http://blogs.elpais.com/pamplinas/2011/11/argentina-vs-espania-2.html
Decíamos ayer: fue en los setentas cuando todo se dio vuelta, cuando España se lanzó a Europa y la Argentina a su desastre.
A mediados de esa década, miles de argentinos empezamos a llegar a España expulsados por nuestros gobiernos.
Eran tiempos confusos, argentinos bastante peculiares: mayoría entre veinte y cuarenta, mayoría clase media educados, mayoría desesperados que llegaban con experiencias duras en el lomo.
Eran los años en que todavía no nos creían que lo que estaba pasando en la Argentina era espantoso: años en que los medios argentinos hablaban –como algunos ahora– de una “campaña antiargentina en el exterior”; años en que ciertos españoles suponían que exagerábamos las historias para lograr exiguas ventajitas.
–Cuando yo tenía veinte años érais terribles. Insoportables.
Me dijo muchos años después un madrileño de cuarenta y tantos, productor de tevé, hablando de esos tiempos:
–Te metías en cualquier discoteca y siempre había un argentino acodado en la barra con la cabeza gacha, cara de tango medio rubia que ponía voz profunda y le contaba a la mejor chica que había tenido que dejar su país por la represión y que estaba solo y extrañaba tanto…
Y así se las llevaban todas.
¿Yo qué les iba a contar? ¿Que mi madre no me dejaba llegar tarde a casa?
Es un ejemplo y era, entonces, la envidia.
Llegamos asustados, reactivos, y nos dedicamos a mostrar lo vivísimos que éramos.
En esos días los españoles no sabían qué hacer con nosotros: nos querían un poco, nos compadecían apenitas, nos envidiaban algo, nos odiaron.
Se las pelaban por volverse europeos y ricos y modernos y les pateaba el hígado esa manga de (proto) psicólogos periodistas publicistas y otros farabutes que llegaban a decirles que les faltaban litros de barniz –pero que les pedían, al mismo tiempo, comprensión y ayuda.
Fue tormentoso: de esos años quedó la palabra sudacas.
Mientras tanto, en Buenos Aires, la apertura llegó un poco más tarde que la española, parecida.
Tanto que la tuvo, en ciertos aspectos, como un modelo posible: las películas con puteadas, filosofía barata y señoras en pelotas le dieron a la cultura hispana un espacio que llevaba siglos sin tener en Buenos Aires.
En esos días, chicos y chicas empezaron a decir tío, rollo, coño, como si eso los vistiera de algo.
Hasta que, en los noventas, la sociedad argentina terminó el trabajo de desguace que nuestros militares habían empezado: tuvimos, para eso, gran participación ibera.
Cuando los monopolios del Reino se compraron los teléfonos, los aviones, los bancos, los petróleos, argentinos empezaron a hablar de segunda conquista, de trasnochado imperio.
Y muchos no dijimos nada cuando también se compraron las editoriales –y el 90 % de lo leído en argentino pasó a depender de la buena voluntad y la avidez de unos patrones españoles.
Pero, aún así, adueñados de tanto, nos miraban confusos.
Seguíamos siendo, para muchos hispanos, sujetos un poco indefinibles, supuestamente astutos, capaces de un par de rollos bien armados: la posesión no había conseguido acabar del todo con la envidia.
Hasta que llegó, por fin, el hundimiento 2001.
Recuerdo bien el día en que entendí: estaba muy cansado.
Corría el año inverosímil 2002, yo había llegado a Madrid dos o tres horas antes y mi primera reacción cuando ví aquel cartel fue una que me conozco bien: ¡Ufa, otra vez sopa!
El cartel estaba pegado en la vidriera de una farmacia de la Puerta del Sol: en el cartel se veía la foto de un chico famélico oscurito con la barriga hinchada y yo pensé claro, el clásico mangazo para Haití, Burundi o Bangla Desh.
Es lo que siempre hacen en estos países ricos: lavarse la conciencia tirando alguna miga a lo peor del Tercer Mundo.
Yo ya sabía y no necesitaba saber más, hasta que –por pura inercia– lo leí:
“Millones de niños argentinos sufren hambre”, decía el cartel.
“Ayúdenos”
Fue un golpe: una confirmación.
Esas cosas que uno sabe sin querer saberlas.
Los españoles habían encontrado, por fin, después de tanto tiempo, el cajón donde ponernos, el modo de devolver aquellos granos.
De pronto entendieron qué hacer con nosotros y dejaron de envidiarnos, olvidaron los odios: somos pobres, perdimos, jugamos en tercera.
La compasión –la forma civilizada del desprecio– es garantía de amores muy feraces, facilitos.
La conseguimos: no era fácil.
Y españoles la gozaron, la bordaron, la envolvieron de ingenuidad asombrada:
–Disculpa, tío, pero no lo entiendo.
¿Cómo puede ser que a un país tan rico le vaya tan mal, que tenga tantos pobres?
En esos años España se empezó a llenar, otra vez, de inmigrantes argentos, que incluían, por supuesto, a esos migrantes de lujo -pero inmigrantes al fin, jóvenes, ambiciosos- llamados Messi, Higuaín, Riquelme, Agüero.
Los españoles, puntillosos, nos trataban mejor que a árabes y demás africanos, distinto que a ecuatorianos y peruanos.
–Vosotros sois como nosotros, podéis adaptaros perfectamente a nuestras costumbres.
Yo respeto a los musulmanes, claro que los respeto, pero lo cierto es que aquí no pintan nada, no hay modo de integrarlos, no quieren.
Y los otros sudacas están bien, pero no tienen la cultura y la presencia vuestras.
Estábamos tranquilos y contentos, cada cual en su sitio, hasta que todo empezó a dar vueltas otra vez.
La Burbuja del Reino hizo plop en el viento, los Chanchos Chinos se aficionaron a la soja y los términos relativos se hicieron diferentes.
Los inmigrantes empezaron a emigrar, españoles buscaron nuevos horizontes.
Pero, sobre todo, la crisis europea hizo que nos miraran, últimamente, como los portadores de un supuesto saber: el que sabe cómo vivir en un naufragio, qué hacer para sobrevivirlo.
Entonces vienen, nos preguntan: nuestra velocidad para el desastre nos convirtió en maestros de supervivencia.
Es lo que encontré la semana pasada en los cafés de Barcelona...
Es, por ahora, el último avatar: ya vendrán otros.
(Pero me gustaría que ustedes –hispanos, argentinos, hispanoargentinos, argentiespañoles– agregaran sus propias experiencias a este breve racconto)
No hay comentarios:
Publicar un comentario