Nunca es triste la verdad
Un rayo atravesó el pecho del viejo presidente el 18 de noviembre de 1973, cuando la bulliciosa primavera peronista empezaba a marchitarse.
Esa noche Juan Perón no murió de casualidad.
Ninguna unidad permanente de emergencia había sido dispuesta en la residencia de la calle Gaspar Campos en previsión de que la frágil salud del líder justicialista se resintiera en el momento menos pensado.
Hubo que salir urgente a buscar un médico vecino y sólo encontraron un ginecólogo que, menos mal, sacó rápido de su agudo cuadro de edema pulmonar al veterano mandatario.
Sus cuantiosos seguidores, ajenos a ese hecho, suponían que Perón realmente era un "superpibe", apodo que en nada se compadecía con su estado general.
Todos querían creer que estaba espléndido y que viviría para siempre.
Así, lo mandaron al muere en el helado mes de junio de 1974.
En Paraguay, la lluvia lo empapó y el frío le caló los huesos.
Una broncopatía infecciosa, que agravó los achaques que venía arrastrando, lo llevó directo a la tumba pocos días después, cuando despuntaba julio.
Algo parecido le pasó a Néstor Kirchner.
La luz roja se encendió dos veces en su tablero, pero en vez de parar siguió a marcha forzada.
La gravedad de sendas internaciones (en febrero y en septiembre de 2010) no fueron tomadas demasiado en serio por su grueso cordón de obsecuentes, que prefirió acusar a los medios de ser pájaros de mal agüero.
No había más que observar la expresión lívida del ex presidente en el Luna Park, tres días después de la angioplastia por obstrucción coronaria que se le debió practicar, para que cualquiera se diera cuenta de que las cosas no marchaban bien.
Murió menos de un mes y medio después.
Que para el peronismo es mucho más importante la apariencia que la realidad se constata en el ejemplo más cruel, el que tal vez se impuso a sí misma una moribunda Eva Perón cuando acompañó a su marido, en auto descapotable (en otro frío invierno) a la jura de su segundo mandato, el 4 de junio de 1952.
Debajo del pesado tapado de piel, un arnés metálico mantenía en pie su cuerpo arrasado por el cáncer. Apenas 22 días más tarde expiraría.
El poder político, ejercido autocráticamente, no es gratuito: en cierto momento se devora a sus hijos más dilectos, paradójicamente tras hacerles creer que, como líderes, rozan la divinidad y que, por lo tanto, están al margen de la finitud de la vida a la que estamos condenados el resto de los mortales. Por eso se oculta y se niega la verdad hasta el último aliento.
Aun en las horas previas a la muerte de Evita se rezaba por "su pronto restablecimiento"; tres días antes de la partida definitiva del General, su secretario privado y superministro, José López Rega, calificaba su mal como un simple resfrío, y el día del censo nacional, en 2010, la última noticia que se esperaba era que Kirchner se fuera a hacerles compañía para siempre a los fundadores de su partido.
Cuando Diana Conti lanzó el disparatado "Cristina eterna", su deseo genuino iba mucho más allá de lo metafórico.
Pero el "no te mueras nunca", por su presión inhumana, termina provocando un efecto contraproducente. ¿O no habrían podido vivir un poco más, de haber estado mejor cuidados, Perón y Kirchner?
¿Se controla como es debido, ahora mismo, el sano equilibrio psíquico y físico de la Presidenta?
También escatimar información y prodigar negaciones es un ballet de incertidumbres y ominosos presagios que se despliega en torno de la quebrantada salud del presidente de Venezuela.
Frente a la enfermedad, Hugo Chávez ha preferido posicionarse en un lugar definitivamente ideológico.
Por eso eligió a Cuba para tratarse, no tanto por la excelencia de sus médicos que, por cierto, habrá pesado en su decisión, sino porque allí funciona desde hace 53 años un más que eficiente cerrojo informativo que lo protege de filtraciones no queridas si su diagnóstico llegara a empeorar.
Es más importante para el líder de la república bolivariana controlar el flujo informativo de su mal, que el mal en sí que, probablemente, habría sido mejor combatido en centros especializados de Brasil o de los Estados Unidos.
Chávez dialoga con su enfermedad sólo en términos políticos: tanto le entusiasmó la idea de la "conspiración cancerígena" contra varios presidentes latinoamericanos que hasta dijo, sin la menor ironía, que Cristina Kirchner había derrotado al cáncer en 48 horas (cuando aquí trascendió lo del "falso positivo" en su tiroides).
Y eso lo ha ilusionado: "Volveremos a ganar", se despidió una vez más de sus compatriotas, cuando marchó de nuevo hacia la isla de los Castro, pero sin delegar el mando, como quien sólo se prepara para una nueva elección.
El hombre que ha labrado unilateralmente su destino, y el de su país, no concibe que la traidora muerte se anime ahora a arruinarle sus planes de terrestre eternidad y reelecciones infinitas.
Lo más cerca que voluntariamente el presidente de Venezuela se ubicó de la muerte fue cuando en 2010 dispuso abrir la tumba del libertador Simón Bolívar, en una suerte de circo fúnebre transmitido urbi et orbi. ¿Buscaba tomar de aquellos restos algún hálito sobrenatural que lo equiparase con el héroe continental? Quién sabe.
Ojalá que Chávez se restablezca pronto y que el difícil trance por el que pasa lo convenza de que ni la vida ni, mucho menos, el poder, son para siempre...
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