José Vicente Pascual 15 de marzo de 2022
Fuente:
El Manifiesto.com
Creían muchos, y muchos siguen creyendo, que la historia ha tocado fondo, que las colisiones y conflictos de intereses entre los bloques geopolíticos, las civilizaciones y culturas estaban ya superadas, sublimadas en esa burbuja indolora y por supuesto insípida que al principio se llamaba Nuevo Orden Mundial, más tarde economía mundializada y por fin globalización.
Creían
graciosamente llegados los buenos tiempos descritos en aquel famoso anuncio de
Coca-Cola: todas las razas y pueblos del planeta reunidos sobre la colina de la
fraternidad, animosos cantores de loas hippies al amor, la paz y la chispa de
la vida. Eso creían.
Creían muchos —y muchos siguen creyendo— que la redicha globalización consiste en un mundo beato en el que nadie es extranjero, donde todos y todas, sin distinción de razas, estatus económico o condición sexual, disfrutan de maravillosas aventuras lowcost en parajes exóticos, donde siempre les espera un sabroso menú McDonalds; un delicioso ligoteo en cualquier terraza parisina, encandilados por la música de encantadores artistas callejeros.
En
efecto, la globalización, en las cabezas anidadas por el buenismo universal y
la publicidad del capitalismo woke, era un luminoso escaparate de seres
felices, un tanto errabundos y un algo tontarras pero muy concienciados sobre
las ventajas del nuevo paraíso, un nirvana modesto aunque sólido de factura en
el que las desigualdades e injusticias se solucionan con un poco de buena
voluntad, el cambio climático se arregla comprando coches eléctricos y el
terrorismo yihadista poniendo velitas en los escenarios de sus fechorías.
Verdaderamente
creían que disolviendo la personalidad histórica de los pueblos y las naciones
desaparecerían los inconvenientes de la misma historia, incordios tan poco
estéticos y para nada fotogénicos como, por ejemplo, las guerras.
Estaban convencidos de que los esfuerzos y renuncias demandados por la gran pandemia, el cese de libertad ante los expertos —ah, la ciencia—, la descomunal demostración de mansedumbre y la apoteosis del pensamiento casero, las zapatillas de paño, el teletrabajo y las sopas de sobre, habrían conjurado para siempre los peligros mayores del destino y las amenazas que se ocultan en los resquicios más sinuosos de la triste realidad.
¿Cómo
no iban a ir bien las cosas para occidente después de aquel fabuloso
acatamiento de la razón de Estado, la Seguridad y la Salud Pública?
¿Qué
podía salir mal tras habernos entregado a la inmaculada doctrina de la agenda
20-30, la conciencia sobre el cambio climático y el entusiasmo por la
transición ecológica?
A alguien que
recicla la basura y ahorra para comprarse un Tesla, la historia no puede
castigarle con cataclismos imprevistos.
Eso
creían.
Mas he aquí que los jinetes del Apocalipsis son cuatro, y desmandado el primero —la peste—, el segundo llamado guerra no iba a tardar en comparecer.
Dicho
en palabras menos para bíblicas: la historia no atiende a buenos propósitos, la
sumisión no pesa en la balanza de lo justo y lo injusto —ni siquiera en la de
bueno/malo—, y a las potencias que emergen con voluntad de dominio les importan
un bledo el cambio climático, la agenda 20-30, la transición ecológica, la
visibilidad de los colectivos querer y el privilegio cisgénero.
Si
se apura un poco la cuestión, puede afirmarse sin temor a exageraciones que a
esos imperios que aparecen desbocados en la rompiente de la historia les
interesan las libertades del individuo, los derechos humanos y la democracia lo
mismo que las artes de pesca a los leñadores de Siberia.
Por supuesto, nosotros, los civilizados habitantes de la Europa unificada por el euro, también hemos sido capaces de renunciar a parcelas importantes de nuestra libertad y nuestros derechos, en aras de la seguridad.
Hemos
soportado reclusiones domiciliarias, toques de queda, severas restricciones a
la libre ambulación, estrictas condiciones de acceso a medios de transporte y
espacios públicos, la obligación moral y la presión social para inocularnos con
medicamentos de emergencia, el práctico cese de la actividad sanitaria —pública—
respecto a toda dolencia no relacionada con el covid19, el cierre de las
dependencias administrativas del Estado…
Hemos
aguantado, como suele decirse, “lo que nos han echado” con tal de conjurar los
riesgos de una pandemia recalcitrante.
