11 Diciembre,
2011
La televisión es la representación social de una
urgencia femenina que busca la reproducción de su propia historia.
Entre
vibradores, despecho y lecciones.
11 de diciembre. Época del año en la cual, lo que
reina, es el hartazgo.
Lejos de la hipocresía, se puede tomar distancia. Se
puede observar el alrededor acomodaticio.
Revelador de esfuerzos por pertenecer a algún lugar.
A algún espacio.
Tiempo de parciales buenos sentimientos.
De intenciones de recomponer algo que en realidad,
jamás estuvo compuesto.
Resuena, hasta el agobio, “nos tenemos que ver antes de que termine el año”.
Frase, por lo general, emitida por aquellas personas
que poco se han interesado sobre tu vida durante aproximadamente, 350 días.
Y de repente, con la jactancia de la aparición, te
proponen encuentros.
¡Vida loca! Entre el champagne y el simulacro de la
importancia.
El fetichismo del afecto en un momento mundial en el
que reina la individualidad. Momento en el que el sentido de las relaciones
humanas ha quedado supeditado al interés. Al cálculo que mide reciprocidades y
distancias cayendo en el natural flagelo de las decisiones.
Aquellas que te ubican en un lugar poco feliz, dado que
si la negativa se aproxima surgen los calificativos que hacen agua dentro de la
irrealidad de una invención armónica que, a diferencia de lo que muchos creen,
se ve reflejada en la televisión.
Una televisión que es, en versión de cuadrado,
nuestra representación.
Representación
Social
La TV es una representación social amalgamada con la
ficción para darle un marco funcional al medio.
Un contenido atrapante que genere y reproduzca
televidentes y con ellos, rating.
Así es como en las ficciones y en los realitys, lo
primero que sobresale es la miseria.
La miseria de la humanidad.
La miseria del mundo.
La miseria
individual que compone el pauperismo colectivo del sentido de la acción
egocéntrica.
Todo es volátil o centrado en la regla de
costo/beneficio.
Con lo cual, las peleas en la TV y la falta de lazos
de solidaridad o de compromiso no pueden ser ajenos al espectador, ya que
dichas faltas se observan plenamente, en variadas escenas de la vida cotidiana.
Entonces, el replanteo no pasa por el contenido televisivo
y el chiquitaje obsceno, sino por el contenido que nosotros, como sociedad,
estamos aportando a los medios.
Entra a rodar el pensamiento.
Entendemos que todo es más cualitativo que
cuantitativo en materia de amistad.
De compañerismo.
Asimilamos, que para que la cosa funcione -como
diría el genio Woody Allen- no se pueden sujetar todos los vínculos a la
vorágine matrimonial.
Entablar lazos y redes más allá del compañero o la
compañera.
Sin embargo, lo que ocurre, es que aunque exista ese
énfasis desprejuiciado por querer asemejarse a los hombres, muchas mujeres aún
siguen siendo protuberancias de sus maridos, novios, amantes, etc. Sin ellos,
no pueden moverse.
A veces, ni siquiera, razonar.
Se cuelgan de los apellidos. De la trayectoria.
De la importancia o notoriedad adquirida.
Se relajan sobre el otro, molestamente.
Y en esa relajación, el tiempo muerto al que ellas
mismas se confinan sin hacer nada productivo, termina diluyéndolas.
Y llega el pase de cuentas. Lo que te di. Lo que hice.
Como te cuidé.
Lo vemos en la vida real.
Lo vemos en la televisión.
Carmen Barbieri no hace más que decir todo lo que
hizo por el incontinente Bal.
El
espejo
Existe, en el núcleo de portadoras de despecho, una
construcción de sentido personal que las lleva a tener que arrastrar al resto.
Todas debemos caer en desgracia.
Ser testigos conscientes de las dulces tentaciones
para convertirnos en espejo.
Se trata de las mujeres que sacan la araña interior
que teje laboriosamente buscando solidaridades de alcoba.
Que se hunden en profundos lamentos borincanos y se
excitan, fogosamente, con látigos verbales contra maridos de la barbarie
horizontal.
Por lo que necesitan, las indignadas, reproducir
referentes.
