Moyano
Es una de las patas del acuerdo entre sindicatos y empresarios, pero a la Presidenta le cuesta controlarlo
Por James Nielsen / Revista NOTICIAS 27/11/2010
Por tratarse de una ex senadora que entiende muy bien cómo funcionan las legislaturas y que, para más señas, conoce personalmente a muchos legisladores, sería de suponer que a la presidenta Cristina Fernández le resultaría fácil convivir amablemente con un Congreso en que, aunque los oficialistas constituyen una minoría, la oposición está conformada por una multitud de bloques quebradizos, pero ya es evidente que no tiene el menor interés en intentarlo.
Parece estar convencida de que de resultas de aquellas elecciones de mediados del año pasado, la Cámara de Diputados se ha visto transformada en un reducto opositor y el Senado en una especie de tierra de nadie, de suerte que le convendría sacar provecho del desprestigio de las instituciones parlamentarias para que no queden dudas de que es ella la que manda aquí.
Tal actitud no carece de lógica. La Argentina es por naturaleza un país presidencialista en que suele tener consecuencias muy desagradables cualquier manifestación de debilidad por parte de quien ocupa la Casa Rosada. Desde que murió Néstor Kirchner, Cristina, fortalecida por una marejada de simpatía y por la metamorfosis póstuma de su marido en un estadista visionario, se ha sentido obligada a dejar en claro que no está dispuesta a compartir el poder con nadie. En otras democracias de instituciones parecidas, se da por descontado que en ocasiones el presidente tiene que cogobernar con quienes llevan la voz cantante en la Legislatura, pero en la Argentina, muchos, encabezados por Cristina, tomarían tal arreglo por una aberración exótica.
Aunque el Poder Ejecutivo cumplió con su deber constitucional al enviar a Diputados el proyecto de presupuesto 2012, lo hizo como si fuera un ultimátum, exigiéndoles a los parlamentarios ratificarlo sin atreverse a modificar una sola coma o, mejor todavía, olvidarse del asunto. Así las cosas, el que el debate sobre “la ley de leyes” haya degenerado en un torneo de denuncias de presiones indecentes, culminando con el cachetazo con el que Graciela Camaño puso en su lugar a Carlos Kunkel, habrá sido motivo de viva satisfacción para Cristina. Es posible que andando el tiempo el olor a corrupción que despide el gobierno nacional haga mella en su popularidad; también lo es que la mayoría llegue a la conclusión de que todos los políticos son iguales y que por lo tanto sería injusto ensañarse con una Presidenta recién enviudada por respetar “los códigos” de su oficio.
Según algunos teóricos adustos, para gobernar es necesario contar con un presupuesto. ¿Lo es? Claro que no. Desde el 2003, los documentos así designados que el Gobierno ha entregado anualmente al Congreso han guardado la misma relación con la realidad prevista que las estadísticas confeccionadas por el INDEC con la tasa de inflación y otros índices clave. Gracias al pesimismo interesado de los responsables de redactarlos, el Poder Ejecutivo ha conseguido llenar la caja K con centenares de miles de millones de pesos “excedentes” que ha podido gastar a su antojo. Puesto que ya ha comenzado una larga temporada electoral, nunca habrá pasado por la mente de los estrategas gubernamentales permitir a la oposición atrincherada en el Congreso privar a la Presidenta del dinero que necesitará.
La intransigencia en tal sentido de Cristina y sus colaboradores no los perjudicará demasiado porque, si bien se niegan a pactar con legisladores vinculados con “el rejunte opositor”, esta manga de irresponsables que, dicen, sólo saben poner palos en la rueda con el propósito de paralizar al país, están más que dispuestos a pactar con quienes a su juicio realmente importan: los líderes sindicales y empresariales. Corporativistas natos, se aferran al esquema según el cual la economía debería ser manejada por tres sectores, los conformados por los sindicatos, las asociaciones de empresarios y el Gobierno que se encarga de actuar como mediador.
El discurso que pronunció Cristina ante 3.000 empresarios convocados por la Unión Industrial Argentina, entre ellos Hugo Moyano, en el que propuso un “diálogo tripartito”, fue un alegato explícitamente corporativista en que reivindicaba ideas muy similares a las planteadas en la muy influyente encíclica “Rerum Novarum” del papa León XIII a fines del siglo XIX, las que, en los años siguientes, seducirían a deseosos de encontrar una “tercera vía” entre el capitalismo y el socialismo, como el italiano Benito Mussolini, el portugués António de Oliveira Salazar y, desde luego, Juan Domingo Perón y sus muchos acólitos. Para los autoritarios y quienes se afirman hartos de las interminables reyertas que consideran típicas de políticos comiteriles, el corporativismo tiene el mérito de reducir al mínimo el papel del Parlamento. No sorprende, pues, que Cristina se haya sentido tentada por la alternativa que entraña.