Nunca
fue tan verdadera la afirmación de que “la libertad es la percepción que tiene
cada uno sobre su propia seguridad”.
El
bien común a proteger, merecedor y justificante de aquellos esfuerzos, era la
salud.
Y
aquí surge un obstáculo, o mejor dicho, el obstáculo: los intempestivos que
llegan de oriente —llámenles nuevos bárbaros si les apetece—, no posponen la
libertad por razones sanitarias sino por conceptos un poco más inflamables; el
principal de todos: la hegemonía.
Puede el sufrido lector pensar lo que quiera sobre este asunto y romperse la cabeza en solidaridad con los analistas, tertulianos y charlíferos que se preguntan una y otra vez cuál es el límite de las pretensiones del presidente de Rusia y hasta dónde será capaz de llegar, qué quieren estos eslavos que afilan sus armas contra las puertas de Europa;
podemos
dar todas las vueltas que queramos al asunto pero la respuesta será siempre la
misma: lo quieren todo. Eso significa la hegemonía.
El ganador se lo
lleva todo.
Lo
preocupante de la cuestión es que los rusos no llegan solos, estratégicamente
hablando.
La
alianza eurásica soñada por el atrabiliario Alexander Dugin ya tiene aceptable
consistencia, con China e Irán en primera fila y un montón de antiguas
repúblicas soviéticas en el banquillo, incluida la Chechenia mercenaria; y se
completa la coalición —por el momento casi sólo sentimental— con regímenes como
el sirio y potencias nucleares “locales” como Corea del Norte.
No
es que hayan formado el drem team, pero cerca le andan.
A
todo esto, queda por ver hasta dónde alcanza la lealtad de Turquía a la OTAN…
No caigamos en el pánico, sin embargo.
La
pregunta no es cuándo degollarán a “nuestros hijos y nuestras mujeres” —así
reza la letra original de La Marsellesa— sino cómo podríamos evitar estos
inconvenientes y salir airosos.
Desde
luego, con agendas eco friendly, bolsas de colores para los desperdicios, el
senescente Biden presidiendo el viejo imperio como quien canta los números del
bingo en una residencia de ancianos, velitas en las esquinas y banderitas en los
perfiles de las redes sociales, me parece que no.
A
lo mejor es momento de pensar que la historia, como decía Zinnoviev, es un
ferrocarril que avanza implacable y sin detenerse ante los banales temores y
escrúpulos humanos.
A lo mejor es
hora de creer en nosotros mismos, en la fuerza de todo lo que hemos construido,
y sobre todo en nuestra determinación para defenderlo.
A
lo mejor dentro de poco vuelven a tener sentido las viejas historias de
griegos, celtas, romanos y legatarios de Roma, germanos y normandos, sobre las
que se edificó el ideario y se fraguó la voluntad de ser en la historia en esta
parte del mundo que llamamos Europa.
A
lo mejor es momento de volver a mirarnos despacio, no para encantarnos de
nuestra excelencia ética sino para interrogarnos sobre algo bastante más simple
que reciclar vidrio:
Hasta cuándo
queremos permanecer, y en qué condiciones.
Javier R. Portella, en su arriesgado y valiente artículo sobre el conflicto de Ucrania, argumentaba el pasado 26 de febrero: “Lo que realmente está en juego es toda una concepción del mundo que se opone brutalmente a otra. Lo que se juega es una lucha entre dos paradigmas.
Por un lado, el
paradigma de la sociedad líquida, sin fe, valores, historia ni principios:
vulgar agregado de átomos envueltos en la fealdad, la absurdidad y el
sinsentido.
Y frente a él,
el paradigma de la sociedad sólida, orgánica, arraigada en el pasado de su
historia, afirmada en la identidad de su nación, envuelta en sus valores y
principios, marcada por el aliento sagrado de su religión”.
Quizás no sea momento de averiguar hasta el detalle si, en efecto, la nuestra es una civilización “líquida, sin fe, valores…”; de lo que estoy convencido es de que si somos incapaces de comportarnos como una sociedad sólida, arraigada en su historia, afirmada en su identidad y dispuesta a defenderla, pereceremos.
No
me refiero a la muerte física y la devastación material sino a algo peor:
La
extinción del espíritu que ha alentado a nuestra civilización durante milenios,
la desaparición de la idea misma de Europa, diluida en el magma intemporal del
limbo globalista.
El
absoluto alzheimer ante la historia.
O
somos capaces de ser o desaparecemos.
Y en cien años, todos chinos.
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