EDITORIAL / LA NACIÓN
Tanto la Presidenta como la oposición deberían recordar que el único debate serio es el que se basa en la buena fe.
La esencia de la política, entendida como la búsqueda del bien común, se nutre del diálogo y de los consensos.
En tal sentido, el llamado a la unidad que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner hizo en su mensaje del domingo por la noche, a poco de conocerse su triunfo electoral, representó una bocanada de aire fresco.
Lamentablemente, la ilusión no duró demasiado.
Un día después, en su primera conferencia de prensa tras 556 días de su última exposición ante preguntas del periodismo, la primera mandataria relativizó bastante aquella apreciación.
Al ser consultada acerca de la forma en que llevaría adelante la convocatoria a la unidad formulada la noche anterior, la Presidenta ratificó que no tenía pensado reunirse con la dirigencia opositora y se limitó a enunciar que uno de los ámbitos donde deben realizarse los diálogos
"es el Parlamento, donde están representadas todas las fuerzas políticas"
Resulta elemental que el Poder Legislativo, como caja de resonancia de los principales debates nacionales, debe ser el ámbito por excelencia para el diálogo político.
Lo verdaderamente triste es que la jefa del Estado reconozca esa realidad ahora, luego de casi dos años en los que desconoció al Congreso y lo pasó por alto cuantas veces quiso.
El avasallamiento del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo, si bien reconoce numerosos capítulos a lo largo de toda la historia argentina, fue más que evidente desde que, en diciembre de 2009, el oficialismo kirchnerista vio descender su número de diputados y senadores nacionales y perdió el control de las cámaras parlamentarias.
Funcionarios y legisladores oficialistas admitieron públicamente, por entonces, que las leyes que disgustaran al Poder Ejecutivo serían vetadas.
Y así ocurrió...
El caso más notable tal vez sea la ley que garantizaba el 82 % móvil para los jubilados, que recibió el veto presidencial pese a ser aprobada por una amplia mayoría de legisladores, incluso de muchos del oficialismo.
La negación del diálogo entre el gobierno kirchnerista y el Congreso, llegó al colmo el año pasado, cuando, a la hora de tratar el presupuesto 2011, el Poder Ejecutivo prefirió prorrogar la ley de gastos y recursos del año anterior, con algunos añadidos inconstitucionales mediante decretos, antes que negociar las modificaciones que impulsaba la oposición parlamentaria.
La jefa del Estado pudo haber convocado, posteriormente, a sesiones extraordinarias para que se discutiera el presupuesto, pero se negó a hacerlo.
En cambio, eligió la estrategia de la victimización, al responsabilizar a la oposición por abstenerse de convalidar el proyecto del oficialismo sin cambios.
Son las situaciones mencionadas claras muestras de la falta de vocación del gobierno nacional por el diálogo y la búsqueda de consensos.
Si la Presidenta habla ahora de diálogo y menciona específicamente al Congreso como principal vehículo para él, debemos suponer que, más que una convicción profunda, es el resultado de la fuerte probabilidad de que, a partir del 10 de diciembre próximo, el oficialismo vuelva a contar con un número de diputados y senadores que le permita controlar de nuevo el ámbito legislativo.
Bastaría para eso que el 23 de octubre se repitieran los guarismos de la votación registrada en las primarias abiertas simultáneas y obligatorias del domingo pasado.
En otras palabras, parecería que el oficialismo impulsara el diálogo cuando tiene facilitado el número para imponer sus decisiones y que no dudara en clausurarlo cuando carece de mayoría.
No hay diálogo posible cuando la calidad institucional queda relegada a un segundo plano y el respeto por la división de poderes es atropellado.
Tampoco puede hablarse seriamente de diálogo cuando hay simple voluntad de hablar, pero no de escuchar.
Y lo cierto es que el gobierno kirchnerista ha demostrado en reiteradas oportunidades que no comprende el real significado del diálogo.
Uno de los más claros indicadores es la convocatoria al diálogo político ormulada por la Presidenta en julio de 2009, que se desvaneció prácticamente sin que se pusiera en marcha.
No mucha menos responsabilidad tienen en estos fracasos un buen número de dirigentes de la oposición, que pocas veces han sido capaces de sentarse a debatir coincidencias programáticas y elaborar estrategias comunes con vistas a un diálogo desde un lugar expectable con el Poder Ejecutivo.
El único diálogo posible, que es fuente del verdadero progreso, es aquel que se lleva a cabo sobre la base de la buena fe y la intención de corregir errores.
Lo contrario no es más que una farsa
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