"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 12 de marzo de 2011

Los valores morales

El hombre mediocre - José Ingenieros (1877 - 1925)

La hipocresía es le arte de amordazar la dignidad; ella hace enmudecer los escrúpulos en los hombres incapaces de resistir la tentación del mal.
Es falta de virtud para renunciar a este y de coraje para asumir su responsabilidad.

Ninguna fe impulsa a los hipócritas: "Esquivan la responsabilidad de sus acciones, son audaces en la traición y tímidos en la lealtad.
En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que consideran ventajosas para acrecentar la sombra que proyecta en su escenario.

El hipócrita suele aventajarse de su virtud fingida, mucho mas que el verdadero virtuoso.
La hipocresía tiene matices.
Si el mediocre moral se aviene a vegetar en la penumbra, no cabe baje el escalpelo del psicólogo.
El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía.

La juventud tiene entre sus preciosos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones malignas.
El hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios, esta ya viejo, irreparablemente...

Sus heridos son tan imborrables como sus canas.
Y como estas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de esas canas morales.
El hipócrita esta constreñido a guardar las apariencias, con tanto afán como pone el virtuoso en cuidar sus ideales.
Así como la pereza es la clave de la rutina y la avidez es móvil del servilismo, la mentira es el prodigioso instrumento de la hipocresía.

El que miente es traidor: sus victimas le escuchan suponiendo que buscan la verdad.
En el fondo sospecha que el hombre sincero es fuerte e individualista.
Faltándole la osadía de practicar el mal, a que esta inclinado, contentase con sugerir que oculta sus virtudes por modestia...
Pero jamás consigue usar con desenvoltura el antifaz.

El hipócrita entibia toda amistad con sus dobleces: nadie puede confiar en su ambigüedad recalcitrante.
Su indiferencia al mal del prójimo puede arrastrarle a complicidad indignas.
Indigno de la confianza ajena, el hipócrita vive desconfiado de todos, hasta caer en el supremo infortunio de la susceptibilidad.

Un terror ansioso la acoquina frente a los hombres sinceros, creyendo escuchar en cada palabra un reproche merecido: No hay en ello dignidad, sino remordimiento.
En vano pretendería engañarse a si mismo, confundiendo la susceptibilidad con la delicadeza: "Aquella nace del miedo y esta es hija del orgullo"

Las deudas contraídas por vanidad o por vicio obligan a fingir y engañar: el que las acumula renuncia a toda dignidad.
Hay otras consecuencias del tartufism.
El hombre dúctil a la intriga se priva del cariño ingenuo.
Suele tener cómplices, pero no tiene amigos.
La hipocresía no ata por el corazón, sino por el interés.

Los hipócritas forzosamente utilitarios y oportunistas, están siempre dispuestos a traicionar sus principios en homenaje a un beneficio inmediato...
Eso les veda la amistad con espíritus superiores.

Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato.
Invierte las formulas del reconocimiento: aspira a la divulgación de los favores que hace, sin ser por ello sensible a los que recibe.
Multiplica por mil lo que da y divide por un millón lo que acepta.

El pudor de los hipócritas es la peluca de su calvicie moral.

La mediocridad moral es impotencia para la virtud, cobardía para el vicio.
Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes a mongolfieras infladas de prejuicios.

El hombre honesto puede temer el crimen sin admirar la santidad: es incapaz de iniciativa para entrambos.

Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del hombre virtuoso: prefieren al honesto y lo encumbran como ejemplo.
Olvidan que no hay perfección sin esfuerzo
Solo pueden mirar al sol de frente los que osan clavar su pupila sin temer la ceguera.

Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor a las espinas...
Los virtuosos saben que es necesario exponerse a ellas para recoger las flores mejor perfumadas.
La sociedad predica no hagas mal y serás honesto.

El talento moral tiene otras exigencias: persigue una perfección y serás virtuoso.

La honestidad esta al alcance de todos...
La virtud es de pocos elegidos.
El hombre honesto aguanta el yugo a que le uncen sus cómplices.
El hombre virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala.

No hay virtud cuando los actos desmienten las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es mas nociva en los hombres conspicuos y en las clases privilegiadas.

La nobleza que no esta en nuestro afán de perfección, es inútil que perdure en ridículos abolengos y pergaminos.
Noble es el que revela en sus actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justificar actos innobles.

