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La política de la sangre
Por: Martín Caparrós |
En estos días de frío los diarios argentinos hablan mucho de un muchacho Máximo, que no habla.
Yo siempre he respetado a quienes no precisan hablar para hacer hablar de ellos, pero en este caso el muchacho corre con una ventaja excesiva: la sangre.
Porque el muchacho es hijo de dos presidentes –uno y una.
Por eso, aunque nadie le ha oído nunca una palabra pública, ya lo presentan como una opción política.
Este Máximo, sabemos, es el que se apellida Kirchner; hay otro, más chiquito, que se apellida Menem.
Es curioso: en la Argentina no hay tantos Máximos.
Hubo, en una época, precios ídem, circos ídem, hipótesis de ídem, pero pocos nombres Máximo:
"No es fácil, se entiende, portar esa cruz en la cédula.
Solo los tres últimos presidentes peronistas se atrevieron a pensar que el fruto de sus entrañas sería un Máximo.
Es otra de las cosas que comparten los Kirchner y los Menem.
Pero el nombre sería un detalle y hablar de él tiempo perdido si no fuera porque su portador empieza a sonar como un próximo líder argentino.
Dios no lo quiera –probablemente lo quiere, Dios es uno de ésos– pero, suceda o no suceda, el simple hecho de que un muchacho tácito y recoleto pueda sonar como posible conductor es el efecto definitivo, la apoteosis final de la política de la sangre.
Atención:
Habrá desprevenidos que supondrán que la política de la sangre consiste en hacer política con la sangre ajena, la famosa sangre de los caídos o sangre derramada que, según viejos cantos, jamás sería negociada –hasta que fue.
Podría ser, cómo no.
Pero en este caso hablamos de la política que algunos hacen con la sangre propia:
"La política como una forma más de patrimonio transmisible, posesión familiar..."
Es un producto de los tiempos.
Cuando había política –cuando los partidos políticos eran una suma de personas que compartían una visión del mundo y unas ideas sobre cómo cambiarlo o conservarlo– los vínculos familiares no tenían la menor importancia: es mucho más significativo creer que hay que acabar con los reyes y proclamar el poder de los soviets o levantarse contra los invasores nazis o conseguir que las mujeres voten que ser primo de ése o sobrino de aquella.
En cambio, cuando la política no existe –cuando los partidos políticos son conglomerados de individuos que creen, si creen, cosas variadas y variables y están dispuestos a variarlas todo lo necesario para conservar su poder– cualquier vínculo es débil, sospechoso, porque será traicionado en cuanto aparezca otro más ventajoso.
Es entonces cuando la sangre –la familia, los vínculos supuestamente indisolubles– ocupa el lugar privilegiado.
Por algo las gavillas –¿no es bonita la palaba gavilla?– de la mafia se llaman famiglie.
Digo: cuando había un fin común era fácil constituir un grupo o partido que lo buscara; ahora, cuando el poder es un fin en sí mismo, sin más fines, sin principios, nada crea esos vínculos que sólo la sangre sostiene. Si un sector digamos que político nunca definió sus metas en un programa o proyecto o propuesta a la ciudadanía, ¿qué lo puede mantener unido más allá de las ambiciones –momentáneamente– compartidas?
Y está claro que los negocios cambian y las alianzas cambian y las medidas cambian...
Alcanza, para saberlo, con seguir a ese sector que dice, por ejemplo, que hay que privatizar el petróleo y que hay que vender esa compañía a una corpo extranjera y que esa corpo tiene que llevarse sus ganancias en lugar de explorar el subsuelo y que todo eso está muy bien y de pronto que todo eso está muy mal y que hay que estatizar el petróleo y expropiar esa corpo extranjera y explorar atentamente el subsuelo.
Alcanza, para saberlo, con recordar que ese sector decía que los subsidios son caca de la vaca y los iba a eliminar todos y después se olvidó y los mantuvo,
o que se oponía al matrimonio gay hasta que lo proclamó,
o que declaró durante años que estaba en contra del asistencialismo pero terminó por basar su política social en un sistema de asistencia falsamente universal,
o que promovió una ley para democratizar el acceso a los medios y hace todo lo posible por comprarlos y concentrarlos y vallarlos.
Alcanza, para saberlo, con preguntarles al señor Magnetto, al señor Boudou, al señor Moyano, al señor Manzano, al señor Fernández, al señor Dromi, al señor Morales, al doctor Menem, al doctor Righi y tantos otros señores que fueron y vinieron.
Entonces, frente a tanta incertidumbre, solo quedan las certezas de la sangre y los vínculos elementales del parentesco: como en cualquier libro de Lévi-Strauss, como en cualquier tribu del Amazonas, como en tantas sociedades primitivas: la familia como único espacio de confianza verdadera.
Por eso aquí, ahora, el mapa de la política es un gran árbol genealógico:
senadoras consortes, ministras hermanas,
primos y primas e hijos e hijas y suegros y nueras de todo tipo en todo tipo de puestos y puestitos.
Sólo en el Senado, el cuerpo legislativo más importante de la República, por lo menos 18 de los 72 senadores –un cuarto de los senadores de la Nación– son cónyuges, hijos, hermanos o cuñados de caudillos provinciales:
Los hay por Formosa, Catamarca, Chubut, Jujuy, Buenos Aires, San Juan, Santiago, La Rioja, Neuquén, Córdoba, Tucumán, Entre Ríos, Misiones, San Luis, Salta, y siguen firmas.
Por eso aquí, ahora, tenemos a esta presidenta como presidenta –que, más allá de sus méritos y logros, nunca habría empezado a serlo de no haber sido la señora de...
Por eso ahora los diarios hablan de su hijo mudito como un continuador posible.
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