Si bien se mira, los argentinos estamos acostumbrados a las crisis desde tiempos inmemoriales. En ocasiones suelo preguntarme si sabríamos vivir en un país donde la conflictividad no sea una característica estructural, y consecuentemente, una constante. Posiblemente nos sentiríamos perdidos. ¿A quién echar culpas de los desaciertos?¿Qué ojo ajeno evitaría ver la viga en el nuestro?
Sin duda, el escenario sería desconcertante, requeriríamos una suerte de adaptación como sucede con los chicos al comenzar el ciclo lectivo. Ya lo decía Nietzsche:”En tiempo de paz el hombre belicoso se hace la guerra así mismo”
Ahora bien, una cosa es sobrevivir pendiente del dólar, del costo de vida, de las ofertas, etc., y tomar decisiones de acuerdo a esas variables, y otra muy distinta es hacerlo privados de decidir en torno a ellas. No comprar el billete verde -si no me conviene el precio- es una decisión propia. Que se me prohíba acceder a el, es una imposición. El problema ya no se reduce a un asunto meramente numérico.
De un modo u otro, ya éramos expertos en materia de supervivencia frente a los debacles de la economía. Hasta cuesta hacer memoria y coincidir en algún período de la historia, durante el cual, no hayamos tenido que amoldarnos a administraciones erróneas. Sin embargo, los límites se han forzado.
A tal punto se ha llegado, que hoy no resultaría grave que la moneda americana rozara los dos dígitos. La amenaza viene de otro lado. Se coarta desde afuera nuestra capacidad de decidir su adquisición o no.
La primera reacción es quejarnos. La queja unifica: “¿Nos molesta a ambos? ¡Enhorabuena!”. Nos sentimos respaldados. Hallamos confort y reciprocidad. Pero así como, completamente aislados no resolvemos un ápice, mancomunados sólo se soslayamos la situación.
Habría que analizar si lamentarse, no es una forma de renuncia, de evasión. Lo cierto es que, apesadumbrados, los argentinos advertimos algo que, por idiosincrasia y naturaleza detestamos (o decimos detestar): no somos considerados seres especiales, únicos, originales.
Simultáneamente, la Presidente en cada alocución se refiere a “todos y todas”. Ninguna improvisación, ninguna sutileza, ningún intento de inserción. Por el contrario, lo que hace es convertir al individuo en rebaño. Le quita su unicidad. El objetivo es claro y conciso: manejar masas es más sencillo.
Cristina Fernández apuesta al “Herr Omnes” de Lutero, ese “ser todos” para no ser precisamente ninguno. De más está decir que, en las oratorias de la Presidente, no se hallan los 40 millones de argentinos. Ella habla al vacío. De ese modo, no puede replicársele ni lo más mínimo.
Mientras eso sucede, mayor es el esfuerzo de los ciudadanos -conscientes o no- por mantener la individualidad. Así se cae, inevitablemente, en los excesos. Cuando la desmesura gana, tanto el gregarismo como la particularidad se desvirtúan. Exacerbados son dos caras de una misma moneda.
En este sentido, la autoridad máxima del Estado aparece en las antípodas de los ciudadanos. Claramente marca diferencias. Se aleja, no representa, menos aún transmite afinidad. “Yo no soy ella“, pensamos. Aún cuando pueda haber rasgos en común, hay una necesidad intrínseca de despegarnos. En síntesis, podría decirse que resulta extraña.
Aunque en estos días las comparaciones muestren más sinonimias que distinciones, cabe recordar cuál fue el punto de inflexión que convirtió, en su momento, a Carlos Menem en un “seductor” (porque aunque nadie lo haya votado, dos veces ganó la elección) Y es que el ex mandatario, nunca olvidaba el nombre de su interlocutor.
Era lo primero que preguntaba, y la última palabra que utilizaba al terminar la conversación. Individualizaba. Cada uno era alguien por si mismo, al margen del montón. Qué luego se haya apagado la mágica luz de la seducción, responde a la lógica de los acontecimientos y del encantamiento.
Pocas cosas gratifican más que ser reconocido, tenido en cuenta y en consideración como un ser único e irrepetible. Menem supo entender ese rasgo de la psicología. Llegó al poder denostado hasta por su aspecto.¿Cómo olvidar aquella foto donde aparecía con prominentes patillas representándonos?
Nos cuesta dejar de lado los prejuicios. Se renuncia a ellos más por resignación que por convicción. En esas espesas aguas, el riojano debió remarla. Lo primero que descartó fue la confrontación.