Por la virtud, nunca por la honestidad, se miden los valores de la aristocracia moral.
Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inválido moral se refugia en la tiniebla.

Comparado con el invalido moral, el hombre honesto parece una alhaja.

Los delincuentes son individuos incapaces de adaptar su conducta a la moralidad media de la sociedad en que viven.
Son inferiores...
Tienen el alma de la especie, pero no adquieren el alma social.
Divergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres excelentes, cuyas variaciones originales determinan una desadaptacion evolutiva en el sentido de la perfección.

Estos inadaptables son moralmente inferiores al hombre mediocre.
Los insectos dañinos en la naturaleza.
Sea cual fuere, sin embargo, la orientación de su inferioridad biológica y social, encontramos una pincelada común en todos los hombres que bajo el nivel de la mediocridad: "La ineptitud constante para adaptarse a las condiciones que, en cada colectividad humana, limitan la lucha por la vida"
Carecen de la aptitud que permite al hombre mediocre imitar los prejuicios y las hipocresías de la sociedad en que vegeta.
No es el hombre moralmente mediocre - el honesto - quien determina las transformaciones de la moral. Son los virtuosos y los santos, inconfundibles con el.

Precursores, apóstoles, mártires, inventan formas superiores del bien, las enseñan, las predican, las imponen.
Toda moral futura es un producto de esfuerzos individuales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican perfecciones inaccesibles al hombre común.

El progreso ético es lento, pero seguro.
La virtud arrastra y enseña; los honestos se resignan a imitar alguna parte de las excelencias que practican los virtuosos.

Cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana engendra una virtud, una norma de talento moral. El hombre mediocre ignora esas virtudes...
Se limita a cumplir las leyes por temor a las penas que amenazan a quien las viola, guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de perderla.

Enseñemos a perdonar... pero enseñemos con el ejemplo, no ofendiendo.
Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia, pero creamos que la segunda suele ser por villanía.

Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reservando la indulgencia para si mismos, los pequeños virtuosos prefieren la práctica del bien y su predica.
Evitan los sermones y enaltecen su propia conducta.
Su corazón es sensible a las pulsaciones de los demás, abriéndose a toda hora para adulcir las penas de un desventurado y previniendo sus necesidades para ahorrarles la humillación de pedir ayuda...
Hacen siempre todo lo que pueden, poniendo en ello tal afán que trasluce el deseo de haber hecho más y mejor.

Esas pequeñas virtudes son usuales, de aplicación frecuente, cotidiana; sirven para distinguir al bueno del mediocre y difieren tanto de la honestidad como el buen difieren del sentido común.

La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter.
Ambas formas de talento, aunque distintas y cada una multiforme, son igualmente necesarias y merecen el mismo homenaje.

Si un hombre encarrila en absoluto su vida hacia un ideal, eludiendo o constatando todas las contingencias materiales que contra el conspiran, ese hombre se eleva sobre el nivel mismo de las mas altas virtudes. Entra en la santidad. 

La santidad existe: los genios morales son los santos de la humanidad.
Algunos legislan y fundan religiones como Moisés, Buda y Confucio, en civilizaciones primitivas, cuando los Estados son teocracias...
Otros predican y viven su moral, como Sócrates, Zenón o Cristo, confiando la suerte de sus nuevos valores a la eficacia del ejemplo; sea cual fuere el juicio que a la posteridad merezcan sus enseñanza, todos ellos son inventores, fuerzas originales en la evolución del bien y del mal, en la metamorfosis de las virtudes.

Son siempre hombres de excepción, genios, los que la enseñan.
La santidad esta en la sabiduría.
Los ideales éticos no son exclusivos del sentimiento religioso; no lo es la virtud; ni la santidad.
Sobre cada sentimiento pueden ellos florecer.

Cada época tiene sus ideales y sus santos: héroes, apóstoles o sabios.

Si es difícil mirar un instante la cara de la muerte que amenaza paralizar nuestro brazo, lo es mas resentir toda una vida los principios y rutinas que amenazan asfixiar nuestra inteligencia.

Orientadas por la exigua constelación de visionarios, las generaciones remontan desde la rutina hacia "verdades cada vez menos inexactas" y desde el prejuicio hacia las "virtudes cada vez menos imperfectas"

Todos los caminos de la santidad conducen hacia el punto infinito que marca su imaginaria convergencia.

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