Cristina criticó al fundador del movimiento en su
discurso de asunción.
Dijo que no le simpatizaban las huelgas.
POR JAMES NEILSON
Si el nombre que eligieron para la asociación de
ayuda mutua que han formado significara algo, los militantes de La Cámpora se
prosternarían todos los días frente a un altar con un ícono del general Juan
Domingo Perón y de su santificada segunda esposa, Evita, honrando así la
memoria del legendariamente servil odontólogo de San Andrés de Giles, pero
sucede que su actitud hacia el militar que echó a “los imberbes y estúpidos” de
la Plaza de Mayo es, por decirlo de algún modo, un tanto ambigua.
También lo es la de Cristina.
Parecería que, lo mismo que su marido, la Presidenta
desprecia el “pejotismo” tanto por motivos estéticos como por entender que le
sería inútil confiar en la lealtad de un aglomerado de conversos seriales que
siempre estarán dispuestos a seguir al cacique más votado de turno sin
preocuparse en absoluto si su “relato” es revisionista, izquierdista,
neoliberal, neofascista o cualquier otra variante ideológica concebible.
Aunque por razones que podrían calificarse de
pragmáticas la Presidenta se afirma peronista, ya apenas disimula su voluntad
de consignar el movimiento en que ha militado y del cual es la jefa formal al
pasado por suponerlo anticuado, reemplazándolo por algo mucho mejor: el
kirchnerismo o, si se prefiere, el cristinismo.
Que Cristina quisiera ver sepultado a Perón puede
entenderse.
Con la presunta excepción de Héctor Cámpora, todos
los mandatarios nacionales, incluyendo a Perón mismo en sus días finales,
entendían que el movimiento comprometido con un modelo socioeconómico corporativista,
clientelista y congénitamente autoritario que fue ensamblado por una cofradía
de golpistas filo nazis cuando la Segunda Guerra Mundial estaba por terminar
frenaba el desarrollo de la Argentina por ser esencialmente conservador.
Y todos, de un modo u otro, procuraron ya reprimirlo
o prohibirlo, ya desmantelarlo, canibalizarlo o, decían, modernizarlo, pero
para su frustración sus esfuerzos en tal sentido no prosperaron.
Como un monstruo mítico, desde su nacimiento el
peronismo sabe aprovechar los desastres que provoca para fortalecerse todavía
más.
A diferencia del franquismo y muchos movimientos
latinoamericanos afines, se alimenta de sus propios fracasos.
Por lo demás, el peronismo puede dividirse un
momento para reagruparse poco después, como está haciendo ahora mismo al
aceptar –transitoriamente– los “disidentes” el ascendiente de Cristina.
Sabe ser a un tiempo oficialismo y oposición,
garante y enemigo principal de la gobernabilidad.
Puesto que derrotarlo parece imposible, todos, desde
los trotskistas o maoístas en un extremo del espectro ideológico hasta los
neoliberales ubicados en otro, han terminado pactando con quienes se
proclamaban herederos del general. Esperaban dominar el peronismo; terminaron
dominados.
En el fondo, el kirchnerismo es tan corporativista
como las demás manifestaciones del peronismo.
Sale del mismo matriz y comparte el mismo ADN.
Pero Cristina insiste en que no es “la presidenta de
las corporaciones sino de los 40 millones de argentinos”.
Para Ella, las grandes corporaciones son dos: los
medios supuestamente alineados detrás del Grupo Clarín y la CGT, con la
financiera en el papel del pequeño Satanás.
Las tradicionales, la militar y la eclesiástica, ya
no son “poderes fácticos” capaces de ocasionarle muchos dolores de cabeza.
A juzgar por lo que dijo al reasumir en una
ceremonia sui generis, casi una fiesta familiar a la que asistió, la televisión
mediante, medio país, Cristina no tardará en montar una ofensiva furibunda
contra aquellos gremios que a su juicio abusan del derecho a huelga para
extorsionar y chantajear, es decir, para defender sus “conquistas” de las que
una es un grado envidiable de impunidad.
Les informó que Perón, el viejo al que idolatran, se
negó a institucionalizar el derecho a huelga en la Constitución de 1949 que
hizo confeccionar.
Para contestarle, los aludidos señalaron que sí hubo
muchas huelgas cuando Perón estaba en el poder, pero lo que Cristina trataba de
hacer era distinguir entre los paros que en su opinión son legítimos y los que,
desde su punto de vista, no lo son.
La postura de Cristina ante “la rama sindical” del
peronismo se asemeja mucho a la de otro presidente nominalmente peronista,
Carlos Menem, que veinte años atrás la amenazó con lo que más teme: la libre
agremiación.
Es que el poder de la “corporación” descansa en
buena medida en el esquema, inspirado en el notorio “Carta di Lavoro” del
dictador italiano Benito Mussolini, que fue adoptado por Perón cuando, aquí por
lo menos, el fascismo aún estaba en boga.
