Por Julián Axat (*)
Variación libre en mirada de infancia nuestra del
cuento “Ante la ley”, del escritor checoslovaco Franz Kafka
(APe).- Agencia Pelota de trapo
Ante las puertas de la ley hay un adulto que
cumple funciones de guardián.
De pronto se le aparece un niño.
Se trata de un niño que se encuentra descalzo, ropas
roídas, algo sucias; con bastante hambre y frío como para que el señor adulto
con funciones de guardián no se apiade de él y lo deje entrar.
El niño le ruega al adulto-guardián que sea bueno y
lo deje entrar, que mucha gente le contó que del otro lado de la puerta es
divertido y que tarde o temprano, si pasa, llegará a ser un hombre feliz.
Pero como la función del adulto-guardián es,
justamente, controlar los deseos de los niños que como él, intentan pasar por
esa puerta, contesta que no puede dejarlo pasar por el momento, que tiene
órdenes estrictas "de arriba" de impedir su paso.
El niño pregunta entonces si más tarde podrá pasar.
“Es posible”, contesta el adulto-guardián, pero no
por el momento.
Pero el niño, que además de ser un niño curioso e
insistente, se da cuenta que las puertas de la ley, están abiertas a espaldas
del adulto-guardián, lo que le despierta ganas de escabullirse sin que éste se
entere.
Pero enseguida el adulto-guardián se da cuenta de
las intenciones del niño, y, muerto de risa, le dice:
“Si
tantas ganas tenés de entrar por esa puerta, intenta entrar a pesar de mi
prohibición y verás lo que te ocurre...”
El niño se asusta de la amenaza del adulto-guardián,
porque además de hablarle entrecortado y serio, lo hace con palabras difíciles
que apenas puede entender.
El adulto-guardián es alto y fornido, con nariz
grande y aguileña, usa bigotes ralos y uniforme marcial impecable.
Todas esas características son las que convencen al
niño que es mejor esperar y no escabullirse.
No vaya a ser que el adulto-guardián se enoje con
él, tan chiquito e indefenso que es…
El adulto-guardián dice que ya no tiene más
banquitos para aguardar al lado de la puerta, que hoy los niños como él, se
sientan sobre el asfalto, en la vereda, en la tierra o donde pueden…
Entonces el niño se acurruca como puede, a esa
altura muerto de frío y hambre, a esperar cerca del umbral.
El adulto-guardián, a pesar de su moral de hierro,
asume cierta piedad por esos niños, por lo que le arroja una frazada algo
gastada y terrosa, seguro que usada por cientos de niños como aquel.
El niño espera horas, días y años, pasa tiritando
dentro de la frazada. Pasa inviernos helados, lluvias torrenciales que lo deja
hecho sopa, calores intensos de verano que lo deshidratan, mucha hambre, sed,
enfermedades…
Pero, con lo que le queda aún de fuerzas, intenta
todavía pararse y suplicar sin cesar al adulto-guardián que lo deje entrar de
una buena vez.
Pero éste, siempre abrigado bajo el dintel de la
puerta, cómodo en un sillón de terciopelo que se ha hecho llevar especialmente,
con una buena vianda y una copa de vino en la mano, con las cejas ceñidas hacia
abajo le reprocha que no insista, que todavía no ha llegado su momento para
ingresar.
Pero en ese instante la imagen del niño hecho un
ovillo en el suelo le da algo de ternura y compasión, por lo que el
adulto-guardián le arroja al piso algunos restos de comida que le quedaron de
la cena para que el niño se alimente y sobreviva un poco más.
Con frecuencia, el adulto-guardián busca mantener
con el niño breves conversaciones.
Le hace preguntas para certificar si realmente tiene
hambre, si tiene frío, si está cansado... De paso también le pregunta sobre su
barrio, si se acuerda de su mamá, si tuvo alguna vez un papá, sobre el nombre
de sus hermanos.
Pero todas son preguntas indiferentes, para distraer
al niño del tiempo que pasa.
Ocurre que el adulto-guardián recibe una paga por
hacer esos cuestionarios, pero también hay veces que siente un poco de culpa
ante la ya evidente desnutrición del niño.
Sabe que si lo entretiene con preguntas, en una de
esas soporta más tiempo que otros niños que ya ha tenido ante su vista en igual
situación y han durado menos… pero es inútil, por más que el adulto-guardián
tenga algo de cargo de conciencia, sabe muy bien que tiene órdenes de que -por
ahora- no puede pasar...
Entonces el niño, al que aún le quedan algunas ganas
de jugar, le propone al adulto-guardián, llevarle algo a sus hijos, que por
culpa de ese pesado oficio, apenas tiene tiempo de ver.
O a su señora esposa, o a un amigo...
En una de esas, usando esas tácticas el
adulto-guardián al final se apiada de él y lo deja entrar.
Entonces, el adulto-guardián, que gusta y conoce de
sobornos de esa índole le contesta:
“Lo
acepto para que no pienses que has omitido algún esfuerzo o que te niegue las
ganas de jugar, pero no creas que por eso te voy a dejarte pasar. Es necesario
que te esfuerces y me demuestres que eres un buen chico, como esos otros que, a
diferencia de ti, son tan buenos niños y que no tienen que venir por acá a
mendigar por pasar… Lo acepto porque ya sabes que como en esta larga espera te
has quedado muy solo, no te queda otra que aceparme como alguien que te
quiere…”
Pero pasan largos años, el niño sentado en el suelo
dentro de la frazada observa continuamente al adulto-guardián, que ahora dice
ser como su padre que nunca tuvo.
El niño se olvida de lo que era jugar con otros
niños, se olvida de su pasado, la piel se le pone blanca, con arrugas, le salen
manchas extrañas y de colores, los huesos le sobresalen, le crece una barba
blanca y se queda sin pelo, se arrastra, porque el niño ya no tiene fuerzas
para pararse; y entonces comienza a darse cuenta que de tanto esperar se ha
puesto viejito, muy viejito, más viejo incluso que el propio adulto-guardián
que lo mira acostumbrado a esas cosas que suelen pasar ante su vista.
El niño-viejo ya no articula palabras, sino
chillidos como los de un ratón desesperado cuando está en una situación de
peligro.
Al niño ya viejito le queda poco tiempo de vida.
Antes de morir, todas las experiencias de esos
largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no
ha formulado al adulto-guardián, por lo que se trata de su último ruego.
El niño viejito trata de hacer señas o chillidos
para que el adulto-guardián se acerque, ya que el rigor de la muerte cercana le
comienza a endurecer su cuerpo.
El adulto-guardián tiene que agacharse mucho para
hablar con el niño viejito, porque la diferencia de estatura entre ambos ha
aumentado con el tiempo.
¿Qué
quieres ahora -pregunta el adulto- guardián -.
Eres
insaciable… no escarmientan… todos los niños como tú se esfuerzan por llegar y
pasar por esta puerta…
Pero el niño ya viejito lo interrumpe con un último
esfuerzo en sus palabras: …
Sr. adulto-guardián… ¿cómo se explica que durante
tantos años yo haya sido el único niño en intentar pasar por esa puerta que
usted protege?
El guardián comprende -ahora sí- que es lo último
que va a escuchar, y, para asegurarse de que oirá sus palabras, le dice al oído
con voz atronadora:
Ningún
niño como tú podría intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente
para ti. Y ahora, voy a cerrarla.
* Julián Axat; escribe poesía, ha publicado los
libros. ALBAÑILES; Peso formidable, servarios, medium, ylumynarya.
Es también defensor oficial
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