Para LA NACION
Poco antes de morir, Isaiah Berlin publicó uno de sus últimos aportes para el buen ejercicio del análisis político.
Con el título "¿Qué es un buen juicio político?" no incursionó en la calidad intelectual del análisis, sino en la "sabiduría política", en el ser dotado, en ser un genio político o ser políticamente competente, saber hacer "avanzar las cosas", para decirlo de manera sencilla y directa.
Solemos deplorar que los hombres (o mujeres) de Estado estén, en demasiados casos, desprovistos de esas cualidades.
Lamentamos cuando se perciben enceguecidos por los prejuicios y las pasiones? pero, ¿ciegos con respecto a qué?
Se dice -decimos- que no comprenden su rol ni su época, que resisten a lo que solemos llamar "la lógica de los hechos", que la "historia juega contra ellos", que son con frecuencia incultos o incapaces de reconocer sus errores de percepción, o seres hipnotizados por la utopía de un pasado fabuloso o de un porvenir irrealizable, de lo cual el crítico cree tener alguna idea.
Pero ¿cuál es la naturaleza de ese saber?
En el dominio de la acción política, las leyes son verdaderamente rarísimas: casi todo está en la habilidad. Los hombres de Estado que tienen éxito son aquellos que no piensan en términos generales; es decir, en buscar el punto de comparación entre su situación y las que pertenecen a un largo pasado de la historia humana.
Para Berlin, el mérito de esos hombres de Estado es acertar a comprender qué combinación de elementos han conducido a tal o cual situación particular.
Se les reconoce la capacidad de comprender las características de tal movimiento, de tal individuo, de un estado de hecho único, de una atmósfera única, de una combinación específica de factores económicos, políticos y personales.
Es difícil suponer que una tal facultad pueda ser enseñada.
Berlin atribuye al político de raza una suerte de sensibilidad excepcional a ciertos tipos de hechos.
Lo que se quiere decir es que algunos hombres públicos parecen tener antenas que les permiten percibir los contornos y la textura específica de una situación política o social.
El talento que se atribuye al político supone, sobre todo, la capacidad de integrar una amalgama muy vasta de datos en cambio perpetuo, incluso contradictorios, que son demasiado numerosos, demasiado rápidos para ser atrapados y etiquetados, como suele hacerse con especies múltiples de mariposas.
Para tener una tal percepción de la situación, es preciso beneficiarse de un contacto casi voluptuoso con los hechos comprometidos.
Ser capaz de tener "un conocimiento directo de la textura de la existencia".
No se trata sólo de percibir de manera caótica un torrente de experiencias, sino de una facultad muy desarrollada para distinguir del resto lo que tiene importancia.
Se trata esencialmente de una percepción aguda, de un género de facultad, que no es fácil de identificar con un solo término: sabiduría práctica, razón práctica, intuición de lo que va a "andar" o no.
Es un poder de síntesis más que de análisis.
Berlin lo asimilaba a una disposición para conocer los sentidos que los entrenadores conocen en sus animales, los padres en los hijos, los jefes de orquesta en sus músicos?
Uno puede tener muchas otras cualidades, ser inteligente, sabio, imaginativo, dotado para toda suerte de cosas, pero si no tiene aquella facultad precisa, no puede ser considerado apto para la política, para una comprensión particular de la vida pública, o lo que concierne a ella, que es propio de los hombres de Estado cabales, esa facultad que Bismarck (ejemplo incontestable de un hombre político capaz de un verdadero juicio político), Talleyrand o, en una materia similar, hombres como D'Israeli y Gladstone, comparten con los grandes nombres de la vida pública.
¿Qué nombre dar a ese género de facultad que define al político y que puede no estar expresado en facultades intelectuales y en una erudición superior a la de los políticos cabales?
La desconfianza de los intelectuales respecto de los políticos suele proceder, sobre todo, de que aquéllos acuerdan una confianza excesiva a la eficacia de una aplicación directa extraída de conclusiones teóricas.
No es buena política aquella que por "salvar" la teoría paga un precio mayor en sufrimientos humanos, ni tampoco lo es dejar librada la política a la pura imaginación.
Edgar Allan Poe solía insistir en que "la nariz del populacho" es su imaginación; es por la nariz que se lo puede conducir fácilmente.
Los preocupantes y previsibles hechos que están sacudiendo a la sociedad argentina en estos tiempos demuestran la expresión de fenómenos negativos para la salud de una democracia republicana, que supone la consolidación de una sociedad civil, y de la legitimidad de un Estado que radica en una creencia colectiva resistente a la erosión constante de su autoridad.
Como enseñaba, muchos años atrás, nuestro notable administrativista el profesor Rafael Bielsa, hay cierta analogía en los fenómenos de las "corridas".
Los bancos funcionan en tanto los depositantes creen en que esa institución tiene los recursos y reservas que dice tener.
Si todos o muchos vamos a la vez a reclamar nuestros depósitos, por ejemplo, se va por la pendiente que lleva a la "corrida bancaria".
El Estado existe como tal en la medida en que esté revestido de autoridad.
Si todos, o muchos, le demandamos a un tiempo sanción, sin temor a represalias legítimas, una consecuencia probable irá en dirección a la "corrida del Estado".
Y las "corridas del Estado" suelen ser alentadas, no ya por una sociedad civil, sino por el fenómeno latente de una sociedad incivil.
La reunión de ambos fenómenos -corrida del Estado y sociedad incivil- exhibe la ausencia de la plena legitimidad democrática.
El cultivo simultáneo de lo que Pierre-André Taguieff ha llamado con propiedad "la ilusión populista" como una manifestación de demagogia de la edad democrática, y el Estado alentado por una suerte de "progresismo reaccionario" inspirador de un presunto "modelo" nacional, evoca pendientes políticas peligrosas para la realidad democrática que se dice construir.
La experiencia indica que el populismo no es sólo un peligro antidemocrático, sino una expresión que un escritor como Laclau emplea sin preocupación de la pendiente autoritaria que evoca, muy bien denunciada por autores de la calidad de Raymond Aron, Giovanni Sartori y el citado Taguieff.
Aunque se invoque o se evoque "progresismo", no sólo existe el riesgo nada infrecuente del reaccionario que se ignora, sino del populismo como instrumento cultivado por ciertas elites a través de la invocación de un supuesto "modelo", peligrosamente vecino a la tentación frecuente hacia el "proyecto nacional", proclive a un régimen autoritario.
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