Acaso por ser un país formado en una matriz católica en que, para perplejidad del grueso de la ciudadanía, instituciones políticas importadas de otras latitudes como los Estados Unidos raramente han funcionado muy bien, la Argentina es propensa a recaer en el corporativismo toda vez que se difunde la sensación de que el Congreso, lleno como está de personajes que parecen incapaces de trabajar juntos a favor del bien común, se ha convertido en una “máquina de impedir”. Aunque hoy en día pocos se afirman comprometidos con el corporativismo por haber adquirido la palabra connotaciones negativas debido a la supuesta adhesión al credo de ciertos fascistas, conceptos como “justicia social” y “solidaridad” que le son propios figuran de manera constante en el discurso político local.
Pues bien: a través de los años, gobiernos de una variedad llamativa de orígenes –militares y civiles, radicales y peronistas–, han anunciado con bombas y platillos su intención de impulsar un “pacto social” o “gran acuerdo nacional” que, juran, servirá para que se armonicen los esfuerzos de los distintos sectores para que tanto sindicalistas como empresarios se comporten con, para citar a Cristina, “racionalidad, institucionalidad y legalidad”. Al hablar así, la Presidenta da a entender que se cree por encima de los conflictos de quienes se han entregado a la “puja distribuitiva” o, por lo menos, que le corresponde desempeñar el rol de árbitro, reprobando a sindicalistas que hacen de los ciudadanos “rehenes” y a empresarios que buscan rentabilidad “por la vía de salarios degradados” y “precios más altos”. En otras palabras, en el fondo todo se solucionaría con un poco de buena voluntad, pero el Gobierno se reserva el derecho a intervenir para que no cometan “abusos” sindicalistas prepotentes y empresarios codiciosos.
Por desgracia, el mundo no es tan sencillo como suelen suponer los corporativistas, razón por la que los “pactos tripartitos” que se han ensayado no han contribuido a mejorar la productividad que en última instancia es el factor que determina si un país es pobre o rico. Para empezar, la CGT no representa a “la clase trabajadora” en su conjunto, sino, a lo sumo, a una fracción de los empleados en blanco, mientras que la UIA no puede considerarse representativa de decenas de miles de empresarios que, a menos que su mentalidad sea la de burócratas, están compitiendo los unos con los otros en una lucha darwiniana por prosperar, a menudo a costillas de sus rivales. En cuanto a la “puja distribuitiva”, los resultados, siempre pasajeros, dependen en buena medida de la ley de oferta y demanda. No es que los empresarios de aquellos países en que los obreros ganan salarios envidiables sean más benévolos que sus homólogos argentinos, sino que el mercado laboral los obliga a optar entre pagarles bien y arriesgarse trasladando sus actividades a otra parte del planeta.
Sea como fuere, si todo marcha como espera la Presidenta, por algunos meses los diarios y canales televisivos nos mantendrán informados sobre las vicisitudes de “las cumbres” que celebren Moyano, el titular de la UIA, Héctor Méndez y, es innecesario decirlo, la presidenta Cristina, más sus respectivos colaboradores, los que tratarán de convencernos de que el país está en buenas manos, lejos de políticos poco serios que sólo saben formular denuncias tremendas sin presentar pruebas. Aunque andando el tiempo los frutos concretos de los cónclaves resulten ser magros, mientras tanto podrían ayudar a difundir la ilusión de que el “proyecto” kirchnerista se base en algo más que las ambiciones personales de quienes por ahora disponen de mucho poder.
Es que los beneficios de los “pactos sociales” que esporádicamente se firman son más políticos que económicos.
Sirven para brindar la impresión de que por fin los distintos sectores están por alcanzar un acuerdo que, además de reducir el nivel de conflictividad, ayude a frenar la inflación que, en opinión de los corporativistas, se debe más a la intensidad de “la puja” que a los molestos factores monetarios que obsesionan a los economistas “ortodoxos”. Puesto que, por enésima vez, la Argentina está peleando por el campeonato mundial en la materia, Cristina tiene motivos de sobra para querer frenarla sin verse constreñida a ordenar un “ajuste” en medio de una campaña electoral, pero si la experiencia nos ha enseñado algo, esto es que las medidas voluntaristas son inútiles.
* PERIODISTA y analista político, ex director de“The Buenos Aires Herald”
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