ARTURO PÉREZ-REVERTE / Patente de corso
Me lo cuenta el padre, que es amigo mío.
Y me lo cuenta preocupado.
Escríbelo tú que puedes, dice.
Porque para estar preocupado no le falta
razón.
Su hijo, al que llamaremos Pedro, o
Pedrito, tiene doce años.
Es un crío vivo y listo, rápido de
cabeza, honrado, buen estudiante.
De los que dicen buenos días, gracias y
por favor.
Además, le gusta leer libros y ver
películas viejas con sus padres.
Un chico, en fin, de ésos que vamos a
necesitar mucho como adultos dentro de unos años:
Los que levantan la mano en clase, hacen
sus propias preguntas y no se dejan comer el tarro, o no demasiado para los
tiempos que corren, por el grupo ni la tendencia.
Un niño como Dios manda.
Todo iba bien hasta el curso pasado, dice el padre.
Obediente, educado, buenas notas.
Así era Pedrito.
Todo iba de perlas hasta que se cruzó el
azar, reforzado por la estupidez humana.
Y lo hizo en forma de niña.
El suyo es un colegio mixto, de una
ciudad grande: Valencia, para ser exactos.
Unos treinta críos en clase, entre ellos
y ellas.
Convivencia normal, respeto mutuo,
etcétera.
Todo según los cánones actuales.
Formado en el respeto a las niñas y la
igualdad, Pedrito era de los que no pasaban por alto un comentario
supuestamente machista, una frase hecha, un lugar común.
Valoraba al otro sexo porque había sido
educado para ello por sus padres y profesores.
En esa materia era puntilloso,
implacable como un gendarme prusiano.
Sin embargo, llegó el día fatal.
El incidente.
Ni siquiera fue en el colegio, señala amargo el padre.
Fue en la calle, a la salida, cuando
Pedrito y un grupo de niños y niñas charlaban esperando el autobús.
Críos de doce años, repitámoslo.
Surgió una discusión sobre los motivos
de cada cual para ser delegado de clase, y en un momento determinado, sin que
mediase acto previo ni provocación especial por parte de Pedrito, una niña –de
carácter difícil, que ya había protagonizado otros incidentes en clase– le dio
una bofetada.
A ella la llamaremos Lucía.
Al recibir el golpe, la reacción del
chico fue automática: devolvió la bofetada.
Todo acabó allí, al menos en esa fase
del asunto.
Llegó el autobús, fuéronse todos y no
hubo más.
Aparente final, de momento.
Pero de final, nada.
Sólo era el principio.
Al día siguiente, en el colegio, consejo
de guerra:
Vista disciplinaria sumarísima por parte
de los profesores.
Los padres de la niña se habían quejado;
y el colegio, sin escuchar a nadie más, comunicó por teléfono a los de Pedrito
que su hijo quedaba suspendido durante dos semanas por agredir a una compañera.
Los padres del chico no se tragaron el
asunto tal cual, le preguntaron a él, hicieron llamadas telefónicas, lo
interrogaron, preguntaron a los otros niños, acudieron al colegio exigiendo
igualdad de trato.
De ese modo lograron que se escuchase a
los demás testigos y también a Pedrito, que compareció al fin para dar su
versión ante los profesores, con la calma de quien tiene la conciencia
tranquila.
No negó en absoluto el hecho, asumió su
parte de responsabilidad, confesó que fue la reacción instintiva a un golpe
dado por Lucía, y con la honrada convicción de quien todavía no ha sido
estropeado por la mierda de sociedad en la que vive y va a vivir, dijo:
«Me pegó y le pegué sin pensarlo, es verdad.
Nada más. Castigadme si lo hice mal, pero también ella lo hizo, y además me
pegó primero. Así que castigadla también a ella. ¿No decís que los chicos y las
chicas somos iguales?».
De nada, o de poco, sirvió el argumento.
Reunido el consejo escolar, dictó
sentencia final:
Pedrito, suspendido una semana y nota
negativa en su expediente.
Lucía, absuelta de todo y tan tranquila,
segura en adelante de su poder y su impunidad.
Pero lo más grave, cuenta el padre, fue
cuando el niño conoció la sentencia.
Lo que dijo referido a sus profesores y
también a sus padres:
«Es injusto, me habéis estado engañando
con eso de las chicas».
No añadió nada más, y desde entonces no
ha vuelto a comentar el asunto, como si quisiera borrarlo de su cabeza.
Pero he notado algo, señala el padre.
Y no me gusta.
Ahora, cuando estamos viendo la
televisión y hay una escena de reivindicación feminista, alguien defiende los
derechos de la mujer o habla de igualdad o algo parecido, no falla: cada vez,
Pedrito, impasible el rostro, cambia de canal si tiene el mando automático en
las manos.
Y si no, se levanta y sale de la habitación
con el pretexto de beber un vaso de agua, hacer pipí, sacar al perro al jardín.
Al cabo de un par de minutos regresa, mira de reojo la tele y se sienta de
nuevo, imperturbable, silencioso.
Y a su madre y a mí, dice el padre, nos
llevan los diablos.
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