Lo que ocurrió recientemente en el Ballet del Colón debería promover un debate de fondo sobre la Argentina, sobre la concepción del Estado y sobre la filosofía con que se administra y se gestiona “lo público”
Luciano Román
LA
NACION
Podría confundirse con una noticia de la sección Espectáculos y encuadrarse como un conflicto “de nicho”.
La renuncia de
Paloma Herrera al Ballet Estable del Teatro Colón debería promover, sin
embargo, un debate de fondo sobre la Argentina, sobre la concepción del Estado
y sobre la filosofía con la que se administra y se gestiona “lo público”.
Tal
vez sea una renuncia que debería haber hecho más ruido del que hizo, si nos
propusiéramos discutir en serio las raíces de la decadencia nacional.
Del
alejamiento de la eximia bailarina se desprenden –entre líneas– algunos datos y
conclusiones llamativos: de un elenco estable integrado por más de cien
personas, solo baila, con suerte, la mitad.
Al
personal estable no se le puede exigir que concurra a clases obligatorias, ni
tampoco que ensayen ocho horas diarias, porque esas exigencias no pasan el
filtro sindical.
Muchos
dejaron de bailar hace años, y esperan en sus casas la edad para jubilarse.
Los
roles no se asignan por merecimiento, sino por una suerte de decisión
administrativa guiada por criterios burocráticos.
Jóvenes
talentosos no encuentran lugar y se ven forzados a seguir sus carreras fuera
del país.
El rol de
“director técnico” parece condicionado por los gremios y la política.
Es
imposible planificar a largo plazo y diseñar proyectos con garantías de
continuidad.
¿Son
referencias que solo describen al Colón o describen –en realidad– cómo funciona
el Estado en la Argentina? ¿Son datos que hablan de un ballet o hablan de una
mentalidad que ha colonizado otros ámbitos fundamentales, como los de la
educación, la salud y la seguridad públicas en el país?
La renuncia de
Paloma Herrera parece hablar de la creciente incompatibilidad entre la excelencia
y el Estado.
Es
un llamado de atención sobre la degradación de la “cosa pública” a partir de
una cultura que combate la exigencia, desprecia la competencia y reivindica la
comodidad y el privilegio por encima del esfuerzo, el mérito y el talento.
No
es un problema nuevo; tampoco es patrimonio de un único sector.
Es un problema
que ha crecido durante décadas hasta convertirse en un fenómeno cultural que
atraviesa a la sociedad y a la política.
Tiene
que ver con una mentalidad que ha colonizado universidades, escuelas, centros
de investigación, ministerios, teatros e instituciones.
En
muchos casos, ha arrasado con el orgullo de ser docentes, artistas, científicos
o funcionarios.
Se
han impuesto las figuras de “trabajador de la cultura”, “de la educación” o “de
la salud”.
Es una ideología
que desdibuja las vocaciones e impone la ley del menor esfuerzo.
Hace
que, en muchos de esos ámbitos, sea más redituable “hacer la plancha” que
“hacer carrera”.
Son
engranajes de un Estado que trabaja “a reglamento”.
El
que intenta cambiar las reglas termina como Paloma Herrera.
No
estamos, entonces, frente a la mera renuncia de una directora artística.
Estamos frente
al triunfo de la mentalidad burocrática, estatista y sindicalizada, y a la
derrota de la excelencia y la competitividad en la esfera pública.
Estamos frente a
un Estado que expulsa a los mejores y confunde igualdad con igualitarismo.
La
Argentina supo tener un sistema público de altísima calidad.
El
Colón fue sinónimo de excelencia, como lo fueron la escuela y la universidad
públicas, el sistema hospitalario, el Conicet, la Anmat, el Indec y tantas
otras instituciones.
Por
supuesto que conservan reservas de gran valor, pero ¿podemos decir que hoy
mantienen el nivel de sus mejores épocas?
¿Podemos
echarles la culpa solo a las restricciones presupuestarias derivadas de las
crisis económicas?
¿O
deberíamos admitir que, bajo la retórica del “Estado presente”, hemos devaluado
todos los servicios públicos?
La
sindicalización de la escuela pública ha degradado esa institución hasta
extremos desoladores.
Si
de los 100 bailarines del Colón solo bailan 50, ¿cuántos de los casi 500.000
docentes bonaerenses pisan todos los días una escuela “gobernada” por Baradel?
¿Cuántas
“Palomas Herrera” han sido derrotadas por “el sistema” en otros estamentos del
Estado?
A
partir de esa renuncia en el Colón, tal vez deberíamos poner en discusión una
mentalidad que corroe la calidad de los servicios públicos.