Reproducir en “amigas” o en aquellas que sirven como
instrumento de soga, su propia historia.
Deslizar, el espectro de la sospecha.
Construir, al mejor estilo de Carl Schmitt, un
enemigo.
Lo hizo Alfano con Ale.
Lo hace Barbieri con Bal. Y viceversa.
Indagar
en complicidades y secretos.
Mentiras, engaños y ausencia durante 350 días para
que luego, de repente, fuerte e insoportablemente, te pidan con urgencia, un
café.
Que en el lleve y trae se hayan sentido atraídas por
algo y abruptamente quieran saber todo aquello que hiciste, lo que harás, lo
que te queda pendiente y si es posible, contar alguna desgracia conyugal que te
ubique en la fila de los renos.
Buscar un punto de conflicto común para “debatir”
como si fuese un Talk Show.
Desnudarte para tomen una radiografía de todo lo que
sos, de lo que fuiste y lo que serás.
Lo que te espera, de acuerdo a los monólogos e
interpretaciones que las paracaidistas de ocasión, te diagnosticarán. Futurismo
de mala vibra o menopáusico.
Puntos para analizar en un rally telefónico o de
encuentros.
Una estructura voyeur.
Un Gran Hermano de círculos insospechados con
especulaciones agotadoras de un despecho lastimoso que necesita reproducirse
para no caer en la soledad de un espíritu que en realidad, siempre estuvo
vacío.
Porque siempre estuvo colgado de un pene.
Final
de buscas y vibradores
Están las buscas que llegan pasados 350 días del año
y las que picotean como gallinas cuando un problema las angustia.
Son las que buscan para que se produzca el derrape.
Buscan, al mejor estilo de la mujer de Fabián Doman,
Evelyn Von Brocke, el Talón de Aquiles del otro para mancillar, desde la
sutileza de una frase, las vulnerabilidades o sentimientos del receptor.
Buscan en la auto construcción de sistemas de
creencias de cabotaje que no siempre pueden ser transferibles, dar lecciones de
vida. Lecciones que solo pueden ser asimiladas cuando el pensamiento, es débil.
Cuando abunda lo blanco y escasea lo gris.
Son ellas y ellos, las buscas y los buscas, que
desde la agitada manía del morbo, como hace por ejemplo, Lucho Avilés, sucumben
en el derroche del tiempo elucubrando sobre las sábanas de los otros. Es que
existe una creencia estereotipada de pretender que el otro actúe, piense y
sienta (que construya su subjetividad) mirando paralelamente. Mirando quizás lo
que para uno, en contraposición, puede ser el hastío del pasado sujeto a
preceptos morales funcionales a cómo va la vida.
Apegados a un tiempo eterno que necesita de lo nuevo
para contar, desde la hoguera de las vanidades, que en otro tiempo fueron
mejores de lo que ahora son. Como lo hace Graciela Alfano. Atada a un pasado de
película del cual nunca pudo salir y sobre el cual se enarbola, cada vez que
una batalla mediática la cruza para sacar lo peor de ella. Tal vez, ese costado
que por pudor y por conocer sus límites, no quiere sacar.
Así está conformada nuestra televisión. Bajo los
parámetros sociales voyeur. Bajo el protagonismos que los accesorios sexuales
-con forma de frutas y hortalizas- tienen en la atmósfera enrarecida de un
exhibicionismo bochornoso que no tiene límites de clases y que se imparte, con
desenfado, en las entrevistas que por ejemplo, Mónica Farro concede, y en las
que cuenta que con un aparato vibrador con anotomía masculina, se satisface
tanto o más que con Luengo. Su ex
pareja.
Situaciones estrambóticas en las que se sostiene un
ritmo de vulgaridad ascendente que queda registrado en la memoria y en el
marketing público y privado de confesiones trastornadas por los preceptos
melancólicos de la gloria que si no es mía, tampoco tiene que ser tuya.
Laura
Etcharren
Socióloga. Analista de Televisión.
Especialista en la problemática de Las Maras en
Centroamérica y su estado embrionario en Argentina. Columnista de: - A.N.A News
Agency (New York) –
Total News Agency (Argentina) –
Opiniones de Vanguardia (Montevideo/Uruguay)


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