció cuando la
anti grieta era furor, explica muchos de los problemas que el Gobierno se auto infligió
en su peor semana.
Pululan hoy en
la burocracia estatal, y en cargos decisivos, viejos y nuevos setentistas con
la misión de evitar que Alberto Fernández sea cooptado por el
"neoliberalismo":
Utilizan
la política de hechos consumados, se refugian bajo las faldas de la arquitecta
egipcia y reproducen los condicionamientos que la "juventud
maravillosa" quería aplicarle a Perón.
Que
los alentó al inicio, luego intentó frenarlos y al final terminó combatiéndolos
sin piedad.
"Qué
pasa, qué pasa, general, que está lleno de gorilas el gobierno popular".
El
actual jefe del Estado no es inocente del caso:
El que se
acuesta con chavistas, amanece sucio y mojado.
Ese
grupo antisistema condujo a Alberto hacia su Waterloo:
Operó
en las cárceles y en los juzgados, y dio señales públicas para que se concrete
la alegre excarcelación de narcos, asesinos, secuestradores, violadores y
femicidas.
Ese mismo sector
ha desarrollado un abolicionismo biempensante que horrorizó hasta a los más
políticamente correctos, puso en alerta a las clases populares y desató un
cacerolazo ensordecedor.
Los
cristinistas están influenciados por Zaffaroni, y como pequeños burgueses de salón confunden pobreza con
marginalidad,
medran
con la clase lumpen (que ellos mismos han generado con sus políticas
clientelares y regresivas)
y
consideran lo que ningún proletariado diría jamás:
Que
los delincuentes son doblemente víctimas (del
capitalismo y de la represión) y que por lo tanto tienen más derechos
que los simples trabajadores a quienes cazan y desvalijan.
Esa
estúpida romantización del delincuente, ese gran malentendido ideológico
(Stalin, Mao y Fidel fusilaban sin miramientos a los que delinquían) no es
ni siquiera de izquierda.
Es
cosa de tilingos.
Y
valga la aclaración:
El virus ha
penetrado también en ciertos segmentos de la verdadera derecha del
justicialismo
(gran relativista moral), donde se detecta ahora similar fascinación por los
facinerosos.
Evoquemos
a Guillermo Moreno, ex subsecretario de Comercio de Cristina Kirchner y amigo
íntimo del papa Francisco, en aquella tarde imborrable de Laferrère:
"Si algún
muchacho quiere vivir de lo ajeno, bueno: que lo haga, pero con códigos.
No me robes una
billetera y me dejes a una señora tirada con una fractura de cadera que tenga
60 años y para cuando se recupera tenga 85.
¿Cuál es la
gracia de eso?
¿Querés vivir de
lo ajeno?
Es la ley de
juego.
“Pero
tenemos que volver a los principios y valores".
Alberto
no es la "derecha peronista" (se considera un "liberal de
izquierda"), pero él y sus aliados del peronismo tradicional son vistos
con sospecha.
En
un gobierno loteado, la perdiz salta todos los días, y el Presidente pierde más tiempo en cohesionar la alianza que en Gerenciar
la pandemia.
En
su fuero interno siempre creyó que Néstor se equivocaba al glorificar la
cultura setentista:
Despertó
al monstruo, y ahora debemos convivir con sus babas y desmanes.
Fernández
se parece al primer Perón, que no azuzaba una pelea entre revisionistas y
liberales, sino que más bien intentaba
colocarse por encima de ella:
Apold
lo fotografiaba sobre un caballo blanco para sugerir la reencarnación de un San
Martín que despertara unanimidad.
La dinámica de
aquel gobierno fue divisionista por fatalidad y no por premeditación…
Quienes lo
continuaron se hicieron evitistas y adoptaron una estrategia opuesta.
El padre de la
actual secretaria de Educación fue uno de los setentistas que convencieron a
Perón de abrazar en el exilio un socialismo extremo que nunca sintió, pero que
alentó para acorralar a sus enemigos externos.
Luego
Puiggrós fue una de las primeras víctimas de aquella impostura y de su consecuente
batalla interna.
Fernández deberá
optar alguna vez entre los unos y los otros.
También,
entre la sociedad y la secta.
Los
linajes, como sugería Borges, manejan a los hombres, y no al revés.
El
asunto sigue pendiente en la vidriera sombreada de la historia.
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