Se trata de un
ideologismo que combate el espíritu del maestro, del artista, del médico o del
enfermero para igualar a todos bajo la concepción del empleado público.
Eso
parece marcar el estándar dominante, aun en lugares como el Colón, donde nadie
llega porque sí, ni en la búsqueda de un conchabo, sino por evidente vocación y
espíritu de superación.
Cuando
se intenta discutir este estado de cosas, la reacción es inmediata:
Los
que cuestionan el estatuto de la mediocridad “quieren precarizar”, “buscan
privatizar” y “son ajustadores”.
El
repertorio de eslóganes es bien conocido, y ha resultado eficaz para conservar
privilegios y mantener el statu quo. Con esas “banderas” se ha consolidado un
“estatismo al modo nostro”, que ha servido para engordar al Estado, convertirlo
en una gran bolsa de trabajo y al mismo tiempo restarle calidad, jerarquía,
excelencia y seriedad.
Es,
paradójicamente, una filosofía que expulsa a las clases medias del sistema
público, empujándolas a escuelas, universidades, sanatorios y hasta barrios
privados en busca de prestaciones básicas.
El
ballet, curiosamente, ofrece otro ejemplo de las grandes distorsiones
argentinas.
Cuando Julio
Bocca propuso, alguna vez, cambiar el régimen del Colón para privilegiar la
competitividad y la excelencia, le dijeron que no.
No
se podía ir en contra de la estabilidad y la burocracia.
No
se podía discutir la normativa que asimila al artista con el empleado público.
Pero
en otro lugar le dijeron que sí.
Fue
en el Uruguay de Pepe Mujica, donde el “progresismo” se entiende de otra forma.
Bajo la
dirección de Julio Bocca, el ballet oficial del Uruguay recuperó brillo y
calidad.
Se
convirtió en un orgullo nacional, a la par de su selección de fútbol.
Mujica
entendió que el Estado no debía ser enemigo de la calidad, sino que debía
promoverla.
Y
en ese ballet uruguayo, del primero al último de los bailarines debían ganarse
su lugar a fuerza de talento y sacrificio, no con trabajo asegurado, sino con
contratos revisables en función de los resultados.
Tal
vez Paloma Herrera y Julio Bocca nos ofrezcan, sin querer, la oportunidad de
dar un debate de fondo sobre la Argentina.
Y
nos muestren, en espejos invertidos, distintas maneras de concebir “la cosa
pública”.
Quizá sea
oportuno preguntarnos por qué Julio Bocca se fue a dirigir y a vivir al Uruguay.
No
sería una pregunta sobre él, sino sobre nosotros mismos.
Somos
un país que expulsa a sus talentos, que ningunea a los mejores y que pierde su
mayor capital:
El de los
hombres y mujeres podrían marcar la diferencia.
El
Colón, alguna vez, le dijo que no a Julio Bocca.
Pero
no fue una decisión aislada.
¿Cuántos
funcionarios, cuántas universidades, cuántas academias lo consultan?
¿En
qué estamentos del país se aprovechan la experiencia, la genialidad y la
sensibilidad de uno de los artistas más grandes que ha dado la Argentina en el
siglo XX?
¿Cuántas
escuelas y facultades lo convocan para inspirar a los más jóvenes en la cultura
del esfuerzo, la creatividad y la excelencia?
Otra
vez: no hablamos de ballet ni del Colón; hablamos
de un profundo problema cultural que ha carcomido los cimientos de la
Argentina.
Los
que intentan discutir esa mentalidad suelen pagarlo con una suerte de exilio
(real o simbólico) forzado por la indiferencia.
Muchos
actores de la cultura, que deberían representar el inconformismo, la diversidad
y la vanguardia, hoy parecen anestesiados por el ideologismo dominante.
Hay
una suerte de “intelectualidad estatizada” que se siente cómoda con el
silencio, la ausencia de debates y una inercia conservadora que avala el
deterioro.
Tal vez debamos
interpretar la renuncia que sacudió hace unos días al Colón como un síntoma de
algo más complejo, en lo que se juega el futuro del país.
Aunque
parezca una noticia de espectáculos, es un llamado de atención sobre la
concepción de un Estado que necesita cada vez más para ofrecer cada vez menos;
que suma empleados y expulsa talentos; al que le sobran eslóganes y le falta
prestigio.
Es, en
definitiva, un indicador de los problemas estructurales de la Argentina.
Alguna
vez tendremos que discutir estos temas en profundidad, si de verdad queremos
recuperar ese país que sentía orgullo de sí mismo.
Los
nombres propios a veces simbolizan modelos contrapuestos:
¿queremos
la Argentina de Paloma Herrera y Julio Bocca o la de Baradel y D’Elía?
No hay comentarios:
Publicar un comentario