Cristina Kirchner, en cambio, actuó y actúa en forma visceralmente opuesta. En lugar de conquistar, agrede. Aleja a quienes no le rinden pleitesía, peor aún, apunta misiles en un juego peligroso en demasía. Se venga no por lo que otros hicieron sino por lo que ella no ha hecho: generar empatía. Plantea las diferencias como un grito de guerra. Y en la contienda, inexorablemente, el más fuerte atrapa y paraliza.
En esa parálisis nos hallamos. Creyendo que no hay forma de frenarla, convencidos por evidencia que hace y seguirá haciendo lo que quiera. En rigor, hace lo que “todos y todas” dejamos que haga con absoluta parsimonia. Frente a su autodeterminación aminoramos. Y basta un mínimo resabio de sus actos girando en la frágil memoria, para que el temor que aflora tenga lógica.
Hace unos años, sobresalía una campaña publicitaria cuyo slogan sostenía: “un buen nombre es lo mejor que se puede tener”. Acertaba. Vivimos en el reinado de las marcas, pero el andamiaje comunicacional del gobierno, nos uniformó.
El azar está ausente, hay ensayo, método. Cristina castiga, y sabe que la indiferencia es el arma más efectiva. De algún modo, nos trata como Ralph Ellison trataba a los hombres de color en su novela “El hombre invisible“. Allí se refería a la transparencia de los negros en Estados Unidos, pues su color “los tornaba intercambiables y carentes de identidad”, en una suerte de muerte social. Todos los intentos por hacerse visibles eran vanos porque los demás se negaban a verlos. Nada de lo que hicieran o pensaran importaba. El sujeto se aniquilaba.
Así se desvanece nuestra presencia frente a la Presidente. No existimos como individuos sino a los fines específicos: cuando urja llenar las urnas. Para ello, es más dócil y manuable la masa. Esta responde en conglomerado: “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente“.
La necesidad de pertenencia y referencia no es un invento de academia, ni ha sido un capricho de Abraham Maslow establecer jerarquías entre las necesidades, y destacar la preeminencia de contención y reaseguro. “No me edifico ni puedo constituirme sin apoyarme en modelos”, por eso no hay cabida tampoco para el individualismo extremo. “Cada uno se sueña fundador y se descubre imitador”
Nos movemos entre dos vértices: la autosuficiencia y el Zelig de Woody Allen (ese ser que se limitaba a reproducir lo que veía) Desde el primer polo, la mandataria se erige a si misma libre, no precisa a otros, los desprecia, se cree imprescindible. En su auto-proclamada “superioridad” busca propiciar conductas miméticas. ¿Qué modelo emular? El modelo de “militante” que el kirchnerismo invoca a cada instante.
El “todos y todas” multiplica, y como consecuencia, desindividualiza. La sociedad, para la jefe de Estado, no es un lazo orgánico que une individuos jerarquizados, sino una constante generadora de desindividualización. Cada cual deja de ser un todo para ser apenas un fragmento. Se es el 46 o el 54%, por ejemplo.
Fragmentados, conformando el “circulo virtuoso”, suponemos que nuestro acto será un hecho aislado, no gravitante. “Hacer titánicamente lo insignificante es también un modo de obrar“, decía Roa Bastos. Cabe tenerlo en cuenta, y a lo mejor, por ese lado está la salida: no importa cuánto se haga, sino hacerlo en definitiva. Si acaso parecemos autistas o enajenados al menos que sea en acto. La omisión también es pecado.
Cuentan que un hombre desequilibrado, no habiendo mar, río ni lago, se puso a pescar en la tina del baño. Un psiquiatra especializado en ese tipo de casos, le preguntó: “¿Qué tal el pique?” La respuesta: -“¿Cómo va a picar algo si estoy en la bañadera?”
¿Quién mide la cordura en este escenario? Y después de todo, ¿quién le quita la satisfacción de haberlo intentado? En última instancia nunca se sabe si la magia o la esperanza obra milagros.
(*) Lic. GABRIELA R. POUSA - Licenciada en Comunicación Social (Universidad del Salvador), Master en Economía y Ciencia Política (Eseade), es autora del libro “La Opinión Pública: un Nuevo factor de Poder”. Se desempeña como analista de coyuntura independiente, no pertenece a ningún partido ni milita en movimiento político alguno. Crónica y Análisis publica esta nota por gentileza de su autora y de "Perspectivas Políticas". Queda prohibida su reproducción sin mención de la fuente.
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