Las sociedades modernas viven una disyuntiva que no es nueva, pero que hoy está elevada casi a su máxima expresión.
El progreso social depende de la cooperación de los actores que participan en el núcleo pertinente, y de la adaptación que cada uno haya hecho en su forma de vivir y en su relación con los otros.
En esta relación bivalente, existen dos formas primarias con las cuales se organiza la sociedad, en referencia a como se integran sus miembros y como se lleva adelante el proyecto comunitario.
Esta relación puede ser de solidaridad o de antagonismo.
La solidaridad comprende la capacidad de aceptar las diferencias y las divergencias que puedan surgir entre los individuos y la posibilidad de vivir en común aún con dichas diferencias, y poner por encima de las prioridades individuales las colectivas entendiendo que es preferible que todos puedan vivir de acuerdo a sus sentimientos, sus ideales, sus aptitudes y sus apetencias.
El antagonismo supone unificar en lo individual el proyecto social y oponerse a cualquier otro que pueda existir en el espectro social, descartando que la verdad está en poder de uno, y que no puede haber sociedad sin esta uniformidad y control por parte de quien domina.
Mantiene una relación de lucha permanente por reformar el sistema de vida y combatir al que no opera de la misma manera, en una lucha sistemática que se convierte en opresiva y limitativa de la personalidad y de la libertad de las personas.
El antagonismo resquebraja el entramado social, cuando se produce a niveles parejos, pero es mucho más complicado cuando se produce a diferencia de nivel, en especial cuando ese nivel es el nivel del poder.
Se crea una conciencia colectiva a la cual deben someterse las conciencias individuales, cuyo efecto inmediato es la aceptación del comportamiento adecuado al mismo, y la represión de las conductas que no condicen con él.
Lo que se da esta condicionado a la adhesión, y permanece siempre y cuando permanezca intocable dicha adhesión.
La solidaridad en cambio produce efectos positivos en las sociedades que la viven, ya que recrea los sentimientos de libertad, de justicia, y de verdad, que son revisados, debatidos y considerados de acuerdo a las situaciones personales, temporales y locales.
No hay supremacía de unos sobre otros, ni opiniones de categoría superior.
Existe preocupación por los problemas comunes, y por los problemas personales de otros componentes de la sociedad, y alegría con los logros y gozos de los demás.
La solidaridad impulsa a la comunidad, que más que una comunidad de intereses pasa a convertirse en una comunidad de amor, de amistad sincera entre los hombres y de compromiso con los demás.
Además la solidaridad impulsa la dinámica social, ya que la sociedad se moviliza cuando hay sentimientos comunes entres sus miembros, y la evolución de las sociedades humanas se apoya en la asociación por solidaridad y cooperación entre los individuos.
Ya desde Aristóteles es verdad indiscutida que el hombre es un ser sociable y que el estado normal del hombre es la vida en sociedad.
Pero a esta afirmación habría que agregar que la vida social no es posible sin solidaridad, sin que la común intención de los hombres haga posible que en lugar de entregarse a luchas fratricidas o a engaños y fraudes para posicionarse mejor o para lucrar, tiren en conjunto del carro social y hagan del mundo un lugar de felicidad y de placer donde todos puedan habitar sin inconvenientes y sin dificultades.
La solidaridad tiene que ver con valores fundamentales como la libertad, la verdad y la justicia.
No puede haber una vida digna ya sea individual o colectivamente, y menos una sociedad honorable si la misma no es libre, justa y verdadera, y para ello se necesita que el hombre socialice solidariamente.
El hombre se asocia por solidaridad, por temor, por la fuerza o por dependencia.
Que nuestros hombres, sobre todo aquellos que tienen responsabilidades sociales, económicas, religiosas y políticas entiendan y practiquen la solidaridad entre todos sus semejantes.
Elías D. Galati
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