"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 1 de noviembre de 2010

De Néstor a Cristina

Rogelio Alaniz *

El Litoral de 30 de octubre 2010

Se lo despidió con los honores de un presidente en actividad. En ese punto, en ese exclusivo punto, su muerte se pareció a la de Perón: el muerto no era un político retirado, sino la encarnación real y efectiva del poder. Su ausencia fue llorada en nombre de las imágenes del pasado y las incertidumbres del futuro.
Las manifestaciones de dolor de sus seguidores dan cuenta de esta verdad que, por ser obvia, más de una vez no es tenida en cuenta: la muerte de Kirchner impacta fuerte porque se trata de alguien que ocupaba un espacio central del poder.

Los kirchneristas se fastidian cuando se sugiere que ha quedado un vacío que será difícil de llenar.
Se fastidian porque deducen que se subestima el rol de Cristina, pero lo cierto es que al promover una movilización tan amplia por la muerte de Kirchner, al pronunciar frases tan contundentes acerca de sus bondades, ellos mismos transforman al muerto en alguien irreemplazable.
Ahora bien, si Kirchner es el poder y su ausencia es irreemplazable. ¿Qué lugar queda para Cristina?

Me apresuro a contestar esa pregunta: el lugar que le corresponde a una presidente que dentro de un año concluirá su mandato.
El problema es que los kirchneristas en particular no se resignan a ese rol.
Para ellos no hay presidentes constitucionales, hay conductores, líderes carismáticos que se plantean ejercer el poder para toda la vida.

Por formación ideológica, los peronistas rechazan al presidente que se limita a cumplir con su mandato y se vuelve a casa. Para el peronismo no hay retorno del jefe al hogar, al anonimato de la vida privada. El poder es concebido como una gran pasión, como una pasión trágica que se consume en su propio ejercicio. Nunca lo logran, pero nunca renuncian a ello.

Kirchner intentó forjar esta experiencia y su muerte inesperada contribuyó a alentar esa fantasía.
Sin duda que fue un político dotado de una pasión insaciable de poder.
Como todo político cometió errores y aciertos; y como todo político, más de un adversario lo criticó invocando sus errores porque no perdonaba sus aciertos.

Para bien y para mal fue audaz, imaginativo y eficaz.
Fue, además, un peronista de tiempo completo, generoso con los leales y despiadado con los adversarios.

No atentó contra las instituciones, pero sólo las concibió como una herramienta, un instrumento subordinado a su ambición de poder.
Seguramente tuvo ideales, pero fundamentalmente tuvo ambición.
No fue un intelectual, fue un hombre de acción que sabía distinguir con un certero golpe de vista lo importante de lo secundario.
Fue un gran maniobrero e intrigante, sabía manejar las pasiones y se hacía respetar y temer.
No fue un intelectual, pero fue el único político en los últimos treinta años que conocía al dedillo cómo funcionaba el poder y cómo funcionaba el capitalismo.

No era un virtuoso, no creía ni cultivaba las virtudes republicanas, pero las aceptaba como un mal necesario de las que había que aprovechar sus contradicciones y debilidades.
Su pasión exclusiva y excluyente en los últimos veinte años fue la política.
No era frívolo, tampoco cholulo.
En eso también las diferencias con Menem eran evidentes.
Acumuló una enorme fortuna y permitió que sus incondicionales se enriquecieran como sátrapas a su alrededor, pero se me ocurre que lo que predominaba era la pulsión del poder por sobre la pulsión de la riqueza. Por formación familiar, por decisión personal, por vocación política, estaba convencido de que el dinero era indispensable, no para gastarlo en cruceros de lujo sino en política, en todo caso, como un reaseguro, nunca como un objeto de disipación.

No tenía ideales, tenía intereses.
No murió por sus convicciones sino por sus pulsiones.
No fue el mártir de una causa porque su causa exclusiva fue el poder.
Curiosamente quien se propuso controlar a todos y a todo no fue capaz de controlarse a sí mismo.
Sólo la fantasía, la alienación o las manipulaciones pueden ponerlo al lado del Che Guevara o de los líderes de la liberación latinoamericana.

La última noche cenó con Cristina, Báez y Ulloa.
Ése era su círculo íntimo, los que importaban, a los demás había que venderles un sueño y, por supuesto, se los vendió en cómodas cuotas.
No fue un héroe, pero fue un político notable.
Tampoco fue un estadista, pero fue un gran forjador de coyunturas, un hombre dotado de un notable talento para instalar en la agenda los temas políticos que le interesaban.

