"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 21 de abril de 2012

Tenemos el presente



El espejo de la soledad

Nuestra singularidad es la condición previa para nuestra eventual soledad, pero no su causa, que es de carácter relacional, apunta Heleno Saña.

Y si buscamos la compañía de los otros, no es necesariamente por instinto gregario, sino por el reconocimiento de que su proximidad no es sólo molestia o pugna sino que constituye condición para el amor, la amistad o la vida social
Tenemos el presente
Ramón Bayés / La Vaguardia.es
A lo largo de la vida suelen darse momentos de soledad deseada, iberadora, y otros, en los que, sumergidos en mares de soledad no deseada, nos limitamos a agitar brazos, piernas y neuronas para mantenernos a flote...
Incluso existen algunos en los que el sentimiento de soledad se hace tan intolerable que deseamos la muerte como única vía de escape.

En unas páginas memorables sobre las vivencias de enfermedad, Laín Entralgo señala que sentirse enfermo es, esencialmente, percibir con mayor o menor intensidad:
Amenaza, malestar, miedo, impotencia, succión por el cuerpo y soledad. "La soledad -comentaba recientemente Louise Hawkley, llegada a Barcelona para participar en una Jornada sobre La soledad, organizada por la asociación Amics de la Gent Gran-
"es como el hambre o la sed, un estado de carencia..."

Una investigación empírica publicada en The Lancet hace pocos años señalaba la importancia del aislamiento social -probable semilla de soledad no deseada- como posible factor facilitador de las demencias.
Un análisis de los resultados encontrados permite, además, observar que lo relevante para evitar el deterioro cognitivo no es la existencia de un vínculo afectivo sólido sino las interacciones variadas con pareja, amigos, familiares, niños, vecinos, etcétera

"Lo nuclear -sugiere el sociólogo Norbert Elías en su ensayo La soledad de los moribundos- no es vivir solo sino sentirse solo y Eric Cassell escribe que "los que sufren no son los cuerpos, son las personas". Y al llegar a este punto debemos preguntarnos: ¿qué es una persona?

Cierto día un amigo le comentó al filósofo británico Gilbert Ryle que le gustaría conocer la universidad y Ryle se prestó a acompañarlo.
Le mostró las bibliotecas, los laboratorios, las aulas; le presentó a profesores y alumnos, observaron el desarrollo de unas clases, pasearon por el campus.
Al terminar la visita, el amigo le preguntó a Ryle: "Bien, ¿pero dónde está la universidad?". 
Es fácil, escribe Ryle, caer en un error categorial.
Las bibliotecas, laboratorios, profesores, alumnos, aulas, etcétera. permiten que exista la universidad pero no son la universidad; la universidad pertenece a otra categoría.

Y lo mismo ocurre con la persona.
La persona no es el organismo; no es la mente; no es el cerebro, no es el entorno, y es, a mi juicio, insatisfactorio limitarse a decir que es un producto bio-psico-social.
La persona es el resultado final -siempre provisional mientras viva- de una historia interactiva individual elaborada en entornos físicos, culturales, sociales y afectivos específicos, a través del lenguaje y otras formas de comunicación.
En síntesis: como la universidad, la persona no tiene res extensa es una biografía en desarrollo, única e irrepetible.
La persona es el viaje. 
Entender a la persona es entender la soledad.

Para terminar este breve y variopinto recorrido citaré un párrafo de la autobiografía de Archie Cochrane, el padre de la llamada "medicina basada en la evidencia", que es, a mi juicio, sumamente esclarecedor en el tema que nos ocupa:
"Otro acontecimiento en el campo de concentración de Elsterhorst me afectó profundamente.
Entrada la noche los alemanes trajeron a mi barracón un joven prisionero soviético.
La enfermería estaba llena; el prisionero estaba moribundo, chillaba y yo no quería despertar a los enfermos por lo que lo llevé a mi habitación.
Lo examiné.
Sufría de graves cavernas en ambos pulmones y de roce pleural grave.
Pensé que esto último era la causa de sus gritos.
No tenía morfina, sólo aspirina y ésta no le producía ningún efecto.
Estaba desesperado.
Casi no sabía ruso y en el barracón nadie lo hablaba.
Finalmente, de forma instintiva, lo senté en mi cama y lo abracé; sus gritos cesaron casi inmediatamente y murió tranquilo en mis brazos pocas horas más tarde.
Lo que causaba los chillidos no era la pleuresía sino la soledad.
Fue la mejor lección que he recibido en la vida sobre el cuidado de los enfermos que van a morir.
Me sentí avergonzado de mi error diagnóstico y mantuve la historia en secreto".
En cuanto a mí, a ti lector, al enfermo, al que está en duelo, al que envejece, a los que, poco a poco, vamos perdiendo en el viaje a familiares y amigos, ¿qué podemos hacer tras aceptar que la muerte forma parte de la vida?.

Tal vez admitir el hecho de que nadie ha vivido nunca en el pasado ni en el futuro; que lo único que tenemos es el presente, el aquí y el ahora; y que el secreto de la felicidad -objetivo irrenunciable de todos nosotros– consiste en desear lo que somos y tenemos, no lo que no somos ni tenemos.
Aceptemos algunos de los momentos de soledad que nos ofrece la vida, como regalo valioso y tratemos de aliviar con una sonrisa los momentos de soledad no deseada de aquellos con quienes compartimos un tiempo y un espacio, nuestros compañeros de viaje.

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