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Caricatura de Alfredo Sabat

jueves, 28 de abril de 2011

Matute, contra la perversión de los cuentos de hadas

La escritora denuncia al recibir el Cervantes la manipulación que, «bajo pretextos inanes de corrección política», sufren los relatos infantiles

ANTONIO ASTORGA / ALCALÁ DE HENARES (MADRID)
Ana María Matute emociona en la entrega del Premio Cervantes

Erase una vez una mujer buena, alegre y soñadora, que vivía en un paraíso inhabitado, y que nunca perdió la edad de la inocencia.
A esta mujer buena que no creía más que en el Rey Arturo ayer le acarició las mejillas y le dio dos besos en un gesto muy cercano y cariñoso otro Rey, Don Juan Carlos; el Monarca se saltó el protocolo oficial de la ceremonia, despejó su sillón de la mesa presidencial, la rodeó, y se aproximó a Ana María Matute —que fue acercada en silla de ruedas por su hijo Juan Pablo— para entregarle en mano el premio Cervantes.
Esa mujer buena, alegre y soñadora, que ayer porfió como una jabata contra el cansancio y se levantó a las ocho de la mañana, recibía con lágrimas entre la lluvia de aplausos el mayor galardón de las letras españolas.

Tradicionalmente es el ganador del premio Cervantes quien acude a la mesa de los Reyes a recibir el trofeo, pero ayer Don Juan Carlos obvió el protocolo en un gesto repleto de cariño hacia una mujer envidiable.

Sentada sobre su sillita que conducía su hijo, Ana María Matute, desde la magia de su vida, susurró al oído de Don Juan Carlos: «¡Gracias, Majestad!».

Un par de besos, emoción, nervios, lágrimas y esa mujer buena que nunca estará sola sintió el calor de su gente, aunque ayer algunos políticos y otros que se creen el ombligo del mundo no acudieran a celebrarla.
Ni falta.
Ana María Matute estuvo rodeada por los verdaderamente suyos: su gran familia sanguínea y la de sus lectores.
Una eterna ovación (a la que se habría incorporado, sin duda, Miguel de Cervantes) sellaba el merecimiento del galardón, desde las manos de Don Juan Carlos y Doña Sofía, a las del presidente del Gobierno y su esposa, las de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, invitados, periodistas, ujieres... y las de la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, que hizo una encendida defensa de la galardonada: «Ana María Matute es una mujer valiente, no se la puede tachar de medrosa, ni se amilana, ni le faltan arrestos. Hay quienes han intentado, cómo diría yo, hacerla pequeña, hacernos creer que una mujer que escribe sobre la infancia es una mujer, de algún modo, infantil, y que no vuelve más que a las tareas propias de su sexo y condición. Como es valiente, Matute no necesita defenderse de estas acusaciones. Ya la defiende su obra. Y sus lectores. El asunto invisible que quiere hacer visible no es la infancia, como insisten algunos. Parece que es la infancia, pero son ante todo la incomunicación, la soledad, el amor y el odio entre hermanos, la crueldad, la desigualdad... Y por supuesto lo inexplicable».
«Los niños asombrados»

El discurso de Ana María Matute, sublime, sin alharacas ni pompa, fue una lección magistral de literatura oral, como los relatos que se cocían a fuego lento en la chimenea de las tardes de plateresco y frío.

Ana María Matute no tuvo que subir la escalinata que desemboca en el estrado solemne de la cátedra del Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Se le permitió pronunciar su discurso desde su silla móvil, con un haz de luz recogida que desembocaba en un tapete rojo, y que dibujaba toda su vida en el papel.
Ese papel recordaba cómo ella leía a sus hermanos su primera novela, «Juanito», y antes de que les venciera el sueño interrumpía el relato con un «Continuará», que era protestado por ellos.

Y ahí estaba una mujer buena que siempre se mantuvo al margen, porque Ana María Matute no vive, Ana María flota.
Flotó entre islas repletas de tormentas, y la Literatura fue su faro salvador.
Flotó entre tempestades, y la imaginación le llevó a conocer un día como el de ayer.
Flotaba Ana María Matute en un traje de raso de color gris perla, en su sillita de ruedas, y se sentía como una colegiala con zapatos de charol nuevos.
Ana María es la misma niña a la que espera en el hotel Gorogó, su primera memoria, el muñeco que tiene desde los cinco años, cuando su padre se lo trajo desde Londres.

Ya no luce Gorogó «cabellos negros, hirsutos, de limpiachimeneas dickensiano», le faltan los botones de su frac azul y se nubla su ojo derecho, pero Gorogó es el «mejor invento» de Ana María Matute.
Quien no inventa, no vive.

Un invento que ha pasado con ella los mejores, y también los peores, años de su vida.
Cuando la niña Ana María cumplió los once años, estalló la Guerra Civil, y ella se fue acostumbrando a ver el mundo del revés y la muerte del derecho, cara a cara, en toda su devastadora magnitud, «en un descampado un hombre asesinado...»

Bautizó a esa generación a la que pertenece como la de «los niños asombrados», que hacían colas para buscar un mendrugo de pan.
Era una realidad no inventada, sino cruel, trágica, y flotaba Matute entre la vida y la literatura sin separar los caminos.
«Manos depredadora»

En esas palabras de papel, construidas desde su inmenso y generoso corazón, sencillas, fraternales, emocionadas, vigías, siempre a las puertas de la luna, Ana María Matute denunció la vil manipulación de los cuentos de hadas:
«Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas —que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado “el tercer hermano Grimm”—, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios».

¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco?», se interrogó la escritora recordando algunas tardes de otoño en Sitges, cuando acudía a su casa un tropel de niños, que junto al fuego, como está mandado, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas:

«Érase una vez...»

Érase una vez una mujer buena y soñadora, érase y es Ana María Matute...

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