Cristina Kirchner, por su lado, puede ser una aceptable presidente constitucional, como lo fue su marido entre 2003 y 2007.
No es poco para quienes pretenden trascender en la historia.
La pretensión mesiánica de ser la elegida para fundar una nueva Argentina me parece desmesurada y, por sobre todas las cosas, irreal y reñida con la república democrática a la que decimos adherir y respetar.

La Argentina no acepta Mesías.
Es más, creo que la Argentina crecerá en serio cuando sus presidentes se asuman como tales y, cumplido su mandato, le entreguen el poder a su sucesor.

Las grandes democracias no tienen héroes trágicos, tienen hombres comunes que asumen grandes responsabilidades.
A las grandes democracias se las reconoce no por sus líderes carismáticos sino por sus ex presidentes.
Así ocurre en los países civilizados, empezando por Chile, Uruguay y Brasil.
La titularidad del poder político rota y ésa es la virtud básica de una república.
Lo demás es fantasía, delirio, ilusión o ambición despótica.
Chile con Aylwin, Lagos, Frei, Bachelet;
Uruguay con Lacalle, Sanguinetti, Vázquez;
Brasil con Sarney, Cardoso y Lula, son el ejemplo a seguir.

¡Basta de crear dioses!
Limitémonos a elegir hombres normales y no le exijamos nada extraordinario, salvo el cumplimiento de lo que prometieron.

No nos ha ido bien con los Mesías y los dioses, entre otras cosas porque en realidad no lo son y, por lo tanto, el rol que le asignamos, las esperanza que depositamos en ellos no son más que grandes alienaciones colectivas, grandes y frustrantes alienaciones colectivas.

Pero retornemos a las jornadas de esta semana.

¿El kirchnerismo sobrevivirá a Kirchner?
Los kirchneristas lo creen, yo no.
Cualquiera puede tener razón y cualquiera puede estar equivocado, porque esa pregunta hoy no tiene respuesta al margen de la acción práctica de los hombres.

Por lo pronto, admitamos que todos estamos todavía inmersos en el clima del velorio. Políticamente, el dolor y la congoja de tanta gente no puede serle indiferente a nadie.
Ese dolor y esa congoja merecen ser respetados.
Mucha gente lo lloró a Kirchner y lo lloró desconsoladamente.
Podemos discutir su personalidad, la naturaleza de sus convicciones pero lo que resulta sorprendente es que en los difíciles tiempos que corren, tiempos de desencanto y cinismo, Kirchner le haya devuelto a muchos la posibilidad de creer, de ilusionarse.

Una multitud lo despidió en Plaza de Mayo y desfiló por el salón de la Casa Rosada. Esa multitud vale por sí misma, es respetable por sí misma, pero no es toda la Argentina, ni siquiera la mitad más uno de la Argentina.
Yo lo siento por los amigos de “6,7 y 8”, pero el país no dejará de ser plural por un velorio.
Esta verdad elemental debería asumir la presidente para trazar desde allí una política de alianzas y un programa de gobierno que le permita concluir su mandato sin sobresaltos y con un amplio consenso.

La señora Cristina debería saber que los soportes futuros del poder no serán Moyano, Kunkel, De Vido o cualquier otro dirigente, porque los soportes reales del poder serán las instituciones.

Un asesor capaz es imprescindible para gobernar, un consejero inteligente o con capacidad para tomar decisiones audaces siempre hace falta, pero a la presidencia la protegen las instituciones y para que ello suceda es necesario que sea la presidente la primera en respetarlas.

¿Hay razones para ser optimistas?
No muchas.
El comportamiento de la presidente en el velorio insinuó una continuidad con la línea sostenida por su marido.
Menudearon los ninguneos y los desprecios a los partidos y la prensa.
Todo pareciera indicar que la estrategia seguirá siendo la de “profundizar el modelo”.

Nunca se supo muy bien qué se quiere decir con esa consigna.
Supongo que la ambigüedad es deliberada.

Uno de los rasgos distintivos de toda estrategia populista es la de fijar consignas con las que puedan sentirse identificados desde Hebe Bonafini a Moyano, de Hadad a Página 12, de Verbitsky a Scioli y desde los nostálgicos de los setenta a la voraz y corrompida burguesía forjada al calor del poder kirchnerista.

* Rogelio Alaniz es un periodista politico, escribe los sabados en El Litoral de Santa Fe.

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