¿Se animará Cristina a ir tan lejos?
Es poco probable.
Por díscola que sea la CGT bajo el mando de Hugo
Moyano, supondrá que constituye un dique de contención contra “la anarquía” que
según los peronistas estallaría si un gobierno optara por abandonar el sistema
corporativista vigente.
Menem también mantuvo en ascuas a los muchachos
hurgando en las cajas de las obras sociales en busca de irregularidades que
podría usar en su contra.
Desde entonces poco ha cambiado.
Los gordos de la CGT lograron sobrevivir a Menem y
confían en que, siempre y cuando actúen con su habitual astucia, sobrevivirán a
las embestidas de Cristina y los chicos de La Cámpora que, en esta oportunidad
de forma pacífica, como corresponde en una época relativamente tranquila, han
reanudado la lucha de sus ancestros espirituales “imberbes” contra la odiada
burocracia sindical.
Veteranos de estas lides, los jefes sindicales creen
poder darse el lujo de pensar en términos de décadas: sus cargos son por lo
común vitalicios, mientras que hasta los gobiernos más longevos tienen fecha de
vencimiento.
Todos los presidentes recientes han querido refundar
el país, cambiarlo para siempre, liberarlo de un pasado plagado de
frustraciones y fracasos, ser el primero de lo nuevo, no el último de lo viejo.
A mediados de los años noventa, Menem creyó haberlo
logrado, pero, luego del desplome de la convertibilidad, el orden tradicional
no tardó en recomponerse.
Romper con lo ya existente no es tan fácil como
suelen suponer líderes políticos ambiciosos, sobre todo si ellos mismos forman
parte de lo que se proponen desechar.
No solo es cuestión del poder de “las corporaciones”
sino también de la mentalidad de dirigentes –entre ellos Cristina– que hablan
con fluidez de cambios, reformas y reestructuración pero que en realidad son
reaccionarios, en el sentido recto de la palabra, ya que lo que quieren es
reivindicar lo que llaman “lo nuestro” que se ve amenazado por fuerzas de
origen ajeno.
Al igual que su marido, el “eternauta” Néstor
Kirchner, Cristina aprendió su oficio en una provincia de cultura política
feudal y durante años militó en lo que es, con toda seguridad, uno de los
movimientos conservadores más exitosos del planeta, acaso el único en que
jóvenes nostálgicos quisieran rebobinar la historia hasta mediados del siglo
pasado, o cuando menos a los años setenta, para volver al paraíso perdido.
Es amiga del nepotismo y no puede sino entender que
el “modelo” que ha abrazado es intrínsecamente corrupto.
Por lo demás, si no fuera Presidenta sería la
primera en señalar que no hay nada “moderno” en el personalismo extremo que
caracteriza al gobierno actual.
Así las cosas, no es demasiado fácil tomar en serio
sus pretensiones progresistas y sus acompañantes más fervorosos.
Es factible, si bien no es muy probable, que logren
derrotar a la vieja guardia cegetista, pero se trataría de triunfos meramente
simbólicos, ya que no servirían para modificar un orden que es incompatible con
la clase de sociedad que, a juzgar por lo que dice, Cristina quiere ayudar a
construir.
Sea como fuere, la Presidenta eligió mal el momento
para declararles la guerra a los sindicatos.
La caja política rebosa de votos y de las ilusiones
que han motivado, pero la situación económica no luce del todo prometedora.
Por cierto, las noticias que llegan desde otras
parte del resto del mundo son poco alentadoras:
Europa
corre peligro de hundirse en una depresión, Estados Unidos enfrenta años de
estancamiento, Brasil puede estar por caer en recesión y, peor todavía, China
va hacia un aterrizaje forzoso, para no hablar de los peligros apocalípticos
planteados por aquel polvorín que es el Oriente Medio.
Mientras tanto, fronteras adentro “el modelo” está
en apuros:
“Se
acerca a su fin la larga fiesta kirchnerista y, como dijo alguien, la
Presidenta ya ha comenzado a apagar las luces…”
A los gremialistas más combativos, sean integrantes
de “la corporación” o independientes afiliados a alguno que otra facción de la
izquierda anticapitalista, no les faltarán pretextos convincentes para armar un
lío realmente fenomenal.
Acusarlos de “extorsión” y “chantaje” no servirá
para mucho.
A Moyano y sus adherentes les sería suficiente dejar
hacer a los compañeros más revoltosos, recordándole al Gobierno así que no le
convendría que se debilitara tanto “la columna vertebral” del PJ que no estaría
en condiciones de desempeñar su papel tradicional que consiste en apoyar por
los medios que fueran a los gobiernos peronistas y en ayudar, con una serie de
paros generales, a expulsar de “la casa de Perón” a mandatarios de otro signo,
de tal manera asegurando que ninguno logre completar su mandato.
* PERIODISTA y analista político, ex director de
“The Buenos Aires Herald”
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