Julio María Sanguinetti
Para LA NACION
MONTEVIDEO
A los latinoamericanos nos encanta mirar nuestro ombligo como centro del mundo.
Y una natural consecuencia es que nos cuesta levantar la vista para otear un poco más lejos y tratar de entender que somos no sólo ciudadanos de un país, sino ciudadanos de una época, como decía el poeta Heine.
Así nos pasa, por ejemplo, que nos creemos que el reverdecer democrático de estos años es la exclusiva consecuencia de nuestra sabiduría.
Nos salteamos el menudo hecho histórico del fin de la Guerra Fría, que, a favor o en contra de nuestra voluntad, nos exponía a las influencias norteamericanas y soviéticas en su disputa hegemónica.
Unos alentaban y armaban guerrillas, directamente desde Europa del Este o a través de la intermediación cubana, y los otros alentaban -o bendecían, según los casos- las intervenciones militares, aun golpes de Estado, que se producían para combatirlas.
De este modo, ocurrió que el tal conflicto fue "frío" entre los dos grandes, pero caliente y sangriento en nuestro hemisferio.
Hoy las guerrillas son narcoguerrillas, acaso más feroces que las otras, pero motivadas por la avidez del dinero mucho más que por la ambición política.
Obviamente, gente como la de las FARC colombianas sigue queriendo vestirse de revolucionarios, que siempre es más lucido y presentable, pero la verdad es la otra; ya de ideología ahí no queda nada y se vive en la violencia para vivir -o sobrevivir- de un modo y un estilo que ya no pueden cambiar.
Nuestra democracia, entonces, debe mucho, quizá lo principal, a los esfuerzos de todos los demócratas que luchamos por superar las dictaduras de los años 70, pero no podemos dejar de reconocer que el marco internacional nos ha sido extremadamente favorable.
Como tampoco ignorar que nuestras construcciones adolecen todavía de muchas fragilidades. Venezuela es un buen ejemplo de una institucionalidad formal que se pone al borde de la dictadura a cada rato, pese a que felizmente aún se vote, con prensa cercenada y oposición acosada por el poder.
Las propias caídas de gobiernos elegidos, que no pudieron terminar su mandato, como pasó en la propia Argentina, es otra prueba de esas debilidades.
En un plano diferente, el económico, también nos miramos al espejo para vernos con el placentero rostro actual del crecimiento y no nos preguntamos hasta qué punto esta prosperidad es mérito propio o influencia exterior.
En el caso, inequívocamente, la raíz está afuera, en los fabulosos precios de las materias primas y alimentos que la demanda china y asiática han provocado.
Todos los gobiernos, buenos o malos, más a la izquierda o más a la derecha, exhiben números estupendos de crecimiento y recaudación.
El viejo alegato de don Raúl Prebisch sobre el deterioro de los términos de intercambio ahora se da exactamente al revés: mucha menos soja o cobre tenemos que poner para comprar la misma máquina del exterior.
Históricamente sufrimos aquella situación, que el viejo maestro ponía en el corazón de nuestro subdesarrollo.
Ahora, con una intensidad nunca antes vista desde que Colón llegó a las Antillas, nuestras producciones primarias navegan con un velamen desplegado.
La pregunta sería cómo estamos aprovechando esa bonanza, si ella construirá los cimientos de un desarrollo sustentable o será simplemente un ciclo más.
La respuesta, obviamente, es variada según los países, y bien podríamos poner en una punta a Venezuela, con sus gastos militares y sus estrafalarias inversiones; y en la otra, a Chile, que hasta hizo un fondo de reserva con el precio del cobre para el día en que bajara.
Todos los pronósticos hoy son optimistas, pero quienes hemos vivido muchas fiestas sabemos bien que en algún momento la orquesta deja de tocar y el vino se termina.
- ¿Cuándo?
Es lo que nadie sabe, pero de un modo responsable no se puede ignorar que los ciclos mostrarán en algún momento un cambio de ritmo.
China sigue demandando, sin duda, pero nadie ignora que está desarrollando una nueva industria, más competitiva que aquella vieja y obsoleta que nació de los planes quinquenales leninistas (o maoístas).
Esta inestabilidad monetaria y económica que hoy viven Europa y Estados Unidos, ¿nunca va a repercutir? ¿Estamos tan seguros de que no tendrá alguna consecuencia?
Vivimos la sociedad del conocimiento.
Vivimos la sociedad de la información.
Vivimos la sociedad del consumo.
Así se dice y es cierto.
En esa perspectiva, ¿el futuro podrá estar simplemente en las materias primas?
¿Tendrán ellas un porvenir tan cierto sin un proceso de transformación más profundo?
Que el mundo precisa alimentarse y nuestra producción en ese rubro siempre tiene un horizonte no hay duda.
Pero ¿será siempre tan rosado como lo es hoy?
Repartiendo rápidamente los excedentes, ¿podremos quebrar algún día la barrera del subdesarrollo?
Este es un gran momento y ojalá nos dure mucho.
Lo que importa, sin embargo, es que no lo despilfarremos o alegremente lo consumamos al compás de las demandas urgentes.
Con las monedas de referencia más débiles que nunca, sería la hora de achicar nuestras deudas; con un mundo globalizado, la inversión en infraestructura de telecomunicaciones y de logística en general se nos impone; con un crecimiento que nos demanda más energía, debemos prepararnos para un nuevo tiempo y nuevas fuentes; con una economía cada día más compleja y necesitada de innovación, la educación nos está desafiando desde resultados muy pobres en las pruebas de evaluación de nuestros jóvenes.
En tiempos pasados, no muy lejanos, el mercado exterior nos fue muy esquivo.
Y postergó muchas de esas demandas.
Hoy no hay excusa, porque el mañana ya nos está mirando.
© La Nacion
El autor fue presidente de la República Oriental del Uruguay (1985-1990 / 1995-